Hace unos días he visto en la TV2, en horario de máxima audiencia, parte de un excelente documental francés dedicado a la segunda guerra mundial denominado «Apocalipsis: la segunda guerra mundial». Digo parte porque consta de seis episodios y sólo he alcanzado a ver, ya empezados, los dos últimos. Dada la crudeza de muchas de […]
Hace unos días he visto en la TV2, en horario de máxima audiencia, parte de un excelente documental francés dedicado a la segunda guerra mundial denominado «Apocalipsis: la segunda guerra mundial». Digo parte porque consta de seis episodios y sólo he alcanzado a ver, ya empezados, los dos últimos.
Dada la crudeza de muchas de sus imágenes pensé que quizás, al inicio de cada parte, habrían advertido con la cursilería de rigor que «la visión de aquellas imágenes podría herir la sensibilidad del espectador»; como si el espectador, miembro de la especie, no fuese también parte en esa carnicería, como si no estuviese obligado a reflexionar sobre la urdimbre de tanta crueldad. Llevo mal esa permanencia en la infancia que es estrategia de todo poder en sus relaciones con la sociedad, ese paternalismo de amos que siempre nos considerarán idiotas. Como si la voluptuosidad en el mal, esa inmadurez en el disfrute del daño, ese goce infantil, no fuese patrimonio de los poderosos, ¿acaso no es de ellos el monopolio legítimo de la violencia?.
La defensa despiadada de los intereses del capital y de la casta , unida a una megalomanía exacerbada, una ambición expansionista, imperialista, un racismo igualmente desbordado así como a una estupidez supina, componen una carnicería repugnante. Las imágenes tomadas por valientes reporteros de guerra, soldados o simples aficionados, se sucedían sin tregua. A veces daban la impresión de querer mostrarnos a todos y cada uno de los cincuenta millones de cadáveres que ensuciaron la tierra en aquella década ignominiosa.
La tentación de pensar que el mundo enloqueció, que el ser humano es un animal incorregiblemente cruel, es elevada. Sin embargo, a poco que intentamos tomar distancia, comprendemos que la inmensa mayoría de los seres humanos, y no sólo humanos, de aquellos años, fueron víctimas sin más. El odio, sin duda, se propagó entre todos, el daño, el dolor, eran intolerables, pero la fábrica estaba en otra parte, había como siempre un lugar desde donde el viejo mundo se negaba a claudicar, el mismo lugar desde el que, desgraciadamente, todavía hoy se nos sigue trabajando.
El biólogo francés Jacques Monod, nobel de biología y medicina en 1965, en su libro titulado «El Azar y la Necesidad», publicado en 1970, nos dice:
«… Las sociedades modernas han aceptado las riquezas y los poderes que la ciencia les descubría. Pero no han aceptado, apenas han escuchado, el más profundo mensaje de la ciencia: la definición de una nueva y única fuente de verdad, la exigencia de una revisión total de los fundamentos de la ética, de una ruptura radical con la tradición animista, el abandono definitivo de la «antigua alianza», la necesidad de forjar una nueva …
Por antigua alianza y por tradición animista Monod entiende la necesidad de fomentar y creer en una historia total que revele la significación del hombre asignándole un lugar necesario en los planes de la naturaleza; animistas son pues todas las religiones, filosofías e ideologías de la tribu que nos acostumbraron a creer que el ser humano formaba parte de un destino que además le otorgaba en el cuento el papel protagonista. De esta forma, Monod continúa:
… Armadas con todos los poderes, disfrutando de todas las riquezas que deben a la ciencia, nuestras sociedades intentan aún vivir y enseñar sistemas de valores arruinados ya, en su raíz, por esta misma ciencia.
Ninguna sociedad antes de la nuestra ha conocido un desgarramiento parecido. Por primera vez en la historia, una civilización intenta edificarse siguiendo desesperadamente vinculada, para justificar sus valores, a la tradición animista, al tiempo que la abandona como fuente de conocimiento, de verdad. Las sociedades «liberales» de Occidente enseñan aún, de labios afuera, como base de su moral, una repugnante mezcla de religiosidad judeocristiana, de progresismo cientificista, de creencia en los derechos «naturales» del hombre y de pragmatismo utilitarista. […] Todos estos sistemas enraizados en el animismo están fuera del conocimiento objetivo, fuera de la verdad, extraños y en definitiva hostiles a la ciencia, que quieren utilizar, mas no respetar y servir. El divorcio es tan grande, la mentira es tan flagrante, que obsesiona y desgarra la conciencia de todo hombre provisto de alguna cultura, dotado de alguna inteligencia y habitado por esa ansiedad moral que es la fuente de toda creación. Es decir, de todos aquellos, entre los hombres, que tienen o tendrán las responsabilidades en la evolución de la sociedad y de la cultura. El mal del alma moderna es esta mentira en la raíz del ser moral y social …» (1).
Este mal del alma moderna, territorio en el que se cultivan y se abonan todos los crímenes e injusticias de y para con nuestra especie, no es como hemos podido ver consustancial y por lo mismo inextricable del ser humano. Es, pura y simplemente, la mentira desde la que se nos sigue educando aun cuando ya casi nadie, debido precisamente a lo penetrado que estamos por el pensamiento y el conocimiento científico, se sienta capaz de creer en ella.
Todos los totalitarismos promueven el ser humano como proyecto, como promesa, como destino. De hecho, tan sólo pensar en el ser humano como un ser dotado de un destino, de una misión, es en sí mismo una actitud totalitaria, pues todo ser humano tiene, por esa misma razón, que servir a ese destino: una o varias generaciones habrán de ser sacrificadas en la consecución de esa meta insoslayable que, por otra parte, nunca será alcanzada.
En efecto, nos enriquecemos por la ciencia, nuestro poder aumenta gracias a la ciencia, nos reconstruimos en búsqueda de la salud, de la eterna juventud, a través de la ciencia, nuestra vida, en definitiva, lleva ya mucho tiempo condicionada y entregada a la ciencia pero, como nos dice Monod, no aceptamos el mensaje profundo que nos llega desde ella, el mensaje del desconsuelo, el saber que, productos del azar, de, como afirma el propio Monod, un número salido en la lotería de Montecarlo, estamos solos y desconectados de un universo perfectamente indiferente y ajeno a nuestras veleidades.
No educamos en esa verdad, en eso que me gusta llamar desconsuelo no por minimizarlo sino, todo lo contrario, por mostrar su tremenda lucidez a la hora de no permitirnos vivir agarrados a la miseria de cualquier cuento, como niños temerosos a los que hay que consolar a cualquier precio; al elevado precio de matar y morir, de torturar y excluir, de despreciar, por no formar parte de nuestra historia o por ocupar en ella el papel equivocado. O, lo que es aún peor, por ocupar el lugar equivocado, la posición del débil, el lugar desde el que prescindimos de nuestro poder para otorgárselo dócilmente al cuentista de turno, ya sea éste el filósofo, el sacerdote, el político o incluso el científico.
Nunca hemos sido capaces de educar en lo que ya sabemos que somos, incapaces de reconciliarnos con el animal creador de ideas y valores que somos, incondicionados por ningún destino y por lo tanto plenamente capaces de crearnos, de construirnos, sin exclusiones, sabiendo que habitamos, temporal y únicamente , un magnífico pedazo de tierra en medio de un universo ilimitado y ajeno.
Horas después de terminado el documental me desperté en mitad de la madrugada y entendí lo oportuno de su emisión, lo situé en su contexto y comprendí la conveniencia para algunos de su programación. En medio del pánico que han de producirnos los griegos y su derrumbe, en medio del pánico ante nuestro propio derrumbe, en medio de la zozobra de «su» proyecto europeo, en medio, en definitiva, de «su» crisis, quieren contarnos el cuento que llevan contándonos desde Adenauer y compañía: que la Europa del Carbón y del Acero hoy Unión Europea nació con el noble propósito de preservar la paz entre los pueblos de Europa y que cualquier proyecto fuera de ella, o en ella pero de forma radicalmente distinta a la que nos proponen los ricos de la tribu, está condenado al fracaso, la violencia generalizada y la guerra de todos contra todos. Está visto que siguen sin confiar en nuestra capacidad de organizarnos, por supuesto, sin ellos.
Notas:
(1) Monod, Jacques: «El azar y la necesidad «, Biblioteca Universal (Ensayo Contemporáneo) Círculo de Lectores, Barcelona 1999.
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