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¿Apocalíptico fin el del capitalismo?

Fuentes: Rebelión

Uno cita los datos con la ira a toda máquina: mientras 800 millones de personas, o más, pasan hambre en todo el mundo, el volumen de víveres que se desperdician cada año es de 1 300 millones de toneladas, casi un tercio de la totalidad planetaria, según la Organización de las Naciones Unidas para la […]

Uno cita los datos con la ira a toda máquina: mientras 800 millones de personas, o más, pasan hambre en todo el mundo, el volumen de víveres que se desperdician cada año es de 1 300 millones de toneladas, casi un tercio de la totalidad planetaria, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).

Aunque a ratos surgen medidas dignas de encomio, en buen romance deben considerarse tibias. Estas brotan precisamente en los territorios industrializados, los que más pitanza derrochan. Como comenta José María Gómez Vallejo en las digitales CCS y Rebelión, en los últimos tiempos la sociedad civil ha ejercido un importante papel en la concienciación, gracias al activismo de muchas entidades y grupos ecologistas, al extremo de que ha llegado al Parlamento Europeo el análisis para que se elabore una legislación reductora de tamaña pérdida. A Francia le toca el honor de ser la primera nación en obligar a los supermercados a donar lo «sobrante» a las ONG y bancos al efecto. Pero esta disposición contrasta con falta de voluntad ejecutiva de la UE.

Culpa de los grupos liberales, «populares» y socialdemócratas -se encrespa Gómez-, las iniciativas de esa índole quedan en meras recomendaciones, sin capacidad para exigir a los países miembros la adopción de medidas concretas. Por eso, en buena medida, el desinterés y el abandono de las funciones de la Unión Europea, cuando el 20 por ciento de lo cosechado y lo elaborado se pierde y el 10 por ciento de la población del Viejo Continente afronta dificultades para garantizar el yantar.

Ahora, entendamos que la UE supone solo un ejemplo entre los más desarrollados, uno de los tantos exponentes de un problema harto globalizado. No en vano la propia FAO no duda en calificar de máximo responsable del statu quo el actual modelo de producción masiva, que excede a la demanda… En los estados «señeros», los «bendecidos», por supuesto.

Nos preguntamos dónde nos hemos topado con esto antes. ¿No será en la obra de los conocidos padres de la filosofía de la praxis? Lo cierto es que hoy los supermercados desechan las unidades que no logran una apariencia perfecta, e incluso exponen las que no se van a aprovechar, por el hecho de que una estantería llena vende más.

Y si es cierto que, al decir de personas tales Manuel Brusacas, activista y promotor de la campaña «Stop al desperdicio de comida en Europa», traído a colación por Gómez Vallejo, todos podemos poner de nuestra parte para evitar que «cada hogar europeo arroje a la basura entre 300 y 400 euros de comida al año», no es menor verdad que no se puede equiparar la responsabilidad de la ciudadanía con la de las cadenas de distribución. En sí, explica la periodista y escritora Nazaret Castro, si no debemos cejar en la búsqueda de alternativas de consumo más justas y saludables para el planeta, no olvidemos que el sistema juega a colocar las responsabilidades en las espaldas de los individuos, cuando hablamos de un problema político y social de dimensiones universales.

Porque lo que se esconde tras el evidente despilfarro es el dispendio exagerado que impone el modelo capitalista, «donde -concluye Gómez- no se produce en base a las necesidades, sino por la búsqueda del máximo beneficio, sin preocuparse por el medio ambiente ni por las personas. Obligar a las empresas del sector a que destinen el excedente para aquellos que no tienen es un primer paso, pero no es ni mucho menos la solución. El hambre no se combate con caridad, sino con políticas que reduzcan la pobreza y posibiliten a todo el mundo el derecho al acceso a los alimentos».

Empero, ¿podremos esperar que tal formación económico-social se digne por sí sola a deshacer ese entuerto? No, si tomamos en cuenta obras tales ¿Cómo terminará el capitalismo?, del sociólogo alemán Wolfgang Streeck, que, reseñada por Alex Roche en CTXT, nos brinda una versión apocalíptica del fin de un régimen que ha esquilmado a la humanidad desde la mismísima acumulación originaria de capital.

Si bien nos permitimos la duda en cuanto a lo que plantea Streeck sobre la era poscapitalista como un interregno inestable e ingobernable, en el que los seres humanos, abandonados a su suerte, podrán ser golpeados por el desastre en cualquier momento -esperemos que las izquierdas confluyan en una salida idónea-, no podemos menos que concordar con él en que el proceso de la descomposición ya está en curso. Sabiamente, Roche entresaca del texto el argumento de que el capitalismo «avanzado» de los países de la OCDE ha ido tambal eá ndose de crisis en crisis a partir de los años setenta del siglo pasado.

«Cada crisis, elemento consustancial del sistema, se iba metiendo en un cajón, de modo que la solución temporal que se encontraba acababa abriendo otro cajón en forma de otra crisis, y así sucesivamente. La manta con la que los gobernantes han tenido que maniobrar es demasiado corta: si intentaban taparse los pies de la economía, con medidas impopulares exigidas por los técnicos, se destapaban el pecho de la política, pues causaban el descontento del electorado. El desequilibrio entre economía y política es intrínseco».

Conforme al glosado autor germano, desde 2008 vivimos en la última etapa de esta continuidad de cracks. Al entregarnos su visión del libro, Alex Roche subraya reflexiones de tino, entre ellas que «el estancamiento económico, la deuda y la desigualdad -´los tres jinetes del apocalipsis del capitalismo contemporáneo´- continúan devastando el paisaje económico y político. Hoy, el endeudamiento conjunto es más alto que nunca y la ‘recuperación’ […] no es más que la sustitución de desempleo por empleo de baja calidad».

Con respecto a la desigualdad sistémica, está alcanzando tal nivel, denuncia Streeck, que «los más ricos pueden considerar, con razón, que su destino se ha vuelto independiente del destino de las sociedades de las que extraen su riqueza y que, por tanto, pueden permitirse dejar de preocuparse por sus conciudadanos. Para mantener esta situación, los megarricos utilizan diferentes estratagemas. Por ejemplo, compran legitimidad social mediante actos de filantropía que en parte llenan los huecos en servicios sociales que deja su propia evasión de impuestos». Actos de filantropía entre los que se incluirían las medidas galas sobre la repartición de condumio a los muchos ayunantes.

Mas lo anterior no es sino mera porción de un conglomerado en el cual «al mismo tiempo que la secuencia de crisis iba avanzando -en el leal saber y ente n der de Streeck, con quien comulgamos-, el matrimonio de conveniencia entre el capitalismo y la democracia se iba deshaciendo. La toma de decisiones relativas a la distribución de recursos escapó del ámbito de la acción colectiva hacia una esfera más remota y opaca controlada por ejecutivos de bancos centrales, organizaciones internacionales y reuniones intergubernamentales de ministros».

La viabilidad del modelo keynesiano (regulador) que rigió en los decenios posteriores a la Segunda Guerra Mundial, acota, dependía del poder político y económico que los trabajadores eran capaces de ejercitar en las economías nacionales, más o menos cerradas de aquella etapa. «Con el fin, en los setenta, de esta época dorada de crecimiento, las clases pudientes dependientes del beneficio empezaron a buscar una alternativa y la encontraron en la globalización. El capital presionó para ir a un nuevo modelo de crecimiento basado en la redistribución de abajo a arriba».

De esa guisa principió el camino hacia el neoliberalismo, «como una rebelión del capital contra el keynesianismo. Las menores tasas de crecimiento eran aceptables para los nuevos poderes siempre y cuando fueran compensadas por mayores tasas de beneficio y una distribución de recursos cada vez más desigual. La democracia se convirtió en una amenaza para este nuevo modelo y por tanto tenía que ser desconectada de la economía política». Así nació la «posdemocracia», que Streeck caracteriza con una frase más que ingeniosa: «Ahora los Estados están situados dentro de los mercados, en vez de los mercados dentro de los Estados».

Sucede que la industria financiera, al explayarse, escapó del control democrático, convirtiéndose en un mando privado que mangonea a las comunidades nacionales y a sus gabinetes. Hoy, la democracia puede ser concebida como una lucha entre dos «electorados» -los ciudadanos de los Estados y los mercados internacionales- en la que el poder del dinero ha quedado por encima del poder de los votos. La democracia, se lamenta el pensador, ha perdido su carácter redistributivo e igualitario, por lo que en importantes aspectos es indiferente quién gobierne.

«Esta pseudodemocracia sirve para aparentar que la sociedad capitalista es producto de la elección popular, cuando en realidad hace tiempo que el control democrático ha desaparecido. Así, la ‘democracia’, vaciada de contenido sustancial, se convierte en una sucesión de debates estériles sobre los estilos de vida y características personales de los políticos y otras cuestiones culturales».

Remarquémoslo: lo postrero nos hace desconfiar de cosas como la burguesa filantropía de distribuir a ONG y bancos al efecto los alimentos «sobrantes». ¿La alternativa? Una operación quirúrgica que no concordaría, eso no, con la idea de un poscapitalismo caótico, ingobernable. Para conjurar ese pronóstico tendrían las izquierdas que resolver su fraccionamiento y apuntar al unísono por federadas sociedades planificadas ante la sempiterna sombra de la barbarie. Por el socialismo.

Sumados lo conseguiríamos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.