Los acontecimientos pronto han demostrado que lo que hoy llamamos progresismo ‑‑fenómeno político que según las particularidades de cada pueblo a inicios de este siglo brotó en varias latitudes de América Latina‑‑ no fue un simple «ciclo» ni ha concluido. Y que tampoco fue mero efecto de un cambio del precio internacional de las materias […]
Los acontecimientos pronto han demostrado que lo que hoy llamamos progresismo ‑‑fenómeno político que según las particularidades de cada pueblo a inicios de este siglo brotó en varias latitudes de América Latina‑‑ no fue un simple «ciclo» ni ha concluido. Y que tampoco fue mero efecto de un cambio del precio internacional de las materias primas. La evolución de nuestros pueblos es más compleja que eso; su comportamiento político no oscila según los vaivenes del comercio, pues las relaciones entre economía y sociedad no son así de pueriles.
Como recordamos, al inicio los años 90 la acometida neoconservadora abanderada por Margaret Tatcher y Ronald Reagan se potenció con el derrumbe soviético. Eso, además de imponer un viraje de las políticas económicas que prevalecían, determinó asimismo un tsunami ideológico que unas izquierdas divididas y perplejas mal pudieron enfrentar. No obstante, ni esas políticas ni los efectos culturales de aquel tsunami han finalizado. La crisis global que emergió en 2008 desenmascaró al neoliberalismo, pero sin que todavía hayamos creado las propuestas necesarias para remplazarlo.
Con todo, en menos de 10 años las prácticas neoliberales causaron daños e inconformidades populares suficientes para levantar protestas y movimientos políticos que dieron pie a una significativa marea progresista. Este fenómeno, más expresivo de un vasto repudio que de nuevos proyectos factibles, animó los primeros tres lustros de este siglo, incluso allá donde no pudo elegir gobiernos. Y donde sí lo consiguió, además de realizar destacados avances contra la pobreza y la inequidad, aportó significativos progresos de la autodeterminación nacional y la solidaridad de nuestros países.
Obviamente, al hacerlo todavía en tiempos de crisis de las izquierdas y restauración de la democracia liberal, no había entonces bases sociales, político‑culturales ni organizativas suficientemente desarrolladas para emprender revoluciones factibles y sustentables. Caso por caso, eso deparó oportunidades para acceder al gobierno, no para tomar el poder. Y por el lado opuesto, las élites criollas, aunque forzadas a ceder la administración del gobierno, pudieron hacerlo sin perder sus recursos económicos fundamentales.
Aun así, durante ese período millones de latinoamericanos salieron de la marginalidad y adquirieron ciudadanía, empleo, educación y salud, y sus naciones alcanzaron mayor dignidad. Patrias y gentes pudieron ensayar nuevas expectativas. Incluso sin revoluciones propiamente dichas, esa era una agenda de izquierda y fue peor que ingenuo suponer que los progresos sociales y políticos alcanzados en esos años pudieran repetirse sin causar, a su vez, una fuerte contraofensiva del imperialismo y de las élites locales.
Con sobrados respaldos económicos, socioculturales y mediáticos, la derecha tuvo condiciones y tiempo para renovar objetivos, remozar imagen, reactualizar métodos y reconstruir imagen política. Ya no solo para volver a Palacio a recuperar hegemonía, sino para emprender un roll back más ambicioso: revertir las conquistas populares cedidas desde los años 50 a la fecha. De la estructuración y fines de ese contraataque ya me ocupé entonces.1
¿Quién nos hace vulnerables?
Mas no todos los éxitos después conseguidos por la contraofensiva reaccionaria pueden achacarse a las artimañas y al poder financiero y mediático de las derechas locales, ni a la coordinación y patrocinio del imperialismo. Estos son factores reales, pero no suficientes para explicar sus logros. Los reveses de este progresismo deben atribuirse también a las permisividades, omisiones y errores de sus liderazgos y gobiernos, que minusvaloraron la indispensable coparticipación crítica de sus partidos y de las organizaciones populares, y relegaron el diálogo y acuerdo con las comunidades locales.
Poco útil es atribuir el consiguiente reflujo del apoyo popular solo al poderío económico, la vileza y los medios de comunicación de la clase dominante, y el respaldo de sus mentores foráneos: estos medios han sido tan eficaces como se lo facilitan las deficiencias de los liderazgos que con tales fallas y errores los hicieron más vulnerables.
Entre estos, los errores en política económica. El primero, característico de los procesos más radicales: propiciar un rápido incremento del gasto social y el consumo popular para resolver sus principales urgencias, con una celeridad muy superior al crecimiento de la producción y la productividad, y de la mejora de eficiencia institucional y la capacidad de obtener nuevos recursos económicos. Con las conocidas consecuencias de desabastecimiento, endeudamiento y pérdida del valor efectivo de los salarios. Acelerar el desarrollo nacional ‑‑el de las fuerzas productivas‑‑ es costoso; exige formar recursos humanos, asimilar tecnologías, crear infraestructuras. Eso exige exportar recursos valiosos para adquirir insumos caros, en mejores condiciones de intercambio, o contar con potente ayuda foránea.
Pero en la presente coyuntura el error de política económica que los críticos señalan con mayor acritud es el de haber justificado o hasta propiciado el extractivismo. Se responsabiliza a los gobiernos progresistas de valerse de las empresas extractivas -mineras, agrícolas u otras‑‑ como fuentes ingresos para resolver necesidades sociales e inversiones en infraestructura y desarrollo. Y se los acusa de hacerlo sin restringir sus actividades con las necesarias fiscalizaciones, penalidades y compensaciones por los daños socioambientales que generen.
No obstante, la crítica al extractivismo, tal como algunos articulistas suelen abrazarla, puede exhibir la frivolidad de una moda y conducirlos a disparates. La extracción de materias o productos sin elaborar es una actividad común a muchas economías de distinto sello. La primera cuestión es si la política económica de cada país busca incrementar el valor agregado de esos productos mediante su transformación por empresas y trabajadores nacionales, o si favorece un saqueo colonial o neocolonial que exporta esos recursos primarios para elaborarlos en el extranjero. ¿Esa extracción contribuye a desarrollar y valorizar la respectiva economía y sociedad nacionales, o solo es un modo de explotar su mano obra barata reproduciendo el subdesarrollo del país?
La otra cuestión está en si las autoridades nacionales vigilan eficazmente que la regulación y control de las actividades extractivas se prevén, conceden y realizan garantizando los menores daños ambientales y su mejor compensación y restauración, así como la suficiente protección y provecho para las comunidades aledañas y los sectores nacionales afectados.
Este asunto siempre ha estado entre las principales reivindicaciones de los movimientos de liberación nacional y de las izquierdas en general. Con una excepción: mientras prevaleció el modelo soviético (incluida su variante maoísta) primó el afán por forzar a toda costa el crecimiento económico, con devastadoras consecuencias en materia ambiental, hasta el colapso de ese modelo. Pero aun así el estalinismo no fue un pecador solitario, puesto que ni el liberalismo clásico ni el neoliberalismo han sido inocentes de esa misma práctica, que estos prosiguen por razones mucho peores.
De hecho, nada justifica el dislate de atribuirle al actual progresismo una índole necesariamente extractivista, ni alegar que la izquierda y el progresismo son diferentes porque la primera se opone a esa práctica, mientras que cometerla es un atributo constitutivo del progresismo. Como tampoco la simpleza economicista de suponer que el progresismo obedeció a un ascenso del precio internacional de las commodities y su supuesta extinción a que este bajó; ergo, que no hasta que estas vuelvan a encarecerse.
Antes bien, durante gran parte del siglo XX y lo que va del XXI, el progresismo ‑‑como noción incluyente vinculada a las luchas por la liberación nacional y el desarrollo social‑‑ ha sido la manifestación más visible de las izquierdas latinoamericanas. Y ahora, una vez depurado de las deficiencias de su pasada ofensiva regional, hay sobrados motivos para prever que volverá a serlo. Esa anterior experiencia no fue la primera ni la única en que las izquierdas han tenido errores.
Para evitar que estos se repitan, una de las mejores aportaciones de sus críticos será idear mejores modos de que los próximos gobiernos progresistas o revolucionarios puedan resolver el imperativo de financiar su lucha contra el subdesarrollo, y solucionar necesidades populares, sin recurrir a formas incorrectas de obtener los recursos indispensables para ello.
Dado que consolidar un gobierno nacional‑liberador y sus posibilidades de proyectarse a objetivos de mayor alcance exige tanto superar el atraso como asegurar el desarrollo humano y material de las fuerzas productivas, Fidel Castro dedicó al tema gran parte de su pensamiento. A proponer y debatir estrategias y alternativas de combate al subdesarrollo, así como formas de concertación y cooperación de los países del Tercer Mundo y de Latinoamérica para cambiar las injustas condiciones del comercio y el financiamiento internacionales, en defensa de los intereses de sus pueblos, incluso sin que las diferencias de régimen político fueran obstáculo para colaborar en ese objetivo común.
En el caso concreto de Cuba, ese reto desde el comienzo ha sido extraordinariamente agravado por el bloqueo estadunidense. En la primera época de la Revolución, el respaldo económico y militar soviético fue importantísimo para resistir y avanzar. Pero luego de esos tiempos los procesos progresistas, liberadores o revolucionarios de otros países no pueden contar con ese tipo de solidaridad. Así, su capacidad real para adquirir recursos tecnológicos y económicos para el desarrollo es una dificultad objetiva de sus posibilidades reales. Tan grande que al parecer sus críticos más severos prefieren no mencionarla.
De nueva cuenta, la mesa está servida
Así las cosas, la experiencia de los tres lustros progresistas que iniciaron nuestro siglo XXI debe discutirse examinando todas sus aristas, lo que debe hacerse con autocrítica responsabilidad. No para imputar responsabilidades personales, sino para sacar conclusiones sustantivas sobre cómo prever, castigar y erradicar tales deficiencias, e imprimirle más robusta y eficaz consistencia ética, política y estratégica a nuestra participación en la próxima ofensiva popular. No apenas para agregar más análisis diagnósticos, sino enfocándose en proponer mejores opciones para vencer los anteriores problemas y los que ya cabe prever.
Entre otras, hay fallas que ya es habitual señalar pero que reclaman mayor análisis. Una, la insuficiencia y hasta el abandono del trabajo político y organizativo que siempre debe sustanciar cada gestión administrativa de las izquierdas, no solo en el ámbito laboral y sectorial, sino igualmente en el barrial y comunitario, que es donde habitan, conviven y votan los necesitados y sus familias.
Otra, el acomodamiento y hasta la permisividad con los vicios del poder burocrático, que llegan hasta admitir indicios de corrupción en algunos dirigentes devenidos en funcionarios, desmintiendo así la calidad moral de la organización y del proceso políticos que ellos representan. Y aún más, reducir unos partidos y movimientos surgidos de la rebeldía, la lucha y la creatividad política, a la mera condición de aparatos reelectorales. Al extremo, incluso de hacerlos «comprender» arreglos con operadores de la política tradicional, a despecho de los principios cuya práctica nos hace gente de izquierda y nos identifica como tales.
La corrupción es un vicio políticamente asimétrico: salvo ocasionales excesos, en la derecha es parte de una vieja cultura y se da por sentada. Pero a la izquierda se la elige para combatirla, y tolerarla entre sus filas constituye una afrenta que pone en entredicho los demás valores que la gente le reconoce a los dirigentes de una organización progresista. En la izquierda, sin importar la magnitud del delito, sus implicaciones políticas le dan trascendencia y, aunque el castigo sea mayor, el conjunto del liderazgo demora en recuperar el necesario liderazgo moral.
Como también debe censurarse la bobada política de suponer que, si un gobierno progresista cumple su deber elemental de solucionar demandas populares, sus beneficiarios automáticamente le concederán una interminable gratitud de electores cautivos. Resolver los problemas de la gente no es un favor, sino la misión de los funcionarios. Cumplirla no supone un contrato electoral. Si el voto popular echó a la anterior administración porque esa incumplía sus deberes, esto no conlleva que los electores pasan a ser deudores de quien sí los realice.
Al revés, son los funcionarios ‑‑mucho más si asumen la tarea a título de progresistas o revolucionarios‑‑ quienes a diario deben volver a ganar confianza ciudadana. En política electoral, son los funcionarios quien siempre está en deuda, pues el pueblo cada vez tendrá nuevas demandas pendientes. Los electores no votan para atrás sino hacia adelante: no sufragan por lo que ya se resolvió, sino fiándole cierta confianza temporal a quien se compromete a solucionar lo que falte. Quien recibe ese voto asume el deber de honrar este compromiso para seguir mereciendo esa confianza.
Aun así, dicho compromiso no concluye al entregar soluciones, sino al darles sentido perdurable. Su adecuada interpretación, uso y mantenimiento deben reproducirse más allá de la entrega. Cosa que también requiere promover la conciencia y organización que aseguren el buen aprovechamiento y preservación de lo recibido. La entrega solo culmina cuando sus beneficiarios se asuman como sus responsables y defensores. Esa conciencia y organización participativa ‑‑y no una vasalla gratitud‑‑ es lo que da significado político a los beneficios entregados.
Uno se hace revolucionario porque se indigna frente a una realidad injusta y decide contribuir a cambiarla. Por consiguiente, la integridad ética es la principal exigencia de la condición de revolucionario. Aun más que la astucia o la habilidad de maniobra, que algunas veces también han servido para encubrir al oportunismo o la pérdida de integridad moral y credibilidad ciudadana.
El proyecto revolucionario es estratégico, no coyuntural. En este sentido, en ocasiones más vale perder solos que ganar mal acompañados, si con esto robustecemos la identidad, el ascendiente político y el liderazgo sociocultural que deben diferenciar a la opción revolucionaria.
Por lo tanto, transcurrida la pasada marea progresista, la experiencia de esos tres lustros de logros y errores ahora ofrece un acervo continental de extraordinario valor, que ya toca revisar con autocrítica responsabilidad. Y lo que da sentido a examínar este caudal es obtener las conclusiones requeridas para erradicar las deficiencias y potenciar los aciertos de esa experiencia, a fin de garantizarle mejor armazón ética, cultura política, organización popular y eficacia a nuestras prácticas, y concretarlas en el liderazgo de la venidera ofensiva popular.
Ahora, mientras los loros bizantinos olvidan los procesos de emancipación nacional y popular, y especulan sobre «ciclos», progresismos, reformas o revoluciones, otra ola protestas sociales ha empezado a rodar. Las barbaridades de Macri y similares vuelven a exhibir los abusos, incompetencias y fracaso de las viejas o «nuevas» derechas como alternativa.
Como señala Joao Pedro Stedile, aunque Bolsonaro use todo el tiempo toda la represión y el amedrentamiento, y libere todas las fuerzas reaccionarias presentes en la sociedad, para dar toda la libertad al capital con un programa neoliberal, esa opción es inviable, no da cohesión social y no resuelve los problemas concretos de la población. Eso, continúa Stedile, aunque complazca a los bancos agrava las contradicciones y genera un caos social que lleva a los movimientos sociales a retomar la ofensiva.2
Los despropósitos neoliberales causan inconformidades populares que, a su vez, demandan liderazgos y proyectos confiables La sólida votación obtenida por Gustavo Petro, las expectativas que ya levantan frentes como Brasil Popular y Pueblo Sin Miedo y una izquierda reencauzada, así como la aplastante victoria electoral de López Obrador, están entre sus nuevas manifestaciones palpables.
Al propio tiempo, por su lado, en Washington DC los dislates de un paquidermo arrogante evidencian que el sistema de dominación imperial sigue perdiendo capacidad para proveerse de visión, eficacia y liderazgo estratégicos.
Así pues, de nueva cuenta la mesa de las condiciones objetivas suficientes para comenzar otra ofensiva progresista está servida. Una ofensiva que no solo es de segunda generación sino distinta, mejor dotada de experiencias, ideas y expectativas. Con lo cual el asunto ya no radica en si los procesos progresistas, de liberación nacional o con vocación socialista han amainado o concluyeron, sino en cómo corresponde liderar sus próximas aspiraciones, para que en las nuevas circunstancias su acometida sea más abarcadora y asuma objetivos sostenibles de mayor alcance.
¿Cuánto hemos aprendido de nuestra anterior experiencia? ¿Cómo actualizar, compartir e instrumentar sus lecciones en las actuales condiciones? La pasada ofensiva brotó en unas condiciones socioculturales que las izquierdas afrontaron no solo fragmentadas, sino también sin aun sin madurar una comprensión de la crisis del modelo soviético, ni de sus puntales políticos e ideológicos, como tampoco del cambio de las circunstancias internacionales, ni de las opciones que estas podrán deparar.
En aquella coyuntura fue posible captar el voto, más que la adhesión, de unos pueblos exasperados pero aún cohibidos por la sombra de la hegemonía imperial y recientes dictaduras. Y por eso culturalmente inhibidos de aspirar a mayores expectativas, aún percibidas como riesgosas. En tales condiciones, ese crédito electoral posibilitaba acceder al gobierno, no al poder.3
En contraste hoy, en vísperas de otra ofensiva progresista, toca asumir dos misiones previas ante una situación que ya no es la misma. Por una parte, colaborar con amplia parte del pueblo ‑‑con la diversidad de sus comunidades concretas‑‑ para superar rezagos político‑culturales y organizativos, tanto en el sector laboral como en sus asentamientos locales. Por otra, ofrecer nuestras propuestas como parte del esfuerzo para superar la fragmentación conceptual y política de las izquierdas. Es decir, promoviendo vías de diálogo y cooperación para juntar fuerzas y hacerle camino a nuevas posibilidades, no solo proponiéndose ir más lejos, sino articulando las fuerzas necesarias para lograrlo.4
Es malsano ignorar la pluralidad que dinamiza a cada pueblo y clase social embrollando el concepto de unidad con el de su acepción monolítica. Como asimismo equiparar a los sujetos políticos y sus vanguardias con escuadrones militares, extrapolando una metáfora didáctica de tiempos de la guerra civil en Rusia. Es indispensable apreciar las diversidades, una vez que la unidad es un proceso que se construye entre diferentes, puesto que sin diferencias no haría falta construirla.
Mientras se deja alargar discrepancias, las contraposiciones resaltan sobre todo lo que haya en común. Sin embargo, entre corrientes de izquierda y progresistas la mayoría de las veces será más ‑‑y de mayor rango estratégico‑‑ lo que ellas comparten, aunque se deje de reconocer. Esto remarca lo acertado de la propuesta de empezar por poner sobre la mesa los respectivos proyectos y hallar en qué campos coinciden (con lo cual no pocos prejuicios irán descartándose).
No es necesario lograr unidad en cada uno de los aspectos conceptuales y propuestas, sino allí donde ya es posible coordinar colaboraciones. Como proceso que es, la unidad se construye haciendo camino al andar, pues al propiciar acercamientos donde ya cabe cooperar, se amplían las posibilidades de coincidir en otras áreas y perspectivas. La fertilidad de la estrategia frenteamplista consiste en que se empieza por lo mínimo esencial y las convergencias crecen en tanto se lucha en común por objetivos que lo ameriten, sin que las diferencias obstruyan la marcha. Lo que asimismo es prueba de buena fe.
Para abrir camino
En tiempos en que prevalecía el marxismo dogmático, una de las primeras lecciones de Fidel Castro y la Revolución cubana fue sobre la efectividad de la acción y la experiencia conjuntas como medio para producir organización y pensamiento compartidos. El Movimiento que salió a la luz el 26 de Julio de 1953 se inició tras convocar a jóvenes honestos y patrióticos ‑‑martianos‑‑ con base en una condición, sin detenerse a discriminar su pluralidad de ideas políticas y orígenes sociales. La condición moral mínima de estar dispuestos a tomar las armas contra la dictadura para erradicar la política corrupta, hacer efectiva la independencia nacional y erigir una democracia socialmente comprometida. Propuesta que poco después sería argumentada en La historia me absolverá, un proyecto de liberación y desarrollo nacionales. Desde esa condición inicial, combatir juntos y compartir las vicisitudes populares sustentó la formación ideológica de esos jóvenes y de la mayor parte del pueblo cubano, más que cualquier catecismo doctrinario.
Doctos analistas hoy calificarían ese proyecto de reformista, desarrollista, socialdemócrata o progresista, dictaminando que no pasa de proponer un adecentamiento del capitalismo, no una propuesta revolucionaria. Pero en su condición de proyecto de liberación nacional, ese del Moncada se fundó en poderosas convicciones patrióticas y de solidaridad social, y tuvo gran capacidad de convocatoria no solo por sus argumentos sino por el ejemplo cívico de sus militantes. Proyecto que, a partir de 1959, avivado por su rápida ejecución y por el hostigamiento norteamericano, en vísperas de Playa Girón hizo posible darle piso popular efectivo a la vocación socialista emanada de su matriz nacional‑liberadora y desarrollista.
Esa experiencia debe recordarse ante los encabezados con que algunos hoy pontifican sobre el progresismo latinoamericano. Califican este fenómeno latinoamericano y actual apelando a clichés estáticos y excluyentes como los de reforma o revolución, o de intención anti neoliberal o anti capitalista, que reducen el análisis a las taxonomías con que la lógica formal disecciona un objeto aislado y estático. Y así eluden la fatiga de discernir e interpretar la red de contradicciones con que la lógica dialéctica opone y asocia una diversidad de factores, en el trabajo de comprender y explicar un proceso.5
En la actual situación de las naciones latinoamericanas y su contexto continental y global, somos parte activa de una transición histórica distinta de la confrontada en 1962 cuando la II Declaración de La Habana, o durante la retracción, crisis y derrumbe del modelo soviético, y bajo la ofensiva neoconservadora y el apogeo del neoliberalismo, o en medio de la primera oleada progresista iniciada por Hugo Chávez. No pocas veces, los esquemas o clichés verbales que en uno o más de esos períodos parecieron útiles para entenderlo no son apropiados para comprender las potencialidades de otro. En situaciones tan modificadas, los anteriores modos de concebir y alcanzar las metas deseadas pueden dejado de ser eficaces, y tocará calificarlos con otros adjetivos.
Para abrirle camino al otro futuro posible, durante esta transición no solo es deseable y necesario ir más allá que en la anterior oportunidad, sino indispensable articular y formar las fuerzas requeridas para emprender camino, ampliarlo y sostenerlo. En la inminencia de esta nueva marea de inquietudes populares, urge capacitar esas legiones, al tiempo que luchar para revertir la contraofensiva de la derecha y discutir qué objetivos proponernos al recuperar iniciativa, y cómo avanzar a corto y mediano plazos en esa dirección, con los destacamentos sociales que efectivamente lo pueden hacer posible.
Son estas fuerzas reales quienes determinarán cuánto y hasta adónde se puede hacer y sostener en la práctica política, no los juegos de palabras más sutiles, ni menos una campaña de caza y lapidación de presuntos reformistas. Las indignaciones organizadas de la gente atizan el acontecer mejor que las exhibiciones verbales, donde algunos articulistas malgastan sus pericias intercambiando sentencias y entierros políticos en vez de aportar ideas que resuelvan problemas y despejen caminos.
Porque si de fuerzas se trata, hay que formarlas. Por lo pronto, tal como Frei Betto resume la actual perspectiva, antes de que se haga tarde «solo le queda a la izquierda volver al trabajo de base, organizar a las clases populares, promover la alfabetización política del pueblo»6.
Notas:
1. Ver, por ejemplo, ¿Quién es la «nueva» derecha?, en Alai del 14-4-2009; Una coyuntura liberadora… ¿y después?, en Rebelión del 23-7-2009; Una liberación por completar, en Alai del 17-8-2009; La brecha por llenar, premio del concurso Pensar a contracorriente, La Habana, febrero de 2010; El reto de las izquierdas latinoamericanas, en Rebelión del 27-4-2012; ¿Por qué y para qué son progresistas estos gobiernos?, en Rebelión del 20-7-2012; Las disyuntivas progresistas y la contraofensiva de las derechas, en Rebelión 1-12-2014; La contraofensiva de las élites dominantes, en Alai del 2-12-2013; La contraofensiva de las derechas y las opciones de las izquierdas, en Rebelión del 5-11-2014; Combatir errores y sumar nuevas fuerzas, en Alai del 24-10-2016 y Convertir indignación social en militancia política, en Alai del 14-11-2016.
2. Ver Joao Pedro Stedile, «Tenemos que retomar el trabajo de bases», Brasil de Fato, 30 de octubre de 2018.
3. Una parte de las izquierdas así entró al Órgano Ejecutivo, al elegir Presidente sin ganar la mayoría en los comicios parlamentarios, estaduales y municipales, ni influencia en el Órgano Judicial, tal como unos 30 años antes ocurriera con Salvador Allende y la Unidad Popular.
4. Entre las izquierdas todavía pesa una mala forma de discutir, en la que el debate no busca desarrollar ideas sino descalificar al contrincante. Hace falta diferenciar tiempos y objetivos. Marx contra Proudhon, Engels ante Dühring o Lenin frente a Kautsky respondieron otra circunstancia: la de tres polemistas geniales en el momento de zanjar puntos críticos de una decisión estratégica. Su ejemplo no vale para dirimir controversias tácticas, ni mucho menos para suplir la falta de mayores argumentos. Lamentablemente, desde el siglo XIX ‑‑y en particular en períodos de descomposición política como el estalinismo, el maoísmo y sus secuelas‑‑ no faltan publicistas más dados a denigrar a posibles interlocutores que a generar conocimiento y propiciar cooperaciones.
5. Al fin y al cabo, reforma y revolución no son dos puntas incompatibles de una disyuntiva estática sino polos de una interrelación dialéctica, así como la lucha contra el capitalismo comienza por derrotar a su extremo neoliberal.
6. Ver Sergio Ferrari, entrevista Frei Betto: Volver al trabajo de base, promover la alfabetización política del pueblo, en Sur y Sur, del 22 de agosto de 2018.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.