El sistema capitalista ha demostrado en numerosas ocasiones -particularmente cuando se conjuga con ausencia de organización social y sindical que se enfrente a la lógica del beneficio- un peculiar «virtuosismo»: una enorme capacidad para privatizar ganancias y para socializar pérdidas. Esa es una de las principales características de la crisis económica actual. Esta crisis estalla […]
El sistema capitalista ha demostrado en numerosas ocasiones -particularmente cuando se conjuga con ausencia de organización social y sindical que se enfrente a la lógica del beneficio- un peculiar «virtuosismo»: una enorme capacidad para privatizar ganancias y para socializar pérdidas. Esa es una de las principales características de la crisis económica actual.
Esta crisis estalla sobre un terreno ya abonado de derrotas y retrocesos laborales. La ofensiva neoliberal contra las conquistas históricas del trabajo -desarrollada tanto por los gobiernos de derechas como por aquellos que se reclamaban de la izquierda- se traduce desde principios de los años ochenta en medidas de privatización, apertura externa de las economías, liberalización, recorte del gasto público y de las partidas sociales, erosión de la legislación laboral y desreglamentación del mercado de trabajo.
Estas medidas -junto con el elevado desempleo que caracteriza a las economías de los países desarrollados desde los años setenta- suponen la quiebra en la capacidad reivindicativa de los asalariados, el avance galopante de la precariedad laboral, congelación salarial y una enorme caída del peso de los salarios en la renta nacional (que pasan en las últimas tres décadas del 70% al 58% en la UE, y del 67,9% al 54,5% en el caso español). Los asalariados llevamos ya treinta años pagando la crisis. Llueve sobre mojado.
Sobre este retroceso laboral permanente es sobre el que recae la crisis actual, que ya ha trascendido el campo de las finanzas para comenzar a afectar seriamente a la «economía real». Y, si no tejemos una resistencia social y sindical que lo remedie, también seremos los trabajadores quienes paguemos los platos rotos en esta ocasión, dado el proceso de socialización de pérdidas en curso.
El pinchazo de la burbuja inmobiliaria en 2007 supone ya un primer e importante golpe para aquellas economías en las que el sector de la construcción actuaba de motor económico (como EE.UU. o España, donde este sector emplea a un grupo de población particularmente vulnerable, los inmigrantes). Pero además, este pinchazo arrastró a numerosas entidades financieras, las que concedieron hipotecas subprime y las que contaban con este tipo de hipotecas de mala calidad incrustadas de forma oculta en sus balances. El resultado es que numerosas entidades han entrado en crisis de solvencia (quiebras) y que en general cunde una crisis de confianza, lo que se traduce en una enorme contracción del crédito otorgado por los bancos. El sistema está seco de liquidez en este momento.
El crédito es una mercancía fundamental en la economía actual: engrasa el funcionamiento económico permitiendo el desarrollo de las operaciones de inversión, comercio y consumo. La fuerte contracción del crédito ha frenado en seco los préstamos a empresas y particulares, así como la financiación del comercio, cortocircuitándose con ello el crecimiento económico. En el segundo trimestre de 2008, comparativamente al trimestre precedente, el PIB de Japón se ha contraído un 0,7%, el de Alemania 0,5%, el de Francia el 0,3% y el del conjunto de la zona euro el 0,2%. Todo apunta a que la crisis tendrá una importante magnitud y una prolongada duración.
Los efectos que esta crisis tiene y tendrá sobre el mundo del trabajo son muy importantes: aumento de los despidos y de los expedientes de regulación de empleo, incremento del paro, congelación salarial y por tanto incremento de la desigualdad entre las rentas del capital y las del trabajo, presiones para recortar los gastos sociales y los servicios públicos, y para redoblar los esfuerzos por privatizar los sistemas públicos de pensiones, etc.
Además, la gestión de la crisis desplegada por los principales gobiernos de la OCDE, entre ellos el de Zapatero, no hace sino redoblar esta tendencia de socialización de las pérdidas derivadas de la crisis, a costa de los trabajadores. Los diversos gobiernos -tratando de ser bomberos cuando antes fueron pirómanos- ponen cientos de miles de millones de euros a disposición precisamente de aquellas entidades financieras que más se beneficiaron con la especulación financiera, llegando incluso a «nacionalizar» algunas de ellas (eso sí, sin participación ni capacidad de control en los consejos de administración). Sin embargo, los inmensos planes de rescate, financiados con dinero público, y por tanto fundamentalmente extraído de las rentas de los asalariados, no tienen ninguna contrapartida que nos blinde a los trabajadores ante la crisis. De hecho, los despidos y la congelación salarial son los «ajustes» con los que las empresas saldrán de la crisis.
Esta crisis y el proceso de socialización de pérdidas que supone, evidencian, una vez más, la incapacidad de la lógica capitalista -basada en la rentabilidad privada- de satisfacer las necesidades sociales. La ecuación es muy sencilla: si las ganancias de las últimas décadas se las apropió un reducido estrato social, a costa precisamente de erosionar nuestras condiciones de vida, no podemos permitir que las pérdidas sean ahora asumidas también por los trabajadores. Sencillamente, porque nuestras vidas valen más que sus beneficios.
Los autores son economistas y militantes de Espacio Alternativo.