I El aumento de las desigualdades vuelve a estar en el centro del debate social, aunque, por desgracia, parece más un tema para llenar las tertulias mediáticas que un argumento fuerte de las políticas socioeconómicas. El grueso de las políticas que promueven los grandes organismos internacionales están en el centro de la creación de desigualdades. […]
I
El aumento de las desigualdades vuelve a estar en el centro del debate social, aunque, por desgracia, parece más un tema para llenar las tertulias mediáticas que un argumento fuerte de las políticas socioeconómicas. El grueso de las políticas que promueven los grandes organismos internacionales están en el centro de la creación de desigualdades. Sin la elaboración de propuestas alternativas y la generación de amplios movimientos sociopolíticos, es difícil que vayan a producirse cambios profundos en este campo. Más bien hay pistas de que las cosas aún pueden ir a peor.
Cuando analizamos los debates actuales sobre el tema, surgen al menos tres campos en que se ha puesto de manifiesto: el de la desigualdad global entre clases sociales, el de las desigualdades entre los asalariados y el de las desigualdades de género. Deberíamos añadir, además, las desigualdades entre países. Por razones de espacio me voy a limitar a comentar los tres primeros temas y me centraré sólo en un aspecto de la desigualdad, el de la renta, aun sabiendo que el campo de la desigualdad abarca otros muchos espacios.
II
El reciente estudio de Oxfam sobre la desigualdad es concluyente sobre el aumento de la desigualdad global. Según esta organización, el 1% más rico de la población mundial ha captado el 82% del crecimiento de la renta en los últimos años, mientras que el 50% más pobre no ha visto aumentada la suya; los salarios globales sólo han crecido un 2% (y de sobra es conocido que la población más pobre se encuentra entre los no asalariados de la economía informal y la población agraria). Cualquier estudio sobre las rentas adolece de algún margen de error, pero la contundencia de las cifras deja fuera de duda que nos encontramos en una situación extrema de aumento de las desigualdades. Otros estudios dan pistas complementarias, como el de la caída de la participación de los salarios en la renta nacional en la mayor parte de los países desarrollados. Aunque a escala mundial se constata que el crecimiento de China, y en menor medida de la India, ha paliado algo la desigualdad global, lo que parece indudable es que se ha producido un importante trasvase de renta en favor del capital.
Los procesos que han permitido generar esta nueva oleada de desigualdad son variados y no pueden reducirse al mero drenaje fiscal. Se trata, como han explicado con bastante detalle autores como Stiglitz o Standing, de la combinación de una variada gama de transformaciones que han provocado el aumento del poder capitalista y abierto las puertas a nuevos mecanismos de obtención de rentas parasitarias. Las políticas macroeconómicas neoliberales, las reformas laborales con la coartada de la flexibilidad, las reformas fiscales, las privatizaciones, la reorganización empresarial, la financiarización de la economía, la globalización sin regulación compensatoria y el reforzamiento legal de los derechos de propiedad (especialmente sensible en el caso de la vivienda) han configurado una estructura institucional en la que los ricos, y sobre todo los muy ricos, tienen garantizada una enorme tajada del pastel y poseen la capacidad de forzar que el resto de la población compita por las migajas. Han configurado un nuevo modelo de capitalismo rentista que en algunos aspectos parece recordar al viejo orden feudal. Revertir esta situación exige cambios en muchos ámbitos de la organización y la regulación económicas. No parece, en cambio, que la mera implantación de una nueva política redistributiva, como podría ser la introducción de una renta de ciudadanía, pueda alterar por sí misma una dinámica que precisamente se ha consolidado por la enorme densidad de mecanismos complementarios.
III
La distribución global de la renta entre capital y trabajo, entre pagos salariales (salarios y contribuciones sociales) y rentas del capital (beneficios empresariales, alquileres, intereses financieros), determina una buena parte de la distribución total, sobre todo cuando se tiene en cuenta que el mundo de los asalariados y los falsos autónomos reúne a la inmensa mayoría de la población, mientras que el grueso de las rentas capitalistas se concentran en manos de un reducido número de personas. Pero, a pesar de ser ésta la razón principal de las desigualdades, en el seno de los colectivos asalariados existen importantes diferencias de renta. Y también en este caso hay evidencias de que éstas están creciendo.
En el caso español, la encuesta anual de estructura salarial (de hecho, la única fuente estadística creíble en materia salarial) muestra una evidencia clara en este sentido. El índice de Gini, el indicador de la desigualdad global de los salarios, indica un crecimiento significativo entre 2008 y 2015, pasando del 32,2 al 34,3 (y coherente con los aumentos de la desigualdad medidos por la Encuesta de Condiciones de Vida). Asimismo, se ha incrementado la diferencia entre el 10% de los asalariados con sueldos más altos y el 10% con sueldos más bajos (el índice 9/1), que ha pasado de 3,34 a 3,61 (o sea, un individuo medio del grupo superior cobra 3,61 veces el salario de un individuo medio del grupo inferior). Es posible incluso que este índice minimice las desigualdades y que sería aún más significativa la comparación entre el 5% de cada extremo.
Hay también pistas de qué ha producido este aumento de la desigualdad. Para empezar, el crecimiento del empleo a tiempo parcial, que desempeña un papel significativo a la hora de determinar las rentas más bajas. En segundo lugar, el campo ocupacional, que tiene dos impactos: el que podemos llamar «efecto composición» (se destruyen empleos en sectores de salarios más altos y se crean otros en actividades peor pagadas) y el que podemos denominar «efecto sustitución», que se produce cuando las empresas renuevan las plantillas con personas que reciben un salario inferior al de aquellos a los que vienen a reemplazar (algo que se consigue por vías muy diversas: los nuevos no cobran antigüedad, entran con una categoría inferior, no se les reconocen pagos complementarios, entran con contratos temporales que les llevan a realizar horas extras sin cobrar; en el límite las empresas aplican -aunque es ilegal- una doble escala salarial). Y el tercer y crucial elemento es la reforma laboral, su impacto en la negociación colectiva y en la propia aplicación de los convenios, el aumento del poder empresarial. El impacto de la reforma laboral sobre los salarios ha confirmado lo que algunos economistas y sociólogos críticos anticipamos desde el principio (véase, por ejemplo, J. Benach, G. Tarafa y A. Recio, Sin trabajo, sin derechos, sin miedo, Icària Editorial, 2015): que el debilitamiento de los derechos laborales iba a empeorar la situación de las personas empleadas en los niveles más bajos de ingresos, porque se encuentran en los sectores de más difícil sindicalización, porque su trabajo es a menudo muy individualizado y porque es donde las empresas tienen más margen de presión. Al analizar la evolución de los salarios puede observarse que realmente ha sido en los sectores de menores ingresos salariales donde se ha producido la mayor parte de la devaluación salarial. Curiosamente, en sectores de servicios en los que menos importancia tiene la competencia internacional (algo que no es exclusivo de España; es lo mismo que ocurrió en Alemania con la reforma Hartz).
Reducir esta desigualdad es lo que puede conseguirse con la reversión de la reforma laboral, aunque las cosas nunca son de ida y vuelta y posiblemente haya que elaborar un ambicioso proyecto de reconstrucción laboral.
IV
La tercera cuestión es la de la brecha de género, quizá aquella de la que más se habla en los últimos meses, gracias al esfuerzo de tantas mujeres que no están dispuestas a mantener una situación injusta. Las desigualdades de género, específicamente las del empleo asalariado, son tan obscenas que difícilmente pueden soslayarse. Según la Encuesta de Estructura Salarial, el salario medio de un hombre es un 23,1% superior al de una mujer. Por lo que diré a continuación, creo que esta desigualdad global es un mejor indicador de la desigualdad de género que los intentos de aislar un único factor de discriminación laboral (que sólo considera discriminación la diferencia de salarios que se produce entre individuos que tienen actividades, una categoría profesional y un horario laboral similares) o la medición según salario-hora.
Como ocurre en los otros casos, la brecha salarial es la combinación de diferentes procesos que tienen un elemento en común: la presencia activa del patriarcado en el mundo del empleo asalariado. Hay fundamentalmente cuatro mecanismos básicos que generan esta desigualdad. En primer lugar, el empleo a tiempo parcial, pensado y promocionado como una forma aceptable de conciliación de la vida laboral (lo cual presupone que son las mujeres las que se encargan del trabajo doméstico) y que es una fuente de generación de working poors. A menudo ni siquiera es una buena medida para conciliar horarios, porque muchos de los empleos a tiempo parcial se justifican para cubrir picos de actividad en horarios específicos (por ejemplo, en el sector de la limpieza, un sector feminizado y donde prolifera el empleo a tiempo parcial, predominan los horarios de trabajo a primera hora de la mañana (de seis a diez) o al final de la tarde). El empleo a tiempo parcial explica que numerosas personas no lleguen a percibir unos ingresos equivalentes al salario mínimo anual.
En segundo lugar, la sobrerrepresentación de las mujeres, especialmente de mujeres con bajos niveles educativos, en los sectores de salarios más bajos: limpieza, hostelería, comercio al detall, residencias de ancianos y asistencia domiciliaria, servicios personales, actividades de ocio. Esta presencia se advierte incluso en los sectores manufactureros de más bajos salarios, como el del textil y la confección o el del calzado. La coartada oficial es que se trata de sectores de baja productividad que no permiten pagar salarios más altos. La cuestión de la productividad es más compleja; es difícil saber cómo se mide, cómo se comparan actividades heterogéneas. Y más bien hay indicios de que la cuestión es la inversa: que consideramos poco productivo lo que hace la gente con menor poder social, que se asocia la productividad al hecho que estos trabajos sean muy intensivos en mano de obra (también lo son actividades como la enseñanza, pero las desarrolla gente «con estudios») y en muchos casos tengan relación con las labores domésticas. O sea que se paga poco porque es un empleo de mujeres. Éste es un campo donde demasiado a menudo la izquierda, tanto la tradicional como la feminista, asume con excesiva facilidad el punto de vista de las élites. Pero el «suelo pegajoso» (como me aclaró hace años la socióloga Teresa Torns) es la realidad de muchas mujeres, y la forma de salir de él pasa por un aumento sustancial del salario mínimo y, aún mejor, por una acción sindical que eleve los salarios y genere reconocimiento.
En tercer lugar, las desigualdades en la carrera laboral; la evidencia de que las mujeres están no sólo infrarrepresentadas en los niveles más altos de la jerarquía profesional sino que también tienden a ser minoría en los niveles más altos de aquellas profesiones donde en conjunto son mayoría (como ocurre en la educación y la sanidad). Aquí se combinan procesos de mera discriminación sexista en las promociones, de reconocimiento desigual de la complejidad de las tareas (por ejemplo, se da más valor al profesorado universitario que al de primaria, o a los cirujanos que a los médicos de familia) y del difícil encaje entre el empleo asalariado y la vida cotidiana. El problema es aquí la forma en que se define el primero, cómo se entiende la carrera profesional y, aún más, cómo se definen los empleos directivos. El capital (y una construcción de lo profesional a la que no son ajenos ni el patriarcado ni la cultura tecnocrática) ha desarrollado una definición de lo profesional que en parte se aísla del resto de la vida social y tiende a ignorar tanto la necesidad de las tareas domésticas como la participación en otras actividades sociales. Para muchos empresarios y directivos, las mujeres son siempre sospechosas de no participar de esta mística profesional y son excluidas, y para muchas mujeres la aceptación acrítica del modelo es demasiado costosa y sus prácticas de resistencia las excluyen de una carrera competitiva. El resultado es conocido: el «techo de cristal» que limita a las mujeres educadas a los niveles intermedios de la carrera profesional, generando una importante desigualdad salarial respecto a sus iguales.
El último elemento es la discriminación pura y simple. Durante años ésta ha estado institucionalizada y se han aceptado salarios inferiores para las mujeres. Ahora que la discriminación está formalmente prohibida, persiste bajo formas camufladas: distinta evaluación de los puestos de trabajo, distinto reconocimiento de primas salariales o pago de horas extra, etc. Es tanto el producto de la cultura patriarcal que sigue impregnando al mundo empresarial como el resultado de un hecho más general: la discriminación en materia de salarios (como la de los precios de los productos) es una técnica habitual para aumentar los beneficios de las empresas, y siempre se aplica recurriendo a los diferentes niveles de poder social que tienen las personas. La situación de los extranjeros en muchos países es parecida, y no es casualidad que en el nivel más bajo de la escala salarial se encuentren las mujeres inmigradas en el servicio doméstico, pues suman una combinación de puntos débiles sociales: son mujeres, a menudo con problemas legales de residencia, realizan una actividad feminizada, negocian individualmente con un patrón, no tienen capacidad de acción colectiva…
V
Los tres niveles de desigualdad son relevantes y están interrelacionados. Lo que ha motivado esta nota es el renovado debate en las últimas semanas sobre la brecha salarial en un contexto en el que se ignoran el resto de los procesos. Esto no presupone que siempre tengamos que hablar de todo. La desigualdad de género tiene por sí sola suficiente entidad para exigir una acción contundente. Pero la lucha por la igualdad exige una perspectiva global y pensar en alternativas más coherentes. Es difícil que se alcancen grandes avances en materia de igualdad mientras persista un modelo organizativo tan jerárquico, mientras la discriminación forme parte del arsenal de instrumentos del enriquecimiento privado, mientras la organización productiva capitalista sea el núcleo organizador de la vida social, mientras los derechos de los ricos se impongan a los de la mayoría, mientras algunos trabajos merezcan un infrarreconocimiento y otros, por el contrario, estén exageradamente valorados. No se puede pensar un orden igualitario a trozos, y por ello la impugnación de las escandalosas desigualdades actuales exige pensar globalmente en una organización social en la que hombres y mujeres podamos desenvolvernos en niveles de igualdad aceptables.