A pesar de llevar adelante una política activa de justicia social, Venezuela sigue exhibiendo una de las tasas de homicidios más altas del mundo. ¿Cómo se explica esta violencia persistente, que el gobierno de Hugo Chávez ha desatendido durante mucho tiempo? La oposición, tanto en el interior como en el exterior del país, no se […]
A pesar de llevar adelante una política activa de justicia social, Venezuela sigue exhibiendo una de las tasas de homicidios más altas del mundo. ¿Cómo se explica esta violencia persistente, que el gobierno de Hugo Chávez ha desatendido durante mucho tiempo? La oposición, tanto en el interior como en el exterior del país, no se priva de instrumentalizarla en función de sus objetivos políticos.
Al expresar su hostilidad hacia la Venezuela «bolivariana», el diario español El País raramente establece matices. Pero a veces se supera a sí mismo: «Caracas es una ciudad sangrante. De sus edificios brotan ríos de sangre, de sus montañas brotan ríos de sangre, de sus casas brotan ríos de sangre […]» (1).
Los habitantes de la capital a cuya consideración sometemos esta prosa estallan de risa golpeándose la sien con la punta del dedo índice. No obstante, sobre este tema candente, y en grados diversos, todos constatan lo mismo: «Tenemos un problema muy serio» (Tulio Jiménez, presidente de la Comisión de Política Interior de la Asamblea Nacional); «Allá, bajo el puente, mi esposa fue atacada dos veces en dos años» (un brasileño del Movimiento de los Sin Tierra [MST] enviado a Venezuela); «Para la gente que vive en los ‘barrios’, la violencia es parte del pan cotidiano» (un habitante de la inmensa urbanización de Petare); «¡Se mata incluso a policías que tienen chaleco antibalas! Entonces nosotros… ¡Dios mío!» (una trabajadora de Ocumare del Tuy, un suburbio alejado); «En nuestras familias de las comunidades cristianas, casi todos tienen parientes cercanos asesinados. Cuando celebramos una misa comunitaria, es muy raro que no surja el tema: esta semana han matado ¡ya no sé bien a quién!…» (el padre Didier Heyraud, sacerdote en Petare).
Es cierto que con una tasa de 48 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2008, Venezuela está casi a la cabeza del ranking del espanto. En Caracas esa tasa es más elevada aún. Se contaron 1.976 homicidios entre enero y septiembre de 2009, en una ciudad de 4,8 millones de habitantes (2)…
Para la oposición, el responsable tiene nombre: «Chávez». Las postas mediáticas machacan: «Bajo la revolución bolivariana del presidente Hugo Chávez, la capital de Venezuela se ha elevado al rango de las ciudades más violentas del mundo» (3). Miguel Ángel Pérez, vicepresidente del Instituto de Estudios Avanzados (IDEA), hace manifiesta su irritación: «Nos quieren hacer creer que la inseguridad es una creación del chavismo… Lo que supone olvidar que el final de los años 1980 y el comienzo de la década de 1990 fueron terribles: ¡no se podía salir a la calle!».
De hecho, en diciembre de 1996, dos años antes de la llegada de Chávez al poder, una revista especializada escribía: «Con un promedio de ochenta muertos por balas cada fin de semana, con ataques cotidianos en los transportes públicos, con un desarrollo exponencial de la pobreza y, finalmente, con una crisis económica que carcome al país desde hace más de quince años -la inflación es de más del 1.000% anual-, Caracas se ha convertido desde hace algunos años en una de las ciudades más peligrosas del mundo, tal vez incluso en la más peligrosa» (4). Muy pocos parecen recordarlo. En la lucha política, el olvido es un arma de una eficacia temible.
«Estamos en un año electoral -señala Pérez- (5). En estos años, la curva de lo que se llama inseguridad se dispara, amplificada hasta el infinito por los medios, porque es el caballito de batalla de la oposición». Hay que ver, cada lunes a la mañana, ante la morgue de Bello Monte, el ejército de reporteros que se precipita, cámaras y micrófonos en mano, hacia los parientes de las víctimas del fin de semana, de preferencia mujeres viejas desconsoladas: «¿Qué siente señora?».
Provenientes de fuentes «extraoficiales», circulan los alegatos más fantasiosos: «Hoy la tasa de homicidios [del país] supera ampliamente a 70 cada 100.000 habitantes», miente el diario El Universal (3-6-10). Los venezolanos leen y sienten que su pulso se acelera; sobre todo, cuando viven en barrios adinerados, como Altamira, Palo Grande, La Castellana. Pero el poder tiene su cuota de responsabilidad: las oficinas de prensa de las comisarías del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) fueron suprimidas, y no existe ninguna base de datos, a nivel nacional, que centralice las cifras con criterios comunes. Cada uno puede inventar el «balance récord» que le conviene, sin correr el riesgo de ser desmentido. Y sin nunca analizar las causas del fenómeno; sólo los efectos.
Territorios de exclusión
Comienzos del siglo XX: el oro negro brota del suelo venezolano. Los campesinos desheredados de los Andes y de los Llanos -sabanas que se extienden hasta el infinito- se precipitan hacia las ciudades: Maracay, Valencia, Maracaibo, Caracas. Allí hay trabajo, salarios, pueden recogerse algunas migajas del «milagro petrolero». «Invadidas», las colinas y montañas que rodean a la capital se ven rápidamente pobladas. De cualquier manera, a fuerza de ladrillos y trueques, van surgiendo construcciones precarias, sin agua ni electricidad, separadas por pasajes, callejones y abruptas escaleras. Así nacen los cinturones de miseria y, sobre este territorio de exclusión social, lo que se llama inseguridad.
Nada que no sea un clásico, le cuentan a uno aquí y allá, evocando el pasado: «Te robo un par de zapatos, un reloj, una cadena de oro, por necesidad, para sobrevivir, para tener dinero, para poder comer. Un tipo de violencia muy diferente de la que conocemos hoy en día».
El 25 de mayo se vivió un drama común y corriente en Petare: un joven fue masacrado a cuchillazos y rematado a balazos, cuando trataba de defender a uno de sus amigos que estaba peleándose. ¿Por qué? Bueno… los conflictos entre delincuentes se originan a veces por pequeñeces. Una simple bofetada, un insulto, y se declara la guerra. Las balas silban, un cuerpo cae, digamos el de El Sapo. El Pupilo lo mató. Los amigos de El Sapo lo buscan. Encuentran a su hermano. «¡Dinos dónde se encuentra El Pupilo!» El hombre balbucea que no sabe nada. Una ráfaga sanciona su ignorancia, o su sentido de la solidaridad. Al mismo tiempo, envía al cementerio al pequeño Gabikley, de cuatro años, que jugaba por allí cerca.
¿Quiénes mueren, principalmente en los barrios populares? Los que tienen entre 15 y 25 años, pobres, de piel oscura. Sólo que… «Pasas por allí por casualidad, te encuentras en medio del tiroteo y ¡zas! ¡Es para ti!». La mejor manera de hacerse matar es resistir: una bala en la cabeza por un teléfono celular, nada menos. Sobre el porqué del fenómeno, cada uno hace su análisis; los mismos que se escuchan en todas partes. «El padre no está, la madre tampoco, lo cuida la abuela, pero el muchacho se desvía. ¡Es culpa de los padres!» Violencia de género, violencia familiar, agresividad reproducida, hacinamiento…
De acuerdo, pero no demos más vueltas: «El factor fundamental es cultural: el venezolano es violento». ¡De ninguna manera! Lo que ocurre, «es una pérdida de sentido moral: ya no se roba por necesidad, sino por vicio. Se ha creado toda una escala de valores en la cual la moto, la muchacha que va en el asiento trasero, la cantidad de muertos que tienes en tu cuenta, implican respeto». Más aun cuando el alcohol corre a raudales y las armas circulan por todas partes. Se puede decir esto así, pero no olvidemos que «la televisión influye de manera determinante, con sus películas violentas y las ganas que genera, a través de la publicidad, de poseer cualquier cosa». Sobre todo porque «la pobreza se ha reducido, hay más dinero que antes en manos de la gente y, por lo tanto más oportunidades para los delincuentes». Y como «las leyes los favorecen, y ellos saben cómo usarlas, si los detienen, salen enseguida».
Curiosa paradoja: en un país donde, en diez años, la tasa de pobreza ha venido cayendo del 60% a cerca del 23% de la población, y la indigencia del 25% al 5%, las cifras de la delincuencia se disparan. ¿No habrá caído el gobierno bolivariano en el análisis reduccionista que atribuye la violencia sólo a la miseria? Es posible suponerlo. Porque, yendo a lo urgente, volcando todas sus fuerzas, y con éxito, en los programas sociales relativos a la salud, la educación y la alimentación, durante mucho tiempo descuidó la inseguridad, que se suponía iba a desaparecer como por encanto como consecuencia de los progresos logrados.
Reformar la policía
Pero, ¿qué hace la policía?, preguntamos. Como en casi toda América Latina, la policía es parte del problema, y no de la solución. «Nuestro drama -confía Soraya El Aschkar, secretaria ejecutiva del Consejo General de Policía (CGP)-, es que no tenemos una policía, ¡sino ciento treinta y cinco!» En este país federal, descentralizado -una herencia del pasado-, cada gobernador, cada alcalde dispone de su propio cuerpo de seguridad. No existe ninguna norma común, ni siquiera para la formación, a menudo confiada a ex militares que, por definición, «dan luz a instituciones más militarizadas que profesionales».
En Caracas, cinco policías municipales y la Policía Metropolitana comparten el territorio, sin coordinación, a veces incluso opuestas por divergencias políticas. En abril de 2002, elementos de tres de ellas -la Metropolitana, PoliChacao y PoliBaruta-, controladas por alcaldes de la oposición, participaron activamente en el golpe de Estado contra el presidente Chávez.
Página entera de publicidad en el diario Últimas Noticias (25-5-10): el gobernador (chavista) del estado de Anzoátegui hace pública su «tercera lista» de funcionarios expulsados de PoliAnzoátegui: veinticinco policías por, entre otras, faltas de servicio (quince), acoso sexual (dos), robo (cinco) y homicidio (uno). Represiva, desprovista de sensibilidad social, a veces implicada en la delincuencia y en los diversos tráficos, la policía es vivida como una plaga por los venezolanos. A punto tal que el Ministro del Interior, Tareck El Aissami, declaró recientemente: «El 20% de los delitos y crímenes cometidos en el país los hacen policías». Lo que lleva a El Aschkar a afirmar: «Con este modelo, desconectado de la sociedad, sin supervisión ni control interno, la violencia no disminuirá. Sólo la profunda reforma que estamos emprendiendo permitirá garantizar la seguridad».
El 13 de mayo pasado, ya consciente de la gravedad de la situación y lanzado a una carrera contra reloj, el presidente Chávez inauguró el Centro de Formación Policial (Cefopol) en la Universidad Nacional Experimental de la Seguridad (UNES) destinada a la implementación de una Policía Nacional Bolivariana (PNB). Nuevo enfoque, nuevos métodos, nueva filosofía: una formación técnica, pero también una sensibilización hacia los derechos humanos y al indispensable vínculo entre policía y ciudadanos. Mil cincuenta y ocho ex agentes de la Metropolitana, sin ningún prontuario a cuestas, fueron seleccionados, formados, y están en actividad en el barrio de Catia; con un balance alentador y una reducción sustancial de la inseguridad. Otros mil están terminando los cursos. Se hizo un llamado a los bachilleres para integrar el nuevo cuerpo que, al término de los tres próximos años, debería alcanzar los treinta y un mil funcionarios. Es mucho y poco al mismo tiempo, ya que se sabe que el resultado no será forzosamente inmediato.
Paramilitares y narcotráfico
Regreso a Ocumare del Tuy. Sentada en una silla de plástico, Sonia Manrique, miembro del Consejo Comunal, deja caer sus manos entre las rodillas: «¡Ahora, es a causa de la droga que un joven va a atacarte!». La boca de su vecino Andrés Betancur se tuerce de rabia: «Menores, con armas de este calibre, más grandes que ellos… ¿De dónde vienen esas armas? Hay organizaciones mafiosas detrás de ellos».
Un tema delicado… Según un estudio realizado en 2007, 4.200.000 colombianos viven en Venezuela, habiendo huido de su país, presentado hoy en día por muchos observadores -sin reírse- como un modelo de… «seguridad». En su inmensa mayoría son personas honestas, decentes, aceptadas y adoptadas (6). Por lo tanto, el corazón del problema puede abordarse sin ninguna xenofobia: la violencia, en Caracas, ha cambiado de naturaleza y de grado. Con la complicidad de funcionarios de los diferentes cuerpos de policía y de la Guardia Nacional, el narcotráfico que viene del país vecino no sólo ha penetrado en Venezuela -utilizándola como zona de tránsito hacia Estados Unidos y África (7)-, sino que también ha ampliado su influencia sobre Caracas y sus barrios: tráfico a gran escala manejado por los «capos»; incorporación de jóvenes marginales mediante la oferta de cocaína a muy bajo precio, cuando no regalada (en un primer momento). «Hubo un aumento significativo del consumo -confirma el diputado Jiménez- y tenemos indicadores preocupantes en cuanto al número de adolescentes afectados».
Son ellos los que, habiendo metido el dedo en el engranaje, sustraen, roban, agreden y a veces matan para comprarse la droga a la que se han vuelto adictos. Son ellos los que revenden, trafican y terminan por recibir una bala en la cabeza porque no tienen el dinero para pagarle a su proveedor a tiempo. Son sus bandas las que se enfrentan para controlar zonas enteras… «La lógica infernal de las redes importadas -nos confía uno de nuestros interlocutores- y la lucha por los ‘territorios’, producen no pocos de los cadáveres con los que se deleitan los diarios.»
¿Se trata de un fenómeno espontáneo, vinculado a la expansión de una criminalidad transnacional que, adaptándose a las circunstancias, aprovechando las aperturas, utilizando las vulnerabilidades, afecta tanto a Brasil -en las favelas cariocas- como a América Central y sobre todo a México? Tal vez. Salvo que…
La oposición y los medios de comunicación se regocijan cada vez que, sobre la base de revelaciones dudosas (8) o de testimonios de supuestos ex guerrilleros con sus rasgos disimulados, y encubiertos con seudónimos ridículos, Washington y Bogotá acusan: «Los jefes de la ‘narcoguerrilla’ colombiana se encuentran en Venezuela». En cambio, hay un silencio púdico sobre -entre otras cosas- las revelaciones realizadas a rostro descubierto por Rafael García, ex jefe del servicio informático de la policía política colombiana, el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). Encarcelado, García reveló los vínculos entre esta institución y los paramilitares de extrema derecha, actores centrales del narcotráfico; también afirmó que el ex jefe del DAS, Jorge Noguera, se encontró en 2004 con líderes paramilitares y opositores venezolanos a fin de concertar un «plan de desestabilización» y el asesinato de Chávez.
La presencia de los «paracos» (paramilitares) en los estados fronterizos de Táchira, Apure y Zulia, es conocida desde hace mucho tiempo. En 2008, el ex director general de la Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención (DISIP), Eliécer Otaiza, denunciaba «la presencia de veinte mil [paramilitares] en el conjunto del territorio nacional, [donde] llevan a cabo acciones criminales vinculadas a los secuestros, al sicariato y al narcotráfico» (9). La penetración va en aumento. Lo que oculta la prensa venezolana, un diario de Bogotá, El Espectador, lo reveló el 31 de enero de 2009 al titular: «Las Águilas Negras (10) volaron a Venezuela». Tras recorrer el estado de Táchira, el periodista Enrique Vivas relata cómo esos grupos han montado allí «estructuras ilegales y se han transformado en un poder que controla casi todo, ofreciendo hasta seguros de vida». Salvo a los miembros del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), varios de los cuales fueron asesinados en febrero y marzo de 2010.
Con la complicidad de la policía regional de Zulia, bajo el dominio de gobernadores de la oposición, los «paracos» tomaron el control de algunos barrios de Maracaibo y del comercio popular de las Playitas recurriendo a la violencia o prestando dinero. Constatación de un observador: «Las autoridades de Zulia organizan numerosos pseudo encuentros de campesinos. Hay muchos que vienen de Colombia y que… no vuelven más».
Más al interior de Venezuela, en el estado de Barinas, un habitante afirma (bajo reserva de anonimato): «Nunca hubo tantos colombianos. Compran, alquilan. Si hay un problema, ayudan financieramente a las personas. Actúan como los ‘narcos’ en Brasil. Y la violencia explotó, llegando casi al mismo nivel que en Caracas». ¿Y entonces? ¡Esa violencia bien puede ser generada por venezolanos! ¿Y cuál es el límite entre delincuentes, aunque sean originarios del país vecino, y paramilitares? «Antes, los colombianos no se instalaban en esta zona. Iban a Caracas a buscar un empleo. Y nunca habían existido aquí, en esta escala, el sicariato, las masacres, los secuestros…».
El 23 de abril de 2007, investigando el secuestro del industrial Nicolás Alberto Cid Souto, la policía del estado de Cojedes capturó una banda dirigida por un ex dirigente de las Autodefensas Unidas de Colombia (auc), Gerson Álvarez, teóricamente «desmovilizado» pero reconvertido en el financista de las Águilas Negras. En marzo de 2008, en Zulia, fue arrestado por la CICPC el jefe narco-paramilitar Hermágoras González; se le encontraron encima documentos de identidad de la DISIP y de la Guardia Nacional. El 19 de noviembre de 2009, en Maracaibo, cayó Magally Moreno -alias «La Perla»- ex miembro de las auc, conocida por sus vínculos con el DAS, con oficiales del ejército colombiano y con altas autoridades de ese país.
Muchos dan la voz de alarma. «A veces hay picos de inseguridad totalmente fuera de lo normal -señala Guadalupe Rodríguez, de la Coordinadora Simón Bolivar, en la ciudadela ‘chavista’ de 23 de Enero-. Esto se parece a una política de desestabilización.» Para Pérez, que estudia la cuestión de cerca: «Caracas se parece hoy a la Medellín de los años 1980. Se trata del mismo modus operandi. Intereses oscuros crean la inseguridad para hacer nacer un ‘para-Estado'».
«¿Podemos llegar -reflexionaba ante nosotros un diplomático venezolano- hasta hablar de infiltración de una quinta columna? ¿Hasta dónde se puede afirmar que existe un plan orquestado desde el exterior?» Sabe que el ejercicio es peligroso. Conoce la interpretación a la que, infaliblemente, daría lugar semejante denuncia: acorralado por las «revelaciones» sobre su complicidad con los «terroristas» de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), Chávez inventa una fabulosa cortina de humo -¡el «complot extranjero»!- para, por una parte, pagarles a sus enemigos con la misma moneda y, por otra, camuflar su fracaso en la explosión de la inseguridad.
Sin embargo, fue muy cerca de Caracas, en la finca Daktari, que 116 paramilitares colombianos fueron detenidos en 2004, mientras preparaban una acción desestabilizadora y el asesinato del jefe de Estado venezolano. En el barrio de La Vega, algunos días antes del referéndum del 2 de diciembre de 2007, también fueron detenidos varios más (11). Según los testimonios recogidos, algunos colombianos compran casas en las zonas populares de La Vega, Los Teques y Petare, montan restaurantes y bares en los que venden drogas a escondidas; intentan tomar el control de los juegos legales e ilegales, de las apuestas de caballos, de la prostitución, y de las empresas y cooperativas de taxis; le prestan dinero a quien lo necesita al 7% de interés, sin ninguna garantía; ofrecen su protección (que más vale aceptar) a cambio de dinero…
Para tratar de comprender las lógicas subyacentes, la observación de lo que ocurre cerca de la frontera, en Apure y, desde hace poco, en Táchira, resulta esclarecedor. Los paramilitares crearon allí el caos, multiplicando las violencias, los asesinatos y los secuestros. Desde hace poco, distribuyen panfletos en los pueblos: «Con nosotros, no más droga, no más delincuencia, ni prostitución». Provocar el pánico y luego presentarse como los «salvadores»: hay razones para sospechar de una estrategia cuidadosamente elaborada.
Un desafío mayor
Después de haber obtenido la seguridad de que no sería mencionado, un alto funcionario nos confió: «En el más alto nivel, pienso que hay una subestimación del peligro. Se sigue hablando de bandas de delincuentes, cuando en realidad nos enfrentamos a una organización, por no decir a un ejército de ocupación». ¿Exagerado? Tal vez… La experiencia de las intrigas «contra-subversivas» estadounidenses en la región no facilita la tarea a los que tratan de desenredar la madeja: ¿se trata de la emergencia de empresarios de la violencia sin una verdadera fidelidad política o de una estrategia de desestabilización?
Por el momento, con excepción de algunos barrios -como el 23 de Enero, Guarenas, Guatire- que, muy politizados, con decenas de años de organización tras ellos, controlan el «territorio», los actores sociales parecen desarmados. «Los consejos comunales todavía no están lo suficientemente desarrollados y no tienen el ojo clínico para detectar este movimiento», analiza un brasileño que trabaja con los campesinos en el estado de Barinas. Evocando los barrios «rojos-rojitos», Aníbal Espejo también constata: «La gente sabe… pero no tiene todavía la madurez política para enfrentar ese tipo de desafío».
El 13 de abril de 2002, dos días después de que el Presidente fuera derrocado, fue la movilización popular masiva la que, bajando de los barrios populares, impuso el retroceso de los golpistas y el retorno al poder de Chávez. «En caso de un nuevo intento de golpe de Estado, con paramilitares armados y bien organizados en los barrios, no será posible otro 13 de abril», se alarma el intelectual Luis Britto García. Pérez, por su parte, no mira tan lejos. Simplemente constata: «Amplificado, por no decir apoyado por los medios, el caos creado por estos grupos criminales sirve a los intereses de la derecha. Cuanto más muertos haya, más votos habrá para la oposición».
—
Notas:
1 Gerardo Zavarce, «Caracas, una guerra sin nombre», El País semanal, Madrid, 18-4-10.
2 «Situación de los derechos humanos en Venezuela. Informe anual octubre 2008-septiembre 2009», Programa venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (Provea), Caracas, diciembre de 2009-
3 «Caracas, la cité de la peur», L’Express, París, 28-5-10.
4 Raids, N° 127, París, diciembre de 1996.
5 Las elecciones legislativas tendrán lugar en septiembre de 2010.
6 520.000 recibieron la nacionalidad venezolana; 200.000 gozan del estatuto de refugiados; un millón obtuvo el estatuto de «residente»; los demás son «sin papeles». Y llegan todos los días.
7 Esto no hace de Venezuela un «narco-Estado», como intenta hacer creer Washington; o entonces Estados Unidos, incapaz de controlar sus fronteras -su mercado interno de drogas ilícitas supera los 60.000 millones de dólares (al precio de venta al detalle)- se coloca en la primera fila de esos Estados-canalla. Según la Oficina Nacional de Drogas, las autoridades venezolanas incautaron cerca de 28 toneladas de drogas en el territorio nacional desde principios de 2010. El pasado 13 de julio, tres narcotraficantes, entre ellos Carlos Alberto «Beto» Rentería, jefe del cartel colombiano del Norte del Valle (capturado en Caracas el 4 de julio), sobre el que pesaba una orden de arresto de Interpol, fueron extraditados a Estados Unidos
8 Véase Maurice Lemoine, «Colombia y el ciberguerrillero», Le Monde diplomatique, edición Colombia, julio de 2007.
9 Últimas Noticias, Caracas, 6-3-08.
10 Las Águilas Negras: grupo reformado después de la desmovilización de los paramilitares en el marco de una ley controvertida, denominada «Justicia y paz», en 2005. Sobre este tema, veáse Carlos Gutiérrez, «Desmovilización de paramilitares: Colombia, el reino de la impunidad», Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, octubre de 2005.
11 Vea, Caracas, 17-4-08.
Fuente: http://eldiplo.info/mostrar_articulo.php?id=1132&numero=92
Texto completo en la edición impresa de Le Monde Diplomatique (edición Colombia) del mes de agosto 2010
rCR