«Los empleados públicos están de enhorabuena. Su sacrificio dentro del plan de ajuste no ha sido en vano. El tijeretazo salarial ha evitado que el Gobierno se vea forzado a tomar la más terrible de las medidas, a todas luces la más indeseable: incrementar los impuestos a las rentas más altas. Porque ¿no es acaso […]
«Los empleados públicos están de enhorabuena. Su sacrificio dentro del plan de ajuste no ha sido en vano. El tijeretazo salarial ha evitado que el Gobierno se vea forzado a tomar la más terrible de las medidas, a todas luces la más indeseable: incrementar los impuestos a las rentas más altas. Porque ¿no es acaso infinitamente más justo quitarles unas perritas a los funcionarios para reducir el endemoniado déficit, o incrementar el IVA, y así repartir el esfuerzo económico entre muchos, que subir las cargas fiscales a unos cuantos ricos que ya bastante trabajo tienen con sacar brillo a sus ferraris o lucir sus alhajas en los saraos sociales?».
A la ministra de Economía, Elena Salgado, le sobraron decenas de palabras en la rueda de prensa. Le bastó decir que «la arquitectura fiscal española es suficiente para que el Gobierno ejecute su plan de saneamiento de las cuentas públicas». Todos entendimos que así descartan la subida de impuestos a las rentas más altas, anunciada en mayo por Zapatero para distraer a los irritados funcionarios; y luego rescatada fugazmente por el ministro José Blanco, cuando amagó con homologar los impuestos españoles a la media europea (nuestra presión fiscal es ocho puntos inferior). Ahora mismo un incremento fiscal supondría un escollo para una alianza presupuestaria con el PNV y otros grupos nacionalistas; y además es considerado innecesario, una vez conocido el dato de que el déficit público se ha visto reducido a la mitad en julio, a causa del IVA y, sobre todo, gracias al zarpazo al sueldo de los funcionarios, aplicado ya en la nómina de junio.
Y es que la ministra Salgado prefiere la vía de reducir gastos en lugar de incrementar ingresos, y el sistema fiscal español le parece suficientemente progresivo; si acaso susceptible de «pequeños ajustes». Sin embargo, la realidad es que el principio de la progresividad fiscal se viene despreciando -también en tiempos de crisis-, en pro del utilitarismo político y la consagración de la desigualdad, adoptándose en su lugar el de la regresividad, principio fiscal mediante el cual se le facilita la vida a los más ricos, repartiendo la carga entre el resto. Y hay sobrados ejemplos: el tratamiento fiscal que se les permite a las sociedades de inversión (sicav) que sólo tributan el 1% de sus beneficios; la reducción del tipo máximo del impuesto sobre la renta del 45 al 43 %, a pesar de que el 40% de los ingresos fiscales procedía en 2006 de rentas superiores a 60.000 euros anuales; la eliminación del impuesto sobre el patrimonio, aunque aquellos con un patrimonio superior al millón de euros aportaban el 40% de lo recaudado por esta vía; la rebaja fiscal del 43 al 18% en el tipo aplicado a las rentas de capital mobiliario de los accionistas de la Banca aprobada hace dos años; o la reciente subida del IVA; y esto sin entrar en las bolsas de fraude fiscal de profesionales liberales y grandes empresas, en las que no se les permite hurgar a los técnicos de Hacienda.
«Reducir impuestos es de izquierdas», dijo hace tiempo Zapatero. Pero no, señor presidente, no lo es; y muchísimo menos cuando las reformas fiscales o la inacción tienen como beneficiarios cuasi-estructurales a los más ricos.
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