Llevo varios años escribiendo una novela en la que el alzheimer se revela como síntoma y símbolo de España y de su historia reciente, un país donde la memoria ha sido sustituida por fantasías impúdicas y fábulas mayororejescas, cuando no por un vacío atroz. Cuando se compara con otros países (especialmente con Alemania o Italia) […]
Llevo varios años escribiendo una novela en la que el alzheimer se revela como síntoma y símbolo de España y de su historia reciente, un país donde la memoria ha sido sustituida por fantasías impúdicas y fábulas mayororejescas, cuando no por un vacío atroz. Cuando se compara con otros países (especialmente con Alemania o Italia) la absoluta desvergüenza que significan los miles y miles de muertos anónimos enterrados todavía en las cunetas, la infame sombra de una cruz colosal apaciguando el sueño de un genocida gallináceo o la perduración de una inverosímil fundación destinada a limpiar sus crímenes, se olvida un hecho fundamental: España es el único país de Europa donde el fascismo triunfó y campó a sus anchas durante cuatro décadas, gracias entre otras cosas a la tutela del amigo americano. Con ser bestiales e intolerables, lo verdaderamente imperdonable del franquismo no son los crímenes cometidos durante la contienda, sino los treinta y tantos años de asesinatos, torturas y violaciones inflingidas a una población indefensa por las fuerzas del Estado y bajo el imperio de la ley.
Así fue la dictadura, el libro de Pablo Ordaz y Antonio Jiménez Barca publicado por editorial Debate, da voz a diez españoles que en un momento u otro de sus vidas (a veces ese momento duró décadas) sufrieron la violencia arbitraria del régimen franquista. Una muestra necesariamente breve y fragmentaria, pero también perentoria e imprescindible, de lo que en verdad suponía vivir en ese país ceniciento, humillante y brutal: la falta de derechos, el desamparo institucional, el miedo constante.
Por sus páginas desfilan Juana Doña, una militante comunista cuya condena a muerte fue conmutada por treinta años de prisión; Domingo Malagón, un pintor que sacrificó su vocación de pintor para falsificar documentos; Gerardo Iglesias, un minero que participó en las huelgas de Asturias; Ignacio Latierro, el librero de San Sebastián que luchó contra la censura, fundó la librería Lagun y soportó primero la violencia de los guerrilleros de Cristo Rey y después la de ETA; Víctor Díaz-Cardiel, el sindicalista que pasó nueve años en la cárcel por difundir propaganda contra la dictadura; Mariano Gamo; un cura cuyo padre fue asesinado por los anarquistas en 1936 y que acabó por prestar su parroquia a diversas organizaciones obreras; Paca Sauquillo, la abogada laboralista que se especializó en defender a trajadores represaliados y cuyo hermano Javier fue una de las víctimas de la matanza de Atocha; Gonzalo Sánchez, un jornalero sevillano que se pasó la vida luchando por reivindicar derechos laborales básicos; Federico Armenteros, un homosexual que sufrió los estigmas impuestos desde el catolicismo oficial y a quien le costó décadas aceptar su naturaleza; Azucena Rodríguez, una directora de cine que en la adolescencia pisó varias cárceles.
Escucharlos es aprender de sus labios una parte hurtada a nuestra historia reciente, la más dolorosa, la más olvidada, la más apremiante. Como le respondió Gonzalo Sánchez a un vecino que le afeó en plena calle, al estilo de Pablo Casado, que ya habían pasado ochenta años y siempre estaba acordándose de los muertos sin nombre: «Sí, es verdad, han pasado ochenta años, pero todavía no se ha hecho justicia. Nuestros abuelos están enterrados por ahí y no sabemos dónde. Y mira, ese canal (se refiere al Canal de los Presos, terminado por presos políticos y que alimentaba gratis las cosechas de los terratenientes) lleva toda la vida regando cientos de hectáreas gracias al esfuerzo de tantos hombres que, después de perder una guerra, después de ser machacados, tuvieron que quedarse seis, siete o muchos años más trabajando a la fuerza. ¿Tú sabes lo que es eso, que en la flor de la vida pierdas una guerra y encima te condenen a trabajar de esclavo?»
Kundera escribió que la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido. Santayana actualizó una vieja sentencia de Confucio: «El pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla». Este libro, uno de los pocos en su género sobre la dictadura franquista, es un remedio contra ese alzheimer pertinaz que se empeña en reescribir la historia como no ocurrió y en tachar los horrores que durante tanto tiempo sucedieron.
Fuente: https://blogs.publico.es/davidtorres/2018/08/22/asi-fue-la-dictadura/