Augusto Céspedes (Cochabamba, 1904-1997) alias “El chueco”, fue un autor boliviano que escribió novelas, cuentos y crónicas como: Metal del diablo (1946), El dictador suicida: 40 años de historia boliviana (1956), El presidente colgado (1966), Trópico enamorado (1968), Salamanca o el metafísico del fracaso (1973), Crónicas heroicas de una guerra estúpida (1975), las dos queridas del tirano (1984).
Más allá de los escritores y críticos literarios de su país, aquellos que en 1957 ya lo reconocen con el Premio Nacional de la Cultura, consideró (más allá de su excelente pluma) que Augusto Céspedes es un escritor extraordinario. ¿Por qué afirmó esto? Porque a diferencia de la gran masa de escritores de la región, sus personajes centrales (él mismo) además de ser hombres tremendamente apasionados, ser sujetos atravesados por el amor, el orgullo o la búsqueda del reconocimiento de sus pares, son seres ejecutantes. No esquivan el pensamiento político y su accionar. En todos sus libros, sus personajes, piensan la política como una acción, como un espacio que cuando no se tiene, se debe ocupar.
Subrayo: no basta con el compromiso desde “el papel”. No son humanistas o escritores comprometidas y comprometidos a lo Jean Paul Sartre o Simone de Beauvoir, menos aún, a lo Julio Cortazár, en síntesis: “no son intelectuales de salón” (ahora, actualizándome, debería decir: “intelectuales de las redes”), sino que son personajes que se manchan, que tienen sangre en las manos, son sujetos con olor a sangre, con sangre de mestizos
En este sentido, entre tantas y tantos escritoras y escritores, Augusto Céspedes es extraordinario, y esta afirmación la hago sin contar siquiera su trayectoria de vida como soldado en la Guerra del Chaco 1932-1935, como fundador del Movimiento Nacionalista Revolucionario de Bolivia con muchos de sus compañeros ex combatientes, también dejo de lado sus peripecias como exiliado político (cárceles, torturas, persecuciones), su recorrido político como diputado opositor y oficialista (1944-1958), revolucionario en aquella gesta nacional y popular boliviana de 1952, tampoco hago mención de su vida como diplomático – embajador en Paraguay (1945) , Italia, Francia (1961) y finalmente, tras la irrupción de los gobiernos militares liberales en Bolivia después de 1978, embajador de la UNESCO.
Pero, claro está, Augusto Céspedes habla por sí mismo, y aquí simplemente mi función es inducirlo a usted, lector, a leer este escritor nuestro americano, que considero como extraordinario e imprescindible para nuestra cultura.
Aquí va un fragmento, a modo de muestra gratis, de uno de sus libros más conocidos: Sangre de mestizos. Relatos de la Guerra del Chaco, publicado por primera vez en Santiago de Chile en 1936. Escribe Céspedes:
“Fue un húmedo día de febrero, cuyo atardecer se incinero entre nubes de ceniza como un cadáver cerrado en ánfora de plomo. El monte se obscureci6 y el viento del sur tendió acuosos alambres de frescura, que a través de las ramas llegaban a enredarse alrededor de la carpa. Anochecido, comenzó a llover bajo la pálida luz nublada de la luna invisible, que las ramas incógnitas artillaban desde el silencio con alarmas intermitentes. Me acosté debajo de mi carpa, tendido en mi lecho, y a través del mosquitero vi desaparecer la vaga claridad aprisionada entre los árboles. Sobre la carpa tamborileaba la lluvia, también intermitente como un tiroteo de ametralladora. Desde la frágil trinchera del mosquitero contemple más tarde como, aprovechando de la fuga de la lluvia, trasladada de pronto hacia algún ignoto rincón del monte, volvió la luna a introducirse en el claro del bosque, deslizándose tímidamente sin animarse a vaciar todos sus rayos en el suelo húmedo y limitándose a prender la luz de gotas de agua en algunas hojas. Poco después todo calló y fue en ese momento que algo se interpuso entre el silencio y yo. Cuando ya me introducía en el suelo, escuche primero un vago rumor de pasos sobre la hierba y luego un tropezón en una de las cuerdas que sujetaba la carpa de una estaca, junto con el sonido metálico de mi jarro de aluminio colgado del árbol inmediato. A1 mismo tiempo la mano del viento derramó de lo alto del árbol a la carpa un pufiado de gotas de agua.
Yo pregunte: —¿Quién es? Ninguna respuesta.
Con voz más gruesa requerí: — ¿Que hay?…
Entonces el desconocido dijo: — Busca en vano, porque la linterna no está ahí sino en el bolsillo de la blusa que ha dejado usted colgada en esta rama. Me acorde que eso era cierto, y el dialogo continuó en esta forma:
YO.— Verdaderamente. Pero la exactitud de su date me hace presumir que usted ha hurgado previamente mis bolsillos. jEs el colmo!
EL.— Nada de eso. Si yo estoy aquí no es con mala intención, sino porque me he extraviado.
YO.— Su extravió no justificaría que, al mismo tiempo, que se extraviase mi linterna.
EL.— No, no. Esta usted equivocado en sus suposiciones. Si no quiero que me contemple con el reflector es porque no deseo darle un espectáculo desagradable. Es preferible que sólo me vea usted con está que los astrónomos llaman «luz difusa» y no con el farol eléctrico, por qué se asustaría gravemente.
YO.— ¿Es usted tan feo que podría asustar a un soldado que ha visto de frente a hombres como los coroneles Ortiz y Mostajo y el doctor Tejada Sorzano?
EL.— Debo explicarle, distinguido camarada, que mi caso no consiste en una anomalía física, sino, más bien, en una fealdad metafísica. Sepa usted de una vez, que yo soy un espectro sin cabeza!…
Acostumbrado a ver en la guerra innumerables seres sin cabeza, respondí sin sobresalto:
YO.— No lo dudo. Pero, aun así, espero que satisfará mi deseo de saber que quiere usted.
ÉL.— Ya le he dicho que me he extraviado. Iba hacia el este, pero como soy casi gaseoso, el viento sur me ha arrastrado hasta aquí. Ahora, si usted me lo permite, podría esperar el amanecer en este banco de toborochi. De seguir andando temo sobresaltar a algún centinela.
YO.— Si. Sería lamentable que, ignorando la calidad de sombra de la que se trata, le diesen un tiro. Pero ahí sentirá mucho frio.
ÉL.— jDe ninguna manera! No siento frio, porque soy abstracto. Diciendo eso se sentó en el asiento de toborochi. Yo trate de dormir, pero la proximidad del desconocido se filtraba a través del mosquitero. Blandamente se dibujaba su sombra acurrucada, diluyéndose en el recipiente acuoso que formaba el claro del monte. Entable conversación de nuevo:
YO.— ¿Y… a que unidad pertenece usted?
ÉL.— Nominalmente estoy enterrado en el cementerio de Puesto Escobar. Salgo de alla con objeto de molestar a mi matador.
YO.— Ajaaa… ¿Y lo consigue usted?
ÉL.— En cierto modo. Me introduzco en su sueño y, tomando una forma aterradora, le aprieto el coraz6n. Entonces grita y su grito atraviesa su sueño como una aguja y llega hasta su boca. Eso me divierte.
Las sádicas aficiones del fantasma me interesaron.
YO.— Hallo en usted desviado de sentido de la venganza. ¿Cómo es posible que un hecho colectivo e impersonal como la guerra concrete la responsabilidad de su muerte a un solo individuo?
Él.—Como que del hecho impersonal resultó un daño personalísimo para mí.
Yo.—No es lógico que en una guerra internacional busque represalia por un agravio personal.
Él.—Sin embargo, admitirá usted que el agravio ha sido bastante grave. ¡Se trata de mí cabeza!
YO.— No tanto, no tanto… Por otra parte, aparentemente usted fue herido por un pila, pero, realmente, por una fuerza irresponsable. El soldado no es aut6nomo, es s6lo un instrumento auxiliar acoplado a la ametralladora o al fusil, y usted considerara lo ridfculo que seria. a tftulo de represalia, ir a turbar el sueño de una ametralladora.
ÉL. —;Pero habrá alguien, algún culpable de mi de capitaci6n!
YO. —Esa culpabilidad es imposible de concretarse individualmente. Es cruel pensar que si en época de paz la burguesía moviliza toda una maquinaria jurídica y policiaria para indagar la responsabilidad de un solo homicidio o una aislada estafa de 200 pesos, en la guerra de 1914 no se ha aplicado el mismo procedimiento porque los delitos cometidos en serie ya no son delitos sino fenómenos históricos. Es cuestión de estadística.
ÉL. —Pues bien, dentro de esta estadística, yo no soy sólo un número sino un hombre. ¡Y un hombre necesita venganza!
YO.— Justo. La venganza es la gran fuerza del equilibrio moral y deben exigir con más pasión los que han muerto que los que vivimos. Pero para ejercitarla tenga en cuenta esto: en nuestra habitual existencia de paz, andamos aplastándonos unos a otros, obligados por una interdependencia de hechos ocultos, de determinaciones misteriosas y de móviles lejanos, que nos dejan un pequeñísimo margen de libertad. En la guerra, ese pequeño margen desaparece, ya que nos sumergimos totalmente dentro de un sino diab6lico e incontrolable, y no somos responsables por matar o por hacernos matar… Me interrumpió la carrofia, con voz cavernosa y airada:
—¡Esa es una filosofía de hombre acostado! —dijo—. ¿Mi venganza está mal encaminada? La rectifico, y en lugar del soldado que me mató, le dirigiré contra el que lo mandaba.
Se me había quitado el sueño, y me entretuve en destruir a aquella pobre alma.
YO.— Es tan difícil… Hay tantas potencias que mandan en el Chaco…
ÉL.— jComo tantas! Bolivia y Paraguay no mas, hua….
YO.— Eso es lo que usted ve, y lo que ven nuestros putridos estadistas. No ven que la guerra del Chaco es una empresa de carnicería en que Bolivia y Paraguay se matan trabajando en beneficio de un trust anónimo que ha afilado la flecha del Paraguay. Desde alla Ayala, Guggiari y los bellacos de Asunci6n, llevados por apetitos electoralistas, intervienen en la carnicería con la participación de sangre de proletariado paraguayo, a falta de dinero. Por su parte, el pueblo boliviano es entregado por sus caudillos los zorros políticos que permitieron, con su acuerdo tácito o expreso, a su símbolo don Daniel Salamanca acuotarse a la matanza con la materia prima de la riqueza y la sangre bolivianas. Pero eso s6lo no habrá bastado. Hay algo más: la oligarquía conservadora argentina que por medio de sus conductores Justo y Saavedra Lamas encendió el motor de la penetraci6n territorial con vistas al petróleo.
ÉL.— ¿Quienes son Justo y Saavedra Lamas? >
YO.— Unos dignos caballeros porteños que no han oído un tiro en su vida, especialmente el General. Este es pariente de don Carlos Casado, concesionario de casi todo el Chaco, y es también Presidente de la Argentina. El segundo es un internacionalista, o sea, un doctor que busca celebridad jugando a la guerra.
ÉL.— ¿Nada más? Yo solo los reviento a todos.
YO.— Algo mas hay. Una sociedad petrolera.
ÉL.— ¿La Standard?
YO.— La
Standard, gracias a la estupidez de los politicos bolivianos no se siente
ligada a la guerra ni a la suerte de Bolivia, sino a las consecuencias que le
convengan. La Standard, negro dios petrolífero, vera impasible morir a los
indios bolivianos al pie de sus torres de acero, entretanto que el gobierno
boliviano —que ante el mundo aparece como su socio— no sólo no recibe ayuda
agropecuaria sino que debe comprar gasolina de la Argentina, el Perú y los
Estados Unidos para defender esos pozos. ¿Que le parece?
Facundo Di Vincenzo. Profesor de Historia – Universidad de Buenos Aires, Doctorando en Historia– Universidad del Salvador, Especialista en Pensamiento Nacional y Latinoamericano – Universidad Nacional de Lanús, Docente de Historia Social y Política Latinoamericana, Historia Social y Política Argentina, Historia Moderna y Contemporánea, Historia Moderna y Contemporánea, Historia Social Latinoamericana, Procesos Históricos Mundiales, Seminario Manuel Ugarte “Pensador de la Nación Latinoamericana” e Investigador del Centro de Estudios de Integración Latinoamericana “Manuel Ugarte”, Universidad Nacional de Lanús, Columnista Programa Radial, Malvinas Causa Central, Megafón FM 92.1