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Aumenta el proteccionismo agrícola en EEUU

Fuentes: economíaSur

El Congreso de los Estados Unidos acaba de aprobar una polémica nueva ley agrícola -las que se conocen como «farm bill»- con la cual el subsidio a la actividad agropecuaria en ese país asciende a la astronómica suma de 289 mil millones de dólares por los próximos cinco años. La nueva ley entró en vigencia […]

El Congreso de los Estados Unidos acaba de aprobar una polémica nueva ley agrícola -las que se conocen como «farm bill»- con la cual el subsidio a la actividad agropecuaria en ese país asciende a la astronómica suma de 289 mil millones de dólares por los próximos cinco años. La nueva ley entró en vigencia luego de haber sido vetada por el presidente G. Bush, pero ratificada por mayorías especiales parlamentarias, que no solo contaron con el apoyo de la oposición demócrata, sino también con buena parte de los representantes oficialistas. Dentro de EE.UU la nueva farm bill ha suscitado críticas y adhesiones, pero para América Latina una cosa es clara: el mantenimiento de los subsidios va en contra de los intereses latinoamericanos y de las aspiraciones respecto al avance de la Ronda de Doha.

Las farm bill tuvieron en sus inicios (desde los primeros años de 1930 hasta la década de 1960) como propósito fundamental el intentar que el ingreso de los agricultores norteamericanos se mantuviera en un nivel similar al ingreso de las comunidades urbanas. En ese período el ingreso rural en Estados Unidos era en promedio apenas el 51% del ingreso urbano (o más en general, del ingreso no rural). La situación era delicada además, porque hacia 1930 uno de cada cuatro estadounidenses vivía en zonas rurales, en contraste con lo que sucede actualmente, donde no alcanza a una persona cada 50. El problema principal en aquellas épocas era enfrentar el bajo precio relativo de las commodities alimenticias, que repercutía en bajos ingresos rurales. Las especificidades de la actividad agrícola llevaron a una intervención cada vez mayor del Estado en el sector, dirigiéndose a cultivos tales como trigo, maíz, algodón, arroz, tabaco y más adelante soja.

Pero lo que en un momento fue una necesidad social y económica que afectaba a grandes proporciones de la población nacional, y sirvió para mejorar la calidad de vida de millones (en especial luego de la Gran Depresión) se fue transformando en una herramienta de los gobiernos con la cual expresar sus ideologías y responder a distintos lobbies. Es que los tiempos cambiaron, y la situación de los agricultores norteamericanos dista de ser la de los años de la post depresión y post guerra. Los avances mecánicos y biológicos han permitido impresionantes aumentos de producción gracias a las mejoras en la productividad (la productividad aumentó 49% entre 1950 y 1970). Esto ocasionaba que, lejos de sostener los precios a través del control de la oferta -con los subsidios a agricultores- el resultado era más producción y por lo tanto la presión sobre los precios a la baja aumentaba.

La última ley agrícola en particular ha provocado reacciones contrapuestas dentro de los EE.UU.: ha sido tanto criticada a ultranza como defendida con creces. Mientras los partidarios de la ley sostienen que la mayoría del dinero considerado en el proyecto va a parar a los sectores de menores ingresos con las transferencias de bonos para alimentos (food stamps), los críticos colocan como principal argumento que se está desaprovechando la mejor oportunidad para dejar de lado (o al menos reducir sensiblemente) la ayuda estatal a los agricultores y tender a liberalizar el sector, en un momento en que los precios de las commodities alimenticias baten records. En este sentido, los subsidios agrícolas norteamericanos serían más innecesarios que nunca.

Entre los sectores beneficiados en la nueva ley se encuentran: la industria de la madera, que obtendrá una reducción impositiva de 260 millones de dólares; la industria salmonera de la Costa Oeste, que se beneficiará con 170 millones; a los criadores de caballos de carrera, les tocará un recorte impositivo de 93 millones, y unos «modestos» 15 millones irán a subsidiar a los productores de espárragos. Ninguna de estas ramas parece ser de primera necesidad para la seguridad alimentaria del país; en contrapartida, si bien se subsidia la producción de maíz, el 25% de la misma se destina al etanol elaborado en base a esa materia prima, lo que resulta en que a la hora de comprar alimentos, lejos de tener un precio más bajo, el consumidor tenga que pagar un precio más alto por ese maíz.

Otra razón de peso para criticar la nueva farm bill, es que el gobierno destinará anualmente miles de millones de dólares a subsidiar agricultores que ganan hasta unos 750.000 dólares netos en el año. Esto significa que la mayor parte de esta «ayuda» va para empresarios agrícolas que tienen una posición económica más que solvente. Es más, ese ingreso tomado como techo equivale a más de diez veces el ingreso familiar promedio en EE.UU. Los 750.000 dólares de referencia se aplican a un solo programa de subsidios, que son desembolsados independientemente de las condiciones del mercado e incluso de si la tierra está siendo trabajada en la actualidad. En este marco, lo establecido por la ley aparece como absurdo, tanto desde el punto de vista económico como de justicia social.

En lo que respecta a América Latina y otros países en desarrollo, la medida es ampliamente contraria a los intereses de estas economías: el hecho de mantener o incrementar los subsidios a ciertos sectores agrícolas competitivos de las economías emergentes, no solo va en contra de la liberalización del comercio que tanto han defendido y promocionado los norteamericanos en sus discursos, sino que ataca directamente la posibilidad de que los productos agrícolas latinoamericanos se inserten en ese mercado. Las consecuencias ambientales de este tipo de medida no son menos importantes y se refieren por ejemplo a la promoción «forzosa» de producciones que no son las más adecuadas para los ecosistemas de ese país, produciendo consecuencias negativas por ejemplo sobre los suelos y recursos hídricos. El caso del etanol puede considerarse como el más controvertido, pero no es el único caso. Muchos bienes primarios latinoamericanos, producidos en condiciones naturalmente más ventajosas y sustentables pierden competitividad frente a las medidas proteccionistas estadounidenses.

A los productores norteamericanos de azúcar, por ejemplo, se les promete el 85% del mercado doméstico con la nueva ley. Esta medida que perjudica a la exportación latinoamericana de este cultivo, tiene además como contrapartida que se pierdan de las arcas estatales 1.300 millones de dólares por 10 años, a la vez que los consumidores pagarán 2.000 millones de dólares extra al año por el azúcar que consuman, dados los altos precios. Ejemplos como este (en los que aparentemente nadie sale beneficiado) hacen que uno se pregunte cuál es el motivo de este tipo de medidas. Lamentablemente, la primera respuesta que surge es que el poder de ciertos grupos minoritarios (azucareros en este caso) es tan enorme que logra mayores y extraordinarias ganancias a costa de una mayoría perjudicada, que incluso traspasa fronteras.

Los precios internacionales más altos reportan importantes beneficios por exportaciones, en particular a grandes productores agrícolas, que gracias a la nueva farm bill, acumulan y concentran cada vez mayor parte del ingreso. Esto va acompañado de un proceso de concentración de los propios recursos naturales por parte de las mayores empresas agro-alimentarias de ese país. La contracara de esta ley (que se preocupa de la seguridad alimentaria dentro de fronteras a través de los bonos alimenticios) es la crisis alimentaria en países pobres, donde no hay posibilidades de ayuda directa de los gobiernos y donde la mayor parte del ingreso de la población es gastada en alimentos.

Una muestra clara del poder de los «agribusiness» es, por ejemplo, la evolución de los beneficios de una de las más grandes empresas del sector agrícola, Cargill en los últimos años. Los beneficios de esta mega compañía aumentaron cerca del 1000% (desde 280 millones de dólares en el año fiscal 1997- 1998 a 2.340 millones en el 2006-2007). A esto hay que sumarle los 35 mil millones de subsidios indirectos de los que disfruta la industria de animales, a través de la compra de granos para alimentar a los animales que produce, a un 20% o 25% por debajo del costo de producción. Esas fábricas de animales en general son propiedad y están controladas por corporaciones como la misma Cargill.

Este proceso perverso que lleva a mayor concentración, también está conduciendo a creciente especulación en torno a la producción agrícola, que como muchos dicen, es mucho más grave que la mera especulación financiera tradicional, al estar en juego «activos» de primera necesidad para la supervivencia.

Algunos, no tan preocupados por la soberanía alimentaria de los países del tercer mundo sino más por las negociaciones internacionales, sostienen que la aprobación de la ley agrícola constituye un paso hacia atrás en la arena multilateral. Es que se ha puesto en riesgo el avance y finalización de la Ronda de Doha en el marco de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que está estancada desde hace años y de la que se espera que tenga un final no demasiado lejano. Esto podría suceder cuando países del norte y del sur se pongan de acuerdo en las concesiones recíprocas en cuanto a bienes agrícolas y bienes industriales y servicios, respectivamente. Hasta ahora, en acuerdos bilaterales con países latinoamericanos, EE.UU. se ha excusado por el tema agrícola diciendo que no tratarían el asunto de los subsidios hasta tanto se encontrara una solución en la Ronda de Doha, lo que equivalía a decir que la Unión Europea también debía estar dispuesta a eliminar o reducir los de su continente.

En recientes reuniones en Ginebra, el embajador ante la OMC de Estados Unidos, Peter Allgeier afirmó que los aranceles promediaban 3,5% bajo las reglas de OMC, y llegaban incluso a un 1,3% en el caso en que preferencias como las otorgadas a África eran tomadas en cuenta. Sin embargo, representantes brasileños sostuvieron que ese país enfrenta en promedio nada menos que un arancel del 21%, cuando exportan a EE.UU. justamente a causa de los picos que se dan en ciertos productos, mientras que los bienes norteamericanos que ingresan a Brasil promedian solamente un 11%.

Parece ser que los bienes agrícolas son cada vez más sensibles para todos los jugadores globales. Pero en esta lucha de quien tiene relativamente más «sensibilidad» a dichos bienes, los países más ricos y prósperos deberían dar señales de solidaridad frente a los que corren serios riesgos de morir de hambre. Mientras tanto, el lobby rural en EE.UU. sigue demostrando que tiene extraordinario poder. Como expresa el propio «The Economist»: «La mayoría de los legisladores probablemente saben que la farm bill es una vergüenza, pero ellos votaron por la ley de todos modos de forma abrumadora, revelando el don cínico del lobby de los agricultores. Los promotores de la ley asustaron a los congresistas urbanos sobre perder dinero para los bonos de alimentos, un programa contenido en la ley. Asustaron a los congresistas rurales preocupándolos por ofender a los agricultores».