La aprobación el pasado 10 de Junio por los Ministros de Trabajo de la Unión Europea de la propuesta de la Comisión de una revisión de la Directiva de ordenación del tiempo de trabajo, que pretende ampliar la jornada laboral hasta 60, 65 o incluso 78 horas, simboliza el retroceso que en materia de conquistas […]
La aprobación el pasado 10 de Junio por los Ministros de Trabajo de la Unión Europea de la propuesta de la Comisión de una revisión de la Directiva de ordenación del tiempo de trabajo, que pretende ampliar la jornada laboral hasta 60, 65 o incluso 78 horas, simboliza el retroceso que en materia de conquistas sociales se viene produciendo en Europa y pone de manifiesto la grave crisis del Estado social o del bienestar.
Los derechos sociales y el bienestar material que gran parte de la población trabajadora occidental parecía haber logrado irreversiblemente, como consecuencia de las luchas obreras de finales del siglo XIX y del primer tercio del XX y del compromiso de clases alcanzado después de 1945 se han visto seriamente amenazados en los últimos años de «globalización neoliberal», en los que se han invalidado nexos causales como el de producción-ocupación, salario-productividad y ha disminuido el papel del Estado nación como agente del proceso de acumulación y como regulador, mediante la política fiscal, de la distribución de la renta.
Paralelamente este capitalismo desregulado ha ocasionado la división de las clases trabajadoras, con un sector de obreros con empleos estables cada vez más minoritario y un creciente número trabajadores con empleos precarios, cuando no en situación de exclusión como los asalariados con sueldos bajo el umbral de pobreza (working poors), a los parados de larga duración, mujeres a cargo de hogares monoparentales e inmigrantes, legales o ilegales.
Esa fragmentación del mundo laboral y el cambio de la tipología tradicional de las formas de empleo y de las relaciones de producción, lleva un creciente proceso de individualización de las relaciones sociales y económicas, con un predominio de la negociación individual de las condiciones de trabajo frente a la negociación colectiva. Así, en la referida propuesta de la Comisión se introduce la claúsula opt-out, o acuerdo privado por le cual empresario y trabajador pueden firmar un incremento de la jornada laboral, peligroso precedente de remisión a la negociación particular entre trabajador y empresario, mediante la ficción jurídica de raíz liberal, contenida ya en el Código civil napoleónico, de acuerdo con la cual los trabajadores son propietarios libres de su fuerza de trabajo y, por tanto, con la misma capacidad jurídica que el resto de propietarios para realizar actos y negocios jurídicos, sin coacciones, ni condicionamientos.
Por el contrario, para la tradición republicana el trabajo asalariado es una forma de esclavitud a tiempo parcial o una especie de esclavitud limitada (Aristóteles) del trabajador respecto de los empleadores, propietarios de las condiciones objetivas de trabajo, ya que sólo puede trabajar con el permiso de estos (Marx). Y es indudable que el chantaje de la necesidad y de la subordinación imperante en las relaciones laborales, a pesar de la constitucionalización de los principios derecho del trabajo, se ve incrementada en el caso de la contratación y negociación individual cuando carece de los contrapesos adecuados y de los vínculos de solidaridad de clase, articulados como formas colectivas de representación y mediación, como sucede con la actual crisis de los sindicatos obreros clásicos.
Por tanto, la reforma de la jornada laboral conduce a no a «una redefinición del tiempo de trabajo» sino a una sustitución del concepto de jornada laboral por el de disponibilidad laboral que, de facto, ya se ha producido en muchos sectores laborales, lo que puede llevar a situaciones aberrantes propias del trabajo servil, ya que también se pretende que se considere únicamente tiempo de trabajo los periodos de realización efectiva del mismo, con independencia de la permanencia en el puesto de trabajo a disposición del empleador, no computándose los denominados «periodos inactivos de atención continuada» a efectos salariales o de descansos diarios o semanales, lo que rompe las actuales bases de la relación laboral e introduce incertidumbres relativas a protección social. Por ejemplo, ¿se considerará accidente laboral el ocurrido en esos periodos «improductivos»?.
Ante esta tendencia a socavar los derechos laborales más básicos es necesaria la reacción de la izquierda y la movilización social, pero en ningún modo ese combate debe limitarse a mantener posiciones meramente conservadoras de lo que se pueda salvar del Estado social, reivindicando más empleo y mejores salarios, como rutinariamente repiten los sindicatos «oficiales», incluso renunciando a derechos adquiridos a cambio de recuperar algo de poder adquisitivo de los salarios o de mantener los puestos de trabajo.
Hay que ser conscientes que la flexibilización, eufemísticamente llamada por algunos «flexiseguridad», viene determinada porque el empleo ha dejado de ser la principal forma de integración social, al haberse roto el modelo de pleno empleo de sobre el que giraba el Estado del bienestar. La situación actual del mercado laboral se caracteriza por una inseguridad que no tiene tanto que ver con la disminución del volumen de trabajo como por el dominante principio neoliberal de abaratar para las empresas el coste de la partida «salarios», lo que lleva inevitablemente a la precarización de la situación de los trabajadores y al deterioro de los derechos laborales.
En este contexto, el desempleo es un ya un fenómeno estructural. Ningún trabajador activo tiene la certeza de disfrutar de un empleo para toda la vida, ni de cotizar la suficiente para generar el derecho a una pensión de jubilación en el futuro, ya que las trayectorias laborales son fragmentarias e inciertas y los gobiernos han recortado las prestaciones públicas y endurecido los requisitos para acceder a las mismas. Al mismo tiempo los índices de pobreza aumentan y por debajo de su umbral están muchos asalariados.
Por otro lado, las mujeres, legítimamente, reclaman su incorporación al mercado laboral en condiciones de igualdad y crecen nuevas formas de convivencia familiar, distintas de la nuclear patriarcal.
Todas estas circunstancias hacen que hoy no sea muy probable que el trabajo, en su variante de empleo estable y remunerado por cuenta ajena, pueda seguir siendo la única vía de inclusión social y de atribución de derechos y que las políticas sociales tradicionales, sustentadas en la política de pleno empleo y en un concepto de familia tradicional, sean adecuadas para dar respuesta a la crisis del sistema.
Por ello, la izquierda debe seguir reivindicando la necesidad del gasto público y del gasto social, financiado con un sistema tributario progresivo, para mantener los servicios públicos y la universalidad e incondicionalidad de las prestaciones sanitarias, educativas, sociales y económicas públicas. Pero con eso no basta, también el Estado ha de asegurar a cada miembro de pleno derecho o residente de la sociedad su derecho a la existencia social mediante una renta básica universal de ciudadanía, incondicionalmente garantizada a todos de forma individual, independientemente de otras fuentes de renta, sin necesidad de una comprobación de recursos y sin requerir el desempeño de algún tipo de trabajo o aceptar un empleo ofrecido
En lo que concierne a las relaciones laborales y el mercado de trabajo, y desde el punto de vista de la «libertad republicana», un ingreso básico ciudadano universal, siempre que su importe permitiera cubrir las necesidades de subsistencia fuera del mercado laboral, facilitaría incondicionalmente a todos los individuos un umbral mínimo de autonomía material, de manera completamente independiente de su condición laboral y familiar, desmercantilizando su fuerza de trabajo y constituiría un freno a la dominación social y económica que padecen la mayoría de los ciudadanos.
La seguridad en los ingresos que la garantía de una renta básica comportaría, impediría que los trabajadores se viesen impelidos a aceptar una oferta de trabajo a cualquier condición, lo que dotaría a los trabajadores de una posición de resistencia mayor de la que poseen ahora (Raventós). Y en el actual proceso de «individualización» de las relaciones laborales y de producción, la disponibilidad de una renta independiente de la actividad laboral y, por tanto, desconectada del chantaje de la necesidad incrementaría indudablemente el poder de negociación de los trabajadores, no sólo en el plano individual, sino también en el colectivo, ya que la renta básica podría favorecer el desarrollo de nuevas formas de reivindicación social y ayudar a recomponer la unidad de acción de las distintas subjetividades en que se divide hoy las clases trabajadoras. Incluso se ha dicho que la renta básica podría ser en caso de huelga, una especie de caja de resistencia incondicional e inagotable (Wright).
Por otra parte, un ingreso básico garantizado, en una cuantía suficiente, permitiría afrontar la actual tendencia al incremento de la jornada laboral, ya que los trabajadores dependientes, en general, y los especialmente afectados por el resucitado principio de disponibilidad laboral, como los precarios o los «autónomos por cuenta ajena», podrán optar por trabajar menos horas, sin que ello comporte necesariamente una disminución de sus ingresos, con una simultanea mejora en su calidad de vida, ofreciendo a todos la posibilidad de combinar el tiempo dedicado a la actividad laboral o profesional con el dedicado a las tareas de estudio, al cuidado de otros, a la formación o a la participación cívica.
Asimismo, entre otros efectos positivos en relación al mercado de trabajo, el establecimiento de una renta básica de ciudadanía podría favorecer la autoocupación y la economía social, reconocería a aquellos que realizan trabajos distintos del remunerado, pero de igual utilidad social, como el trabajo voluntario o el doméstico, potenciaría la elección de trabajos a tiempo parcial o la reducción de la jornada, estimulando un reparto del trabajo y la creación de nuevos empleos, ayudaría a acabar con la «trampa del paro» provocada por lo subsidios condicionados, ya que la renta básica se percibe se trabaje o no, por lo que hasta un empleo escasamente retribuido podría mejorar la renta neta con respecto a una situación de inactividad (Van Parijs/Vanderborght) y, en definitiva, equivaldría a transferir los subsidios al empleo que hoy van a manos de los empresarios (bonificaciones en las cotizaciones sociales, deducciones fiscales, etc.) a las de los trabajadores para que ellos puedan decidir que empleos merecen ser subsidiados (Van Parijs).
En suma, la renta básica de ciudadanía dotaría a los trabajadores de una mayor autonomía y libertad, haciendo valer su condición de ciudadanos también en el puesto de trabajo.
El autor es Abogado y Coordinador del Observatorio de Renta Básica de Attac-Madrid
Bibliografía de referencia:
Antoni Doménech y Daniel Raventós. La renta básica de ciudadanía y las poblaciones trabajadoras del primer mundo. Le Monde Diplomatique (edición española), número 105, julio de 2004.
Gerardo Pisarello y Antonio de Cabo (eds.). La renta básica como nuevo derecho ciudadano. Trotta 2006.
Philippe Van Parijs y Yannick Vanderborght. La renta básica. Una medida eficaz para luchar contra la pobreza. Paidos 2006.
Daniel Raventós. Las condiciones materiales de la libertad. El Viejo Topo 2007.
José Luis Rey Pérez. El derecho al trabajo y el ingreso básico. ¿Cómo garantizar el derecho al trabajo? Dykinson 2007.