El festival de cine de La Habana avanza a buen ritmo, con su arsenal de películas dentro y fuera de competencia, para regocijo de un público siempre dispuesto a volcarse en el vasto mundo reflejado en las pantallas. Desde que se inauguró la cita el 6 de diciembre, ha transcurrido una semana, y hasta ahora […]
El festival de cine de La Habana avanza a buen ritmo, con su arsenal de películas dentro y fuera de competencia, para regocijo de un público siempre dispuesto a volcarse en el vasto mundo reflejado en las pantallas.
Desde que se inauguró la cita el 6 de diciembre, ha transcurrido una semana, y hasta ahora las palmas parece llevárselas el filme venezolano El caracazo, de Roman Chalbaud, con amplia repercusión de público y crítica.
Exhibido la víspera en la sala Charles Chaplin, la sede principal de la muestra-certamen, arrancó aplausos y comentarios elogiosos.
La cinta aborda los sucesos que estremecieron los suburbios caraqueños el 27 de febrero de 1989, cuando se desató la rebelión popular cuyo detonante fue el aumento del precio de los pasajes en la Terminal de Guarenes.
Para contarlos Chalbaud eludió lo documental y apeló a la ficción como vía para reconstruirlo todo. El guión, del dramaturgo Rodolfo Santana, se basó en los testimonios de los testigos y de quienes participaron, de uno u otro lado, en los acontecimientos.
Incluso el presidente venezolano Hugo Chávez ofreció sus recuerdos de los hechos y su actuación en ellos, cuando era un oficial joven.
Otro largometraje que atrajo el espaldarazo de cinéfilos y especialistas fue Barrio Cuba, de Humberto Solás, calificado como lo mejor de su filmografía.
Una obra que emana de una estética nacida de sus propias experiencias y sedimentos, amasada durante años de oficio, despojada de las referencias que lo alimentaron en otros tiempos, para ser él mismo. Un retrato, una crónica de estos años en la isla.
Algunos la califican de «película dura (quizás demasiado dura)», pero que respira honestidad, «en torno a valores éticos y sociales relacionados con una difícil etapa económica». También como una mezcla en la que afloran naturalismo y realismo, neorrealismo y melodrama.
Otro largometraje que llamó la atención en estos días fue La sagrada familia, del chileno Santiago Campos, quien hundió su escalpelo en los meandros de la burguesía católica chilena desnudando sus tabúes, esquemas y valores aparenciales, sus impotencias y declives.
También sobresalió Olga, del brasileño Jayme Monjardín, basada en el libro homónimo de su coterraneo Fernando Morais sobre la comunista alemana de origen judío Olga Benario, quien compartió ideas y una dramática historia de amor con el «caballero de la esperanza», Luis Carlos Prestes.
Faltan cuatro días para que el festival llegue a su témino y la cartelera reserva para hoy la entrada en concurso de Bolivia con Dí buen día a papá, de Fernando Vargas Villazón, coproducida con Cuba y Argentina.
De ese último país se exhibirá El método, de Marcelo Pyñeiro; Un año sin amor, de Anahí Berneri, rodada en alianza con Alemania; Ronda nocturna, de Eduardo Cozarinsky, coproducida con Francia, y En la cama, una cinta alemano-chilena de Matías Bize.
Brasil estará presente con Ciudad baja, de Sergio Machado, y Venezuela con Maroa, de Solvej Hoogesteijn. México de nuevo con Carambola, de Kurt Kollender, una comedia a la que la crítica no trató muy benevolamente.
Mientras, seguirán fluyendo las muestras paralelas con títulos como La vida y todo lo demás, de Woody Allen; Amor idiota (España), de Ventura Pons; Howard Zinn: no se puede ser neutral en un tren que se mueve, de los norteamericanos Deb Ellis y Denis Mueller.
A ellas se añaden Being Julia, de Hungría, del mítico István Szabó, y Legado de violencia, de David Gordon (Estados Unidos), para citar solo algunas.
La víspera el cineasta argentino Fernando Birri anunció el estreno, el próximo día 15, de su más reciente película Za-05: lo viejo y lo nuevo. Aclaró que no es sobre Cesare Zavattini, uno de los padres del neorrealismo italiano, pero sí inspirada en su poética.
En ella sigo una metáfora -añadió- de la que me he valido durante más de medio siglo para conjugar dos términos aparentemente antinómicos, memoria y futuro.