La pérdida de base electoral de los partidos socialistas y socialdemócratas desde los años 80 del siglo pasado no se debe sólo a su -indudable en muchos casos- aproximación a las ideas neoliberales y a su renuncia a algunos de sus principios tradicionales. Desde luego, es innegable la hegemonía cultural del neoliberalismo, pero creo que […]
La pérdida de base electoral de los partidos socialistas y socialdemócratas desde los años 80 del siglo pasado no se debe sólo a su -indudable en muchos casos- aproximación a las ideas neoliberales y a su renuncia a algunos de sus principios tradicionales. Desde luego, es innegable la hegemonía cultural del neoliberalismo, pero creo que no es sólo un problema de olvido de los principios por parte de la socialdemocracia. En la creciente impotencia de la izquierda han influido decisivamente los cambios experimentados en la economía, y muy especialmente lo que llamamamos globalización. Un fenómeno que ha contribuido a esa impotencia al menos a través de dos vías: por la dificultad (incapacidad) de encontrar alternativas económicas progresistas y viables ante el cambio de escenario radical que la globalización ha generado (imposibilidad de aplicar sin más los esquemas keynesianos y pérdida creciente de margen de maniobra de los Estados nacionales) y por los efectos que la globalización tiene para las clases trabajadoras de los países desarrollados, enfrentadas a una presión imparablemente a la baja en las condiciones laborales por la competencia de los países emergentes, que genera un acercamiento progresivo de buena parte de la sociedad a los planteamientos políticos nacionalistas y regresivos de partidos de extrema derecha. La izquierda se ha visto crecientemente paralizada, así, ante esta situación: ante la imposibilidad de que funcionen adecuadamente al tiempo la globalización, la intervención estatal y la democracia (el ya famoso trilema de Rodrick). Algo ante lo que, de momento, no parece que se haya encontrado solución.
En segundo lugar, creo que, efectivamente, como señala Bruno Estrada «el socialismo del siglo XXI debe caracterizarse por ofrecer algo más que la mejora del bienestar material (y que) no debe preocuparse solo por el mero crecimiento y por el reparto igualitario de la riqueza generada». Pero me temo que no basta -como entiendo que su artículo sugiere- con la profundización en las libertades y en la democracia. Eso, sin duda, es imprescindible, pero para avanzar hacia un tipo de sociedad diferente hace falta algo más (y quizás más difícil): hace falta proponer y conseguir que la sociedad asuma mayoritariamente valores diferentes a los que el capitalismo neoliberal ha generalizado; hace falta combatir su hegemonía cultural desde una concepción eminentemente didáctica de la política. Trabajando seria y pacientemente en la generación de un nuevo sentido de la vida que combata los valores en los que el capitalismo se asiente (el individualismo, el consumismo, el egoísmo, la superficialidad, el materialismo rampante, la competitividad…) y fomente en su lugar los valores alternativos que una sociedad diferente y mejor requiere. Lo que conduce a una idea de la práctica política muy poco adecuada a la competencia electoral y a la finalidad de acceder al gobierno a corto plazo. Algo, de nuevo, para lo que tampoco hay soluciones fáciles.
En tercer lugar, me da la sensación que el artículo minusvalora el que a mí me parece problema fundamental de nuestro tiempo, que inevitablemente condiciona todos los demás: la creciente (y ya absolutamente urgente) insostenibilidad ambiental/física de nuestro mundo. Un problema quizás insuperable para el capitalismo y que debería ser la prioridad primera para la izquierda, porque de su resultado dependen todos los demás problemas. Sin alternativas para esta cuestión no podrá haber ni socialismo ni seguramente nada.
Señaladas las matizaciones, voy a la coincidencia con la idea central del texto. No puedo estar más de acuerdo con que uno de los retos básicos del socialismo (y de la propia democracia) radica en avanzar en la democracia económica: un reto que tiene que dirimirse muy especialmente (aunque no sólo) en el terreno de la empresa, y particularmente en el de la gran empresa, convertida en nuestro tiempo en uno de los poderes fácticos esenciales y en un limitador drástico de la democracia.
Es fundamental, en este sentido, no sólo lo que señala Bruno Estrada en el texto, sino recuperar un vector que fue básico en el movimiento obrero y en el socialismo, pero que se ha ido debilitando paulatinamente en los planteamientos sindicales y políticos hasta quedar reducido a ámbitos de práctica marginalidad: la democratización de las empresas a través de la participación social en su sistema de gobierno corporativo. Una participación significativa, que limite el poder omnímodo de accionistas y altos directivos y que en nuestro tiempo no debe limitarse ya a los trabajadores, sino a todos aquellos colectivos implicados en -o afectados por- la actividad empresarial de forma decisiva: accionistas, desde luego, pero también directivos, empleados, subcontratistas y proveedores estratégicos y sus representaciones laborales, determinados clientes también estratégicos -empresas, entidades, agrupaciones de compradores-, comunidades y administraciones locales afectadas por la actividad de la empresa… Colectivos a los que deben sumarse otros también esenciales para el éxito de la firma: los que soportan las externalidades negativas que provocan las empresas, que suponen cargas -en ocasiones muy graves- para ellos y evidentes reducciones de costes para las empresas, contribuyendo, en esa medida, a la generación de beneficio. Externalidades , en consecuencia, que implican responsabilidades de las empresas y derechos de los afectados, que, en la medida en que las soportan sin retribución ni compensación alguna, están realizando una suerte de inversión especial en las empresas que las causan.
Se trata en todos los casos de colectivos esenciales en la generación de valor empresarial: aportadores de recursos esenciales para su funcionamiento y, por tanto, copropietarios de la empresa en alguna medida o, cuando menos, sujetos de derechos de gobierno plenamente legítimos (aunque no todos, desde luego, en igual medida).
Es una forma de entender el gobierno de la empresa (insisto, de la gran empresa: no lo planteo para las pymes) que está en total sintonía con la teoría económica de la empresa más avanzada, que entiende a la empresa no ya como una simple agrupación de capitales sociales aportados por los accionistas (que deberían detentar por ello todos los derechos de gobierno y de apropiación del beneficio), sino como una agrupación mucho más compleja de capitales -de recursos- de muy diferente orden -financieros, humanos, tecnológicos, físicos, intelectuales, relacionales, reputacionales…- aportados por diferentes colectivos -los antes mencionados-, que son tan esenciales como los accionistas para la generación de valor y para el recto funcionamiento de la empresa.
Algo que conduce a un replanteamiento radical -pero en absoluto inconsistente en términos económicos- del poder en la empresa y del modelo de gobierno corporativo, entendido no como el sistema por el que los accionistas controlan la empresa, sino como la cámara de compensación de los diferentes intereses de las partes interesadas básicas: la cámara de resolución de conflictos y de conformación del interés común que todas ellas tienen en el buen funcionamiento de la empresa.
Un planteamiento que, aunque no esté exento de dificultades, no tiene por qué ser necesariamente ineficiente y que permitiría que las grandes empresas avanzaran hacia comportamientos mucho más firmes de responsabilidad social que la versión voluntarista de la responsabilidad social corporativa tan alabada en la teoría por los discursos empresariales (pero tan cosmética y poco eficaz en la realidad).
Un planteamiento, por otra parte, que permitiría no sólo democratizar el interior de las grandes empresas, sino avanzar hacia una mayor calidad en el nivel general de democracia de las sociedades contemporáneas, en las que el peso y la capacidad de condicionamiento (económico, social y político) de las grandes empresas es tan desmesuradamente determinante. El nuevo modelo de empresa sugerido, al incluir en su seno los intereses de todas las partes afectadas, comportaría una mayor sensibilidad hacia objetivos extraeconómicos y una menor voluntad de interferencia en la dimensión política.
Algo, finalmente, que me parece que está en la línea de la idea de democratización de la economía que Bruno Estrada propone como requisito crucial para vertebrar una alternativa socialista a la altura de los desafíos que nuestro tiempo plantea.
José Ángel Moreno es miembro de Economistas sin Fronteras y del Observatorio de Responsabilidad Social Corporativa.