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Bebeshito y la guerra cultural

Fuentes: La Joven Cuba

Bebeshito llenó un estadio en Miami. Lo hizo en contra de influencers extremistas del llamado exilio, que le exigían la ya tan trillada declaración política contra el gobierno «castrocomunista». Esto sucedió después de que fuera cancelado en la televisión cubana tras su presentación en los premios Lucas con la canción El hacha (hoy con 19 millones de vistas en YouTube), bajo el argumento de que ofendía a las mujeres y promovía la violencia de género, si bien quienes protagonizaron los reclamos exitosos de suspensión fueron, sobre todo, hombres.

Bebeshito no es el único exponente del reparto que goza de gran popularidad en las dos orillas, aunque probablemente sea el primero en convocar a tantas personas en Estados Unidos —en Cuba nunca le dieron un estadio para que cantara—, a tan solo unas pocas semanas de haber emigrado. Con frases ocurrentes como «no es marca mango, es marca mandarina» o «es de Boyeros y tiene el municipio marcado», el joven de 27 años y origen humilde se ha vuelto tendencia en las listas de reproducción de muchos cubanos.

Más allá de las evaluaciones sobre el contenido y la forma de su música, en un público tan polarizado como el cubano, llenar un recinto con capacidad para 20 mil asistentes en Miami sin hacer una sola declaración política explícita es una verdadera hazaña, que demuestra cuánta capacidad de convocatoria tiene el reparto para personas de muy distintas clases sociales, procedencias e ideologías.

Por supuesto, la polémica no tardó en surgir: desde quienes lo tildan de «instrumento» de la política cubana para influir en la comunidad de emigrados, y lo culpan además por no pedir la libertad de los presos por razones políticas en la Isla, hasta quienes lo ven como un peligro para el público cubano por el contenido sexual y «vulgar» de sus canciones, por haber emigrado recientemente o por la amplia cobertura que le han dado medios «del imperialismo». Cuando la televisión estatal cubana, la misma que lo había excluido por afirmar querer darle «hacha» a una mujer, reseñó su éxito en Miami, las teorías conspiranoicas se desataron.

El joven repartero forma parte de los tantos artistas cubanos que hoy no necesitan de una «evaluación institucional» ni pertenecer al catálogo de una agencia estatal para ser escuchados por el pueblo. Tampoco ha requerido impregnarse en un manto de «perseguido político» para que la maquinaria propagandística del exilio le ponga una alfombra roja que garantice su éxito. Su popularidad, por encima de colegas que cuentan con beneplácito de la oficialidad o de los cabecillas de la oposición exiliada, ha revitalizado al fantasma de la guerra cultural con un «soldado» que aún no define su bando, pero cuya influencia y «pegada» son innegables en este momento.

El joven repartero forma parte de los tantos artistas cubanos que hoy no necesitan de una «evaluación institucional» ni pertenecer al catálogo de una agencia estatal para ser escuchados por el pueblo

«Los comunistas están tomando el mercado miamero», dicen unos; «estamos dejando entrar la ideología imperial en los hogares cubanos», señalan otros. Sobre el extremismo de exigirle a un artista un determinado posicionamiento político en público, que no quiere hacer, no hay mucho nuevo que decir. Pero sobre la vieja polémica sobre la guerra cultural —en un Estado que pasó del control absoluto sobre el contenido a que accedía su población, al consumo abierto en Internet— quedan varias interrogantes que trataré de analizar en este texto, sin pretender cerrar un debate con más preguntas que respuestas.

¿Se trata de una ventaja o de un peligro? ¿Puede estar hoy un artista desconectado del mercado? ¿El mercado del arte es de derechas o de izquierdas? ¿El reparto es popular o de élites? ¿Puede un producto cultural cambiar las mentes o derribar un sistema?

¿De élite, popular o de masas?

Para hablar de guerra cultural, primero sería necesario hablar de cultura[1]. La visión clásica iluminista asocia la cultura con el conocimiento enciclopédico, como «cultivo de la mente», y establece una separación muy clara entre la «alta cultura» —proveniente de las élites ilustradas— y la «baja cultura», practicada por «el vulgo». La concepción descriptiva, desarrollada en el siglo xix desde la Antropología, la entiende como un inventario de creencias, arte, moral y costumbres de comunidades específicas: «cultura indígena», «cultura cubana», «cultura hippie»…

Por su parte, la visión simbólica define la cultura como aquellos símbolos, patrones de comportamiento, mitos, ritos, hablas, prácticas artísticas y costumbres que permiten a un grupo humano comunicarse, construir ideologías y formar o sentirse parte de algo. Por último, la visión estructural, impulsada principalmente por autores de inspiración marxista como Antonio Gramsci, Theodor Adorno, Max Horkheimer o Michel Foucault, subraya la conexión entre la producción y reproducción simbólica y las estructuras sociales, políticas y de poder en las cuales se llevan a cabo.

Sin duda, una de las escuelas que más ha influido en los análisis sobre cultura ha sido la Escuela de Frankfurt, surgida de manera paralela al auge del cine sonoro (1927-1939) y los primeros tanteos de la televisión (1936-1939), que revolucionaron la forma en que las poblaciones de países industrializados se relacionaban con la producción cultural.  Con la llamada Teoría Crítica (1937), sus impulsores más renombrados, Theodor Adorno y Max Horkheimer, se propusieron penetrar en el sentido de los fenómenos culturales de la sociedad de su tiempo, marcada por la Guerra Fría y la globalización.

Los postulados de la Teoría Crítica se centraron en cuestionar cómo la industria cultural manipula a las masas ofreciendo productos de «bajo valor artístico» que moldean sus hábitos de consumo y pensamiento. El cimiento de esta afirmación es el concepto de «cultura de masas», según el cual los sujetos se entienden como una masa uniforme manipulada, pues, como afirman Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración, «a través de las innumerables agencias de la producción de masas y de su cultura se inculcan al individuo los modos normativos de conducta, presentándolos como los únicos naturales, decentes y razonables».

Sin embargo, si bien la Teoría Crítica significó un paso de avance en la comprensión de los fenómenos culturales directamente conectados con su naturaleza política, económica y de poder, presenta limitaciones al abordar las culturas populares. Tiende a subestimarlas y a confundir lo «masivo» con lo «popular», y, aunque critica la visión ilustrada de la cultura, termina evaluando la producción artística utilizando la vanguardia como referente, lo que deja fuera buena parte de la producción cultural proveniente de las bases populares.

Si bien la Teoría Crítica significó un paso de avance en la comprensión de los fenómenos culturales directamente conectados con su naturaleza política, económica y de poder, presenta limitaciones al abordar las culturas populares.

Asimismo, su análisis manifiesta una contradicción clave: al asumir que los mecanismos de dominación son prácticamente inamovibles, se niega la posibilidad de que los individuos o las comunidades asuman procesos emancipatorios. De ahí que resulte hoy una teoría poco efectiva para comprender cómo la cultura contemporánea resignifica lo culto, lo popular y lo masivo.

Al tratar a los sujetos como estandarizados, ignora su capacidad crítica y organizativa, lo que no le permite explicar los avances sociales y las resistencias que han tomado fuerza desde la segunda mitad del siglo xx. Asimismo, al desechar el peso de las historias de vida en la conformación de la personalidad y el gusto, tampoco explica cómo sujetos pertenecientes a una misma clase social y desarrollados en el mismo contexto sociopolítico pueden presentar gustos, ideologías y cosmovisiones totalmente opuestas.

Una de las críticas más lúcidas a este paradigma que podemos leer desde Cuba proviene del profesor e investigador José Ramón Vidal en su libro Medios y públicos [2], en el cual afirma: «En su afán crítico, estos autores asumen, inconscientemente, los postulados del pensamiento conservador burgués que sirvió de sustento a la teoría hipodérmica. En su racionalización extrema, desconocen el papel de la subjetividad y anulan al hombre como portador de una cultura y de identidades múltiples que le sirven para enfrentar, si se actúa conscientemente en esa dirección, a los mecanismos manipulatorios».

Los burgueses ya no van a la ópera, bailan reguetón

Algunos cubanos recordarán la famosa novela Al compás del son, ambientada alrededor de 1933, en la cual una familia de la burguesía tradicional se debatía entre mantener sus costumbres clásicas o divertirse con la música de las «clases populares». El producto audiovisual describe a la perfección un fenómeno que se fue consolidando con la expansión de la radio y, luego, de la televisión, en el cual los consumos culturales se mezclaban cada vez más.

Entonces, ¿el son pasó de ser un arte popular a convertirse en un arte burgués? Pues no, solo que las industrias culturales tomaron aquellas creaciones provenientes de las clases populares y las convirtieron en productos también para las élites. Algunos compositores «blanquearon» y «descafeinaron» su música para hacerla menos controversial ante las élites conservadoras, otros mantuvieron intactas sus esencias, pero casi ninguno de los que trascendieron lo hicieron de espaldas al mercado.

En la segunda mitad del siglo xx, la posmodernidad cuestionó aún más las divisiones rígidas entre la alta cultura y la popular. Artistas como Warhol y Mapplethorpe rompieron barreras al integrar elementos de la cultura de masas —como la publicidad o el porno— en las llamadas bellas artes. En Latinoamérica, Violeta Parra o Frida Kahlo tomaron símbolos de las culturas «subalternas» y los convirtieron en elementos de culto, que luego también fueron «de masa». Delimitar lo popular, lo masivo y lo «culto» resultó una aspiración cada vez más inútil. Este proceso es sistematizado por el sociólogo Gilberto Jiménes[3] cuando explica cómo el desarrollo tecnológico ha posibilitado un acceso masivo a las expresiones culturales, sin importar si son «de élite» o populares, desdibujando aún más sus fronteras.

Camiseta de Frida Khalo
Camiseta inspirada en la obra de Frida Khalo foto Estay

Hoy, un aria de ópera puede aparecer en una película de serie B o en un show de talentos. Incluso cantantes líricos hacen duetos con artistas del género urbano, como sucedió recientemente entre el tenor italiano Andrea Bocelli y la reguetonera colombiana Karol G. En plataformas como YouTube o Spotify cuesta lo mismo acceder a una sinfonía de Mozart que a un concierto de Bad Bunny: lo que define el consumo no es la pertenencia per se a una clase social determinada, sino la inclinación estética del usuario.

Para poner ejemplos «del patio», La totaila de Bebeshito se baila en los bares más exclusivos de La Habana —cuya entrada cuesta más que el salario de un médico— y también en «un bonche» o fiesta popular ubicada en lo que el discurso político cubano prefiere llamar «barrios vulnerables». Igualmente, en un concierto como el que ofreció el cantautor Pablo Milanés —entendido como «de culto»— antes de fallecer, pudimos ver a miles de cubanos reunidos, tanto de La Timba como de Miramar, progobierno y opositores, intelectuales y obreros… Incluso es muy probable que varios de los asistentes a aquella presentación en la Ciudad Deportiva también lo hayan hecho —luego de emigrar— a la ofrecida por la nueva promesa del género urbano en el Miami Pitbull Stadium.

Como mismo ocurrió con el son, lo consumido por la élite no se vuelve per se elitista, ni lo consumido por el pueblo tiene que dejar de ser «de culto». De hecho, la distinción de si un producto es «popular» o «de élite» pierde sentido cuando las élites de hoy no tienen consumos tan diferentes de los de las clases populares. Por supuesto, con esto no se niegan las brechas clasistas ni su impacto en los consumos culturales; sin embargo, estas inciden más en los modos de consumo —¿dónde y cómo se hace?— que en lo que se consume, aunque las desigualdades en el acceso a la educación necesaria para apreciar un determinado producto también pudieran influir en esto último. Y digo «pudieran» porque siempre cabe la posibilidad de que una persona «letrada» prefiera interactuar con una expresión cultural de menor complejidad estética y conceptual, y viceversa.

Lo consumido por la élite no se vuelve per se elitista, ni lo consumido por el pueblo tiene que dejar de ser «de culto».

Por tanto, el gusto o disgusto por el género urbano, o por cualquier otro, debe analizarse fuera de los marcos del marxismo ortodoxo —muchas veces antimarxiano al desechar las mediaciones que no olvidaban ni Marx ni Engels—, que intenta reducirlo todo a una cuestión de clases sociales y dominación. Tampoco responde únicamente a un factor «educativo», aunque claramente la educación influye en la conformación de la visión estética e ideológica de cualquier sujeto, sino a los puntos de contacto o distanciamiento entre un determinado producto artístico/cultural y su consumidor, en los que intervienen factores ideológicos, historias de vida, tradición familiar y otras subjetividades más difíciles de cuantificar.

Mercantilización vs. resistencia

Otro de los falsos dilemas que se plantean en el debate gira en torno a la «mercantilización de la cultura». Se repite la frase de mantener la «resistencia» del «arte verdaderamente valioso» ante la «mercantilización de la cultura». Sin embargo, ¿el «arte verdaderamente valioso» está exento de procesos de mercantilización?

Si en algo acertaron los teóricos de la Escuela de Frankfurt y sus seguidores, es en la máxima de que, bajo un sistema mundial de producción y reproducción de la vida basado en el capital, es imposible que un producto cultural sea perdurable sin que, en algún momento entre en la lógica del mercado. Pues el mercado —y el capital— abarca desde cómo se produce hasta cómo se consume y distribuye. ¿O acaso los artistas «verdaderamente valiosos» fabrican sus propios instrumentos musicales, no cobran las entradas a sus conciertos o no distribuyen sus productos en plataformas digitales hegemónicas?

Por otro lado, el mercado del arte y la cultura se hace cada vez más amplio, y en él hay espacio para casi cualquier expresión. Avanzada la segunda década del pasado siglo, surgió un boom de movimientos culturales alternativos que intentaron rebelarse contra el sistema mercantil de la cultura y el arte. The Beatles en el Reino Unido, Mercedes Sosa en Argentina y, más tarde, el fenómeno de la Movida en España, fueron ejemplos de artistas, agrupaciones y movimientos que irrumpieron con un fuerte carácter antihegemónico. ¿Cuál fue la respuesta de las élites y el mercado? ¿Censurar? No, lo censurado siempre se volverá atractivo. En cambio, se aplicó la lógica del viejo refrán: si no puedes con tu enemigo, únete a él.

El mercado del arte y la cultura se hace cada vez más amplio, y en él hay espacio para casi cualquier expresión.

El mercado abrió las puertas al talento de estos artistas, que vendieron millones de discos, y aunque algunos no perdieron su esencia, «La Negra» cantó en el Carnegie Hall de Nueva York, en el corazón del imperio; los Beatles fueron galardonados con la Orden del Imperio Británico, devuelta más adelante solo por Lennon; y hace unos meses vimos posar a Alaska y su esposo Mario —exponentes icónicos de la Movida— con Isabel Díaz Ayuso, figura prominente de la derecha española, agradeciéndole su «gran trabajo» por la cultura. Lo «subalterno» pudo mantenerse o no en el contenido y la forma de su arte, pero no en su relación con la industria y el poder, a no ser que queramos admitir que existen ricos excluidos del sistema.

Incluso en esta Isla, que dice resistir a la lógica del capital, el mercado ha hecho lo mismo con las camisetas del Che Guevara, que hoy se comercializan en puntos turísticos estatales en la «moneda del enemigo», junto a libros de Fidel Castro que son comprados por gringos y europeos de la progresía para adornar sus estantes, con el sueldo «bien ganado» que probablemente obtienen como trabajadores de una transnacional que saquea los recursos naturales y humanos de los pueblos que ambos líderes procuraron «salvar del capitalismo». Sí, la mercancía roja también se vende «en verde».

camisetas del che vendidas en Cuba
Imagen de referencia / Foto: Rubén Padrón (2017)

Mientras el capitalismo en sus múltiples variantes sea el sistema que domina el planeta, en un mundo mercantilizado no hay nada relevante que logre escapar de la lógica del mercado. A lo más que puede aspirarse es a encontrar, dentro de ese mercado, un nicho coherente con los valores que se defienden, así como a procurar que dicho mercado tenga regulaciones de distribución que permitan reducir las brechas en el acceso y desarrollo tanto de los artistas como de sus públicos, de ahí que la afirmación de que un artista es menos valioso por formar parte de una lógica mercantil es, cuando menos, falaz.

Ahora, tampoco se puede caer en la falacia neoliberal de que el mercado del arte abre sus puertas a todos por igual, especialmente en tiempos en que los algoritmos pueden, si bien no determinar, influir fuertemente en los gustos y, por tanto, en las ventas. Casi todas las expresiones artísticas se concretan en ese mercado, mas no todas participan de la misma forma ni con los mismos réditos. Ese mercado también dispone de mecanismos para «castigar» expresiones que no se subordinan a su lógica o que afectan intereses de las clases y grupos que lo dominan, que, dicho sea de paso, tampoco son homogéneos.

Tampoco se puede caer en la falacia neoliberal de que el mercado del arte abre sus puertas a todos por igual.

Más que luchar contra la mercantilización de la cultura, la forma de impulsar procesos contrahegemónicos debería centrarse en construir mercados alternativos para productos alternativos, con la apuesta de que en algún momento puedan disputar la hegemonía a los ya establecidos. En este camino, es imprescindible conocer y tener en cuenta los intereses de las audiencias y del propio mercado. Porque cualquier obra o artista que goce de popularidad y sea excluido de ese «nuevo mercado» encontrará las puertas abiertas en el mercado tradicional hegemónico. Y, por el contrario, una obra que no logre conectar con los intereses y gustos de las audiencias difícilmente pueda «viralizarse» por más que se repita y se haga accesible.

Dicho en términos llanos: si a Bebeshito se le excluye de la televisión cubana, la gente verá menos televisión cubana, pero no verá menos a Bebeshito, pues no faltará quien quiera brindarle su espacio. Lo único que se logra es rebotarle vistas a los canales que hoy lo están mostrando.

De la guerra cultural a la disputa de sentidos

Partiendo de que toda producción cultural necesita del mercado de la cultura, y de que todo mercado de la cultura precisa cautivar los intereses cada vez más diversos de las audiencias, pasemos al tema final de este texto: la guerra/batalla cultural. Pero ¿de quiénes contra quién?

Es curioso que, en polos tan distantes como el intelectual cubano comunista Abel Prieto y el «libertario» argentino Agustín Laje, se puedan encontrar elementos comunes en su análisis sobre la batalla/guerra cultural, pese a que parten de posiciones supuestamente tan opuestas.

Según Laje[4], «la exclusión de productos culturales asociados a valores conservadores, religiosos o de derecha no es consecuencia de la falta de interés del público, sino de un diseño ideológico que busca homogeneizar el mercado cultural bajo una única cosmovisión progresista». Por su parte, Prieto afirma que «se han hecho contribuciones importantes en favor de esa cultura antifascista de la que hablábamos, pero los grandes circuitos de legitimación en términos culturales, los grandes premios de las editoriales, los que da Hollywood, los Oscar, los Grammy, los que da la industria de la música, todos se dirigen a estimular la producción artística y literaria que no sea peligrosa para el sistema».

En los postulados de ambos intelectuales hay varios elementos en común. El primero es otorgar a las industrias culturales la capacidad absoluta de manipular las mentes de «las masas». El segundo es asumirse en una posición de desventaja ante el mercado cultural. Y el último es el llamado a una política que permita «hacerles frente».

En los postulados de ambos intelectuales hay varios elementos en común. El primero es otorgar a las industrias culturales la capacidad absoluta de manipular las mentes de «las masas».

Pero, ¿son progresistas o conservadores el mercado cultural y los mecanismos legitimadores? Ni uno ni otro. La falla está en asumir «los dominantes» y «los dominados» como una masa homogénea enfrentada, y no como una constante disputa de sentidos entre múltiples grupos políticos: la disputa simbólica no solo se produce en la lucha entre dos clases sociales, ni entre la izquierda y la derecha, sino también en lo interno de esas mismas clases y alineaciones.

Lo que les molesta a los conservadores de derecha es que grupos que no comulgan con su ideología y que antes no tenían acceso a esas industrias —y cuyas historias, por tanto, eran desconocidas (feministas, personas LGBTIQ+, racializadas, procedentes de centros periféricos)—, ahora disputen el espacio —y mercado— con narraciones que ponen como centro al hombre blanco heterosexual, que no han dejado de producirse ni venderse. Lo que les molesta a los dogmáticos reconocidos como de izquierda es que las historias de su facción no tengan la representatividad que desean y, en el caso cubano, haber perdido el monopolio de lo que la gente puede o no puede consumir.

La llamada guerra/batalla cultural no es un enfrentamiento medieval entre dos ejércitos opuestos, sino el resultado de múltiples contradicciones entre grupos políticos que se vuelven excluyentes entre sí en un momento en el que la sociedad occidental atraviesa una crisis de paradigmas ante problemáticas tan variadas como el cambio climático, las oleadas migratorias o la integración de grupos identitarios históricamente excluidos.

La llamada guerra/batalla cultural no es un enfrentamiento medieval entre dos ejércitos opuestos, sino el resultado de múltiples contradicciones entre grupos políticos.

Por poner un ejemplo, la disputa por las cuestiones de género no solo se da entre mujeres feministas y hombres defensores de la familia tradicional, sino también entre el feminismo liberal y el feminismo negro, o entre los feminismos TERF y los transinclusivos. Del mismo modo, en el ala conservadora, supuestos «libertarios» piden la cabeza de sus adversarios de la derecha tradicional por plegarse al statuquo impulsado por organismos multilaterales con instrumentos como la Agenda 2030. En una guerra cultural presentada con bandos de forma homogénea, ¿cómo situar en el mismo grupo a quienes no se sienten parte del otro?

Vale rescatar la concepción bourdieana de la cultura «como un campo de luchas dentro del cual los agentes se enfrentan, con medios y fines diferenciados según su posición en la estructura». Nótese que el sociólogo francés habla de luchas en plural, no de una única lucha, guerra o batalla, y también asume que las posiciones de poder no son estáticas, sino que cambian constantemente, pues aclara que «esta estructura no es inmutable» y que los agentes que forman parte del campo intelectual «pueden describirse como fuerzas que, al surgir, se oponen y se agregan».

El otro presupuesto recurrente entre los analistas de la «guerra cultural» es el tema de la ideologización: «el enemigo» ideologiza las mentes de la población, principalmente a través de las industrias culturales. Esta afirmación desconoce no solo la capacidad crítica de cada sujeto, sino también la diversidad existente en esas industrias. Además, les otorga un poder plenipotenciario para «controlar» la mente, obviando los múltiples factores que pueden incidir en la conformación de una cosmovisión, desde las condiciones materiales de vida del individuo hasta muchas otras subjetividades, como la historia familiar, las redes humanas de las que forma parte y su interacción con la sociedad en general. Decir que la gente votó por Milei por culpa de las redes sociales es tan falaz como afirmar que Sheinbaum ganó en México porque Disney y Netflix les han dicho a las mujeres que con otra mujer a la cabeza estarán más protegidas que con un hombre.

Les otorga un poder plenipotenciario para «controlar» la mente, obviando los múltiples factores que pueden incidir en la conformación de una cosmovisión.

El último elemento que podemos ver en la guerra/batalla cultural es el tema del «llamado a la acción». Sus defensores asumen que deben impulsarse más contenidos afines a su «bando», más «reflexión crítica» en los receptores, y si bien son cuidadosos al hablar directamente de censura, defienden la idea de que, ante el riesgo inminente, debe pasarse a la acción.

Hasta ahí, no vemos nada esencialmente peligroso. El problema surge en la interpretación extremista de esta máxima por parte de decisores, que ha implicado múltiples perjuicios, sobre todo cuando no se pretende que sean las personas quienes elijan —pues se las infantiliza— y se asume que un sector ilustrado debe definir qué puede y debe ver, leer, escuchar… la gente y qué no. Este ha sido el sustento para que Milei eliminara el presupuesto a instituciones progresistas como parte de la «batalla cultural», que Elon Musk bloqueara el «contenido woke» en X, o para que en Cuba se siga censurando —casi siempre inútilmente— aquellas obras para las que, desde una elevada oficina, se asume que la población «no está preparada».

La perspectiva de que «en la guerra vale todo» es la justificación perfecta para que políticos, burócratas y extremistas carguen contra todo lo que consideren que pueda poner en peligro su statu quo o no corresponda con su facción ideológica. Sin embargo, la calle es mucho más rica que cualquier decreto o aspiración de dictar desde un despacho lo que se debe ver o escuchar.

Una pre/ocupación legítima

Lo dicho hasta el momento no elimina la necesidad de que los Estados, partidos y asociaciones civiles se preocupen y ocupen de los consumos culturales de la población. Sobre todo porque, si bien un producto cultural no determina ideologías, valores ni comportamientos, sí puede, combinado con otros factores, influir en estos. La pre/ocupación, más que centrarse en señalar con el dedo elementos «nocivos» de las obras, debería orientarse a promover debates cívicos que posibiliten un distanciamiento crítico de estas y, por otro lado, a crear espacios e incentivos para la producción de un contenido de corte emancipatorio.

En el caso del reparto cubano, son constantes los señalamientos de machismo y sexismo en su contenido. Sin embargo, he visto a feministas —incluso académicas— perrear hasta abajo con Bebeshito, sin que esto signifique que respalden mensajes que puedan ser violentos hacia la mujer. Porque, además, seamos sinceros: esos mensajes no solo están en el reparto, sino también en la música tradicional cubana, en la trova, en las telenovelas que se transmiten en horario estelar, en la literatura y en el cine. Lo que molesta del reparto es que, por lo general, los muestran de forma más cruda y descarnada, pero que estén más o menos edulcorados no significa que sean más o menos «peligrosos». Nos choca más ver la cara de una mujer golpeada que la de otra que usa maquillaje para ocultar los moretones.

Nos choca más ver la cara de una mujer golpeada que la de otra que usa maquillaje para ocultar los moretones.

No es común entre los adalides de la guerra cultural cuestionar el sexismo en una canción del trovador cubano Tony Ávila, cuyo estribillo es «A Chacho, lo que más le gusta de Chicha es que siempre tiene limpia la choza», que tanto en el sentido literal como en el figurado sitúa a la mujer en una posición de complacencia con respecto al hombre. Por no mencionar a quienes apoyaron hasta el último momento al autor de «todas las pepillas me caen bien, las universitarias, las de pre y secundaria», cuando varias mujeres lo acusaron de abuso sexual, simplemente porque era un «trovador revolucionario». Y con esto no quiero decir que haya que cancelar esas canciones, sino que el debate sobre el sexismo y el distanciamiento crítico de las obras que lo reproducen debería ser el mismo para todos.

En la otra cara de la moneda, habría que preguntarse por qué en el reparto y en el género urbano comercial cubano escasean —aunque no están totalmente ausentes— creaciones con mensajes contra la violencia machista como «Yo perreo sola» de Bad Bunny o «Yo no soy tu bizcochito» de Rosalía, también con decenas de millones de reproducciones en las plataformas hegemónicas. Podrá cuestionarse si esos mensajes tienen la real intención de incidir en las problemáticas de género o son una mera estrategia de marketing. Aun así, ¿esa ausencia en el reparto cubano es un problema del género en sí, o se debe a que el mercado de la Isla no ha sabido o querido promover esos valores y agendas, y a que las audiencias tampoco los han incorporado?

Habría que preguntarse por qué en el reparto y en el género urbano comercial cubano escasean creaciones con mensajes contra la violencia machista.

Algo similar sucede a la hora de afirmar que tanto el reparto como las series y películas norteamericanas promueven un modo de vida basado en el consumismo, enajenando a «las masas» de los problemas que ocasiona ese consumo. ¿La telenovela cubana no hace algo similar al desarrollarse casi todo el tiempo en espacios acomodados, en un país que ha visto aumentar su pobreza y desigualdad en los últimos años? ¿Qué modelos alternativos al consumismo deberían promoverse? ¿Hay claridad y consenso en este sentido? ¿Cuánta representación tienen estos modelos en los productos culturales cubanos promovidos desde el Estado y medios oficiales?

Los reparteros y reparteras en Cuba no vinieron de Marte; nacieron y crecieron en un sistema patriarcal y cada vez más clasista que durante mucho tiempo afirmó que los problemas de las mujeres ya estaban resueltos porque tenían acceso al trabajo y al estudio, que se negó a hablar de feminicidios y violencia de género, y que aún en el siglo xxi, y a pesar de reconocerse como de izquierdas, no ha implementado un programa de educación sexual con enfoque de género en las escuelas, ni una ley integral contra la violencia de género, para no entrar en contradicción con el fundamentalismo cristiano ni con algunos machirulos que han ocupado y siguen ocupando posiciones de poder. Entonces, ¿qué esperan? ¿Que el reparto, proveniente de las capas más desfavorecidas de la sociedad, deconstruya lo que las políticas y las élites conservadoras no han deconstruido?

Si algo debiera pre/ocuparnos es que quienes hoy solo escuchan a Bebeshito lo hagan, no porque sea una elección consciente, sino porque no han tenido acceso a otros productos culturales y creaciones en un país donde, aunque el Estado sigue subsidiando buena parte de la producción artística y cultural, los espacios son cada vez más reducidos y la lucha por la supervivencia deja menos tiempo y sosiego para «cultivar la mente».

¿Cuántos jóvenes de los barrios pobres, alejados de los centros de la ciudad, han recibido una educación artística de calidad en las escuelas? ¿Cuántos han sido llevados a un concierto o al teatro, donde una entrada puede costar 20 pesos, pero el transporte hacia allí no baja de 200, al menos en la capital? ¿A cuántos se les ha hablado del consentimiento informado? ¿Cuántos han recibido herramientas para tener relaciones sexuales y humanas libres de la violencia que tanto se les critica a esas canciones? ¿Cuántas políticas culturales incluyen la perspectiva de género en sus postulados? ¿Cuántos espacios abiertamente feministas existen en nuestros medios de comunicación estatal e instituciones culturales?

Aclaro que, incluso con una política cultural y educativa más robusta, no se evitará que la gente escuche reparto o consuma «arte comercial». De hecho, su objetivo no debería ser ese, sino que todos, más allá de nuestra procedencia o clase social, tengamos un prisma mucho más amplio y contemos con herramientas para realizar una elección informada, y que luego de esa elección exista también una recepción crítica de todos los contenidos con los cuales se interactúa. Si esto fuera así, tal vez existieran menos canciones machistas, y las que inevitablemente se sigan produciendo, tendrían un efecto mucho menos nocivo en la población.

El mercado seguirá estando ahí: no es un campo de batalla estático, sino un escenario en constante cambio donde se negocian sentidos, valores e identidades. Entonces, para quienes quieran promover la emancipación, la guerra cultural no debería ir de ganar o perder espacios, sino de crear alternativas viables para cuestionar, enriquecer y desafiar todo, incluso lo que asumimos como «inocuo» o «revolucionario».

Notas:

[1] Quien quiera profundizar puede leer «Thompson, J. B. (1993). El concepto de cultura. Ideología y cultura moderna. Teoría».           

[2] Vidal, J. R. (2012). Medios y Públicos: un laberinto de relaciones y mediaciones. Pablo de la Torriente.

[3] Ver 63. Giménez, G. (2004). Culturas e identidades. Revista Mexicana de Sociología, 77-99.

[4] Laje, A. (2021). La batalla cultural: Reflexiones críticas para una nueva derecha. Editorial Grupo Unión.

Fuente: https://jovencuba.com/guerra-cultural-bebeshito/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.