A diferencia de Juan Pablo II, de vocación definidamente misionera, Benedicto XVI es un ideólogo, no de aquellos que difunden o propagan ideas, sino de la jerarquía de quienes están habilitados para producir unas y excluir otras. Los primeros afirman su presencia en el contacto con las masas, mientras los otros se alejan de ellas. […]
A diferencia de Juan Pablo II, de vocación definidamente misionera, Benedicto XVI es un ideólogo, no de aquellos que difunden o propagan ideas, sino de la jerarquía de quienes están habilitados para producir unas y excluir otras. Los primeros afirman su presencia en el contacto con las masas, mientras los otros se alejan de ellas. El cónclave que lo eligió conocía las diferencias y decidió asumirlas. La iglesia paga el precio.
La visita a Brasil y la comparecencia frente a los obispos latinoamericanos apenas dejó dudas. Benedicto XVI puede ser bueno para reforzar los dogmas y frenar las tendencias renovadoras al interior de la Iglesia, aunque ineficaz para asumir el liderazgo mundial que su investidura supone y que conlleva un inequívoco compromiso con la contemporaneidad y una relación con problemas tan perentorios como mundanos.
Soslayar la pobreza, el hambre y la guerra y ser omiso en la orientación respecto a qué posición asumir en la búsqueda de alternativas frente a los peligros ecológicos que amenazan al planeta y a la vida, es un lujo que los líderes mundiales de hoy no pueden permitirse.
Como haría cualquier otro ideólogo teórico, Ratzinger no asume un claro compromiso con la realidad, sino que la percibe como él cree que debiera ser y no como es. Un Papa así puede tener éxito en Roma o Baviera, pero no en el Tercer Mundo, entre otras cosas porque, como ha sido dicho: Es excesivamente europeo, excesivamente alemán y demasiado intelectualizado.
Aparentando poco sentido de la conveniencia, El Santo Padre, no evita la polémica, sino que parece promoverla, tal vez con olvido de que ahora no es el guardián de la pureza de los dogmas que era cuando se desempeñaba como Prefecto para la Congregación de la Doctrina y la Fe, ni el académico que en las universidades alemanas podía permitirse ciertas reflexiones, sino un líder espiritual de alcance mundial y el conductor de la mayor superpotencia moral.
Dado que resulta imposible atribuirlos a la ignorancia y mucho menos a los deseos de dañar a la Iglesia, algunos de sus insólitos pronunciamientos en Brasil deben ser asumidos, no sólo como sus convicciones personales más profundas, sino también como indicaciones que los católicos deben observar como artículos de fe, aunque ello conlleve adoptar una muy anticuada y discutible lectura de la historia de la conquista del Nuevo Mundo y del papel desempeñado por la Iglesia.
No se trata de haber dicho que con la conquista, los pueblos de América Latina y el Caribe tuvieron la oportunidad de: «Acoger a Cristo, el Dios desconocido que sus antepasados, sin saberlo, buscaban…y anhelaban silenciosamente…»
Aunque semejantes afirmaciones no puedan ser históricamente sustentadas, se puede salir del paso con el argumento teológico de que todos los hombres, en todas las épocas buscan o esperan a Dios.
Mucho más difícil es sostener que la evangelización, asociada a la conquista, «…No supuso, en ningún momento, una alienación de las culturas precolombinas, ni fue una imposición de una cultura extraña…».
Se puede asumir que aquellos pueblos esperaban a Dios, incluso que fue una bendición haberlo conocido del modo que fuera, pero nadie creerá, por más que lo diga el Papa, que esperaban y se complacieron al encontrarse con aquellos hombres absurdamente violentos que los esclavizaron y los exterminaron.
No estoy calificado para inmiscuirme en la relación entre los hombres y Dios, pero si para discernir respecto a las relaciones de unos hombres con otros. No hubo de parte de los europeos de la conquista, incluyendo a los curas, ninguna meta espiritual loable. Las Cruzadas tuvieron la excusa de liberar Tierra Santa y el Santo Sepulcro, en la conquista de América no hubo siquiera esos pretextos.
Por último, para no pecar por exceso de recriminaciones, el Papa pudo ahorrarse el lance de que: «La utopía de volver a dar vida a las religiones precolombinas, separándolas de Cristo y de la Iglesia universal, no sería un progreso, sino un retroceso…».
Seguramente Benedicto XVI sabe que, «La religiosidad popular», en América Latina y El Caribe es esencialmente sincrética y mestiza y lo incluye todo, no sólo lo indoamericano anterior a Colón, sino también lo africano, incorporado por los esclavos.
Benedicto XVI parece anclado en el pasado cuando afirma que: «En América Latina y el Caribe, igual que en otras regiones…hay motivos de preocupación ante formas de gobierno autoritarias o sujetas a ciertas ideologías que se creían superadas, y que no corresponden con la visión cristiana del hombre y de la sociedad, como nos enseña la Doctrina Social de la Iglesia.
Obviamente, como otros ideólogos, el Papa propone un dogma por otro. Ahora es la Doctrina Social de la Iglesia. En el fondo, más de los mismo.