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Bolivia: entre la colonización y la revolución

Fuentes: Rebelión

Traducido para por Manuel Talens

Introducción

Muchos comentaristas del levantamiento boliviano que derrocó al presidente Sánchez de Lozada, títere de los Estados Unidos, no han considerado el desarrollo histórico de la política de clase que precedió a los acontecimientos de octubre.

Un análisis serio de la rebelión popular de octubre de 2003 requiere como mínimo una breve discusión sobre la tradición revolucionaria, las profundas raíces de clase y la conciencia antiimperialista que prevalece entre las clases campesinas rurales y urbanas. A esta perspectiva histórica se le debe añadir un análisis del nuevo contexto de lucha de clases, del renovado liderazgo de los principales movimientos y de los nuevos rostros de la reacción. Con dicho telón de fondo estaremos en mejor situación para entender los dos movimientos de insurrección acaecidos durante 2003, la derrotada revolución de febrero y el victorioso levantamiento de octubre. Un análisis de los logros y las limitaciones de la rebelión de octubre nos permitirá examinar las perspectivas para el futuro. ¿Habrá un «octubre rojo» o un golpe militar sangriento apoyado por los Estados Unidos?

Bolivia: 1952-2003

La multitud de bolivianos que bloquearon carreteras, construyeron barricadas y rodearon el palacio presidencial -campesinos, mineros, vendedores callejeros, desempleados y muchos otros- eran el producto de al menos medio siglo de lucha revolucionaria contra propietarios, dueños de las minas, grandes capitalistas y la embajada de los Estados Unidos. A partir de la revolución social de 1952, que expropió las minas y los bienes raíces de la oligarquía y destruyó a los militares, los trabajadores y los campesinos bolivianos establecieron sus propios sindicatos y milicias de clase. Sin embargo, el poder estatal fue acaparado por el partido Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) de la clase media, que inició un proceso de restauración de la hegemonía capitalista en alianza con los Estados Unidos. Siguió una situación de «poder dual» hasta 1964, cuando un golpe militar apoyado por los Estados Unidos colocó a René Barrientos en el poder, lo que dio lugar a matanzas de mineros y a una alianza entre los militares y los líderes campesinos de la vieja guardia. Con la muerte de Barrientos, un régimen nacionalista militar civil asumió el poder en 1968, nacionalizó Gulf Oil y abrió la puerta a una fase más radical y prerrevolucionaria durante los años 1969 y 1971. En este período, bajo la Presidencia de J. J. Torres, los trabajadores y el movimiento de campesinos de izquierda organizaron una asamblea popular, basada en la representación proporcional de trabajadores (el 50%), campesinos (el 30%) y profesionales y estudiantes, elegidos en el lugar de trabajo. La asamblea procedió a legislar un programa revolucionario de socialismo autogestionado en la industria, una radicalización del programa de distribución de la tierra y un amplio programa de asistencia social. Por desgracia, mientras el régimen legislativo de campesinos y trabajadores se radicalizaba, el ejército, al mando de Hugo Banzer, siguió siendo reaccionario y, con el apoyo de los Estados Unidos, tomó el poder y procedió a encarcelar, exiliar, proscribir y asesinar a los principales líderes y activistas populares.

Banzer, al igual que sus colegas dictatoriales en Chile, Argentina y Uruguay, trabajó estrechamente con la CIA durante los años setenta para asesinar disidentes exiliados en el denominado Plan Cóndor. Sin embargo, a principios de los ochenta el movimiento popular boliviano, dirigido por los mineros del estaño, surgió para desafiar a la dictadura y, mediante prolongadas huelgas generales, batallas desiguales entre dinamita y M-1, condujo al restablecimiento de la política electoral. De nuevo, una coalición de partidos de izquierda y de centro asumió el poder e intentó satisfacer las exigencias de los trabajadores y del capital, y terminó por caer víctima de la elevada inflación. En 1984-85, una coalición del partido del antiguo dictador Banzer y del antiguo grupo izquierdista guerrillero MIR (Movimiento de la Izquierda Revolucionaria) asumió el gobierno. Bajo la dirección del gobierno de los Estados Unidos y la CIA, el régimen puso en práctica un «programa de ajuste» diseñado por un economista de Harvard, Jeffery Sachs, que condujo al cierre de las principales minas de estaño y al desempleo de 40.000 mineros. Sachs argumentó que los fondos que el Estado ahorraba al no tener que subvencionar las minas estimularían nuevas industrias y nuevas inversiones, que absorberían a las decenas de miles de desempleados. Pero no había ningún capitalista boliviano capaz de competir con las importaciones baratas que la política de mercado libre de Sachs estimuló. Sin embargo, la política de Sachs llevó de manera indirecta a la creación del movimiento militante de cultivadores de coca. Muchos mineros cobraron su indemnización por el despido y lo invirtieron en tierras del sur, en Chapare, y del norte, en las Yungas, y empezaron a cultivar la única cosecha que les proporcionaba ingresos constantes. Estos nuevos «cultivadores de coca» trajeron con ellos sus tradiciones de solidaridad, organización y conciencia de clase, y pusieron en marcha un poderoso sindicato, con una nueva generación de líderes campesinos militantes.

A principios de los años noventa, los sindicatos de cultivadores de coca crecieron de manera notable para oponerse a la agresiva y sangrienta campaña de erradicación de la coca, organizada y dirigida por sumamente visibles militares estadounidenses y agentes de la DEA (Drug Enforcement Agency). Conforme los sindicatos de cocaleros acogían a más de 60.000 afiliados, las escaramuzas fueron en aumento. Entretanto, mientras las organizaciones regionales de clase incrementaban su fuerza, el poder político estaba en manos de un cliente cada vez más derechista del mercado libre de los Estados Unidos, Sánchez de Lozada (1994-1997).

Los cocaleros organizaron un instrumento político -la Asamblea de Pueblos Soberanos- que ganó las elecciones municipales en 1996-1997 y sirvió como base para un nuevo partido radical, el actual Movimiento Al Socialismo (MAS), dirigido por Evo Morales. El MAS amplió su programa de oposición a la erradicación de la coca para incluir las exigencias económicas de los trabajadores del servicio público (maestros y trabajadores sanitarios), las luchas por el reparto de la tierra de los trabajadores rurales sin tierra, las pensiones a los jubilados, las reivindicaciones salariales de los trabajadores, las exigencias de empleos públicos de los parados, las luchas nacionales contra el ALCA y la privatización del gas y los pozos de petróleo. En las elecciones presidenciales de 2002, el MAS se benefició de una década de lucha de clases y de movilizaciones y obtuvo el 21,9% del voto, perdiendo frente a Sánchez de Lozada, el candidato apoyado por los Estados Unidos, por una escasa diferencia del 0,6% (Sánchez de Lozada obtuvo el 22,5%). Dado que Felipe Quispe, el otro líder militante campesino indio, obtuvo el 7%, estaba claro que la izquierda logró más votos que el ganador de la derecha.

Varios factores explican el aumento en más del triple del apoyo al MAS: (1) la intensa lucha de clases que precedió a la campaña electoral y que continuó durante ésta polarizó y elevó la conciencia de clase del electorado, neutralizando así la ventaja de los medios de comunicación y las ventajas económicas de la derecha; (2) la ostensible intervención del embajador estadounidense Rocha, que amenazó al electorado boliviano con la cancelación de la ayuda y del comercio si se atrevían a votar a Evo Morales y al MAS precipitó un gran cambio a la izquierda entre la mayoría de los bolivianos antiimperialistas; (3) la presencia de Evo Morales, un carismático líder de manifestaciones de masas, investigaciones del Congreso y confrontaciones populares con el Estado, que hizo una campaña en lengua quechua y en español, sobre cuestiones nacionales, internacionales y locales. Tras las elecciones, el MAS se convirtió en el principal partido de la oposición en el Congreso, con numerosos diputados indios, mujeres y obreros.

Cambio de contexto de la lucha de clases

Desde principios de los años cincuenta hasta mediados de los ochenta, los mineros marxistas del estaño fueron la vanguardia de la lucha revolucionaria. Dirigieron la Central Obrera Boliviana (la COB) y probaron en huelgas generales y mediante la resistencia armada que eran el centro de la oposición a los mandatos de Fondo Monetario Internacional y a los saqueos de los estafadores locales y de los capitalistas extranjeros. Sin embargo, el cierre de las minas de estaño, las luchas sectarias internas y la corrupción gubernamental de los líderes debilitó la COB y el liderazgo de los mineros. A principios de los años noventa estaba claro que el mando de la lucha había cambiado a los sindicatos de la coca, a las coaliciones urbanas de sindicatos, a los consumidores, a los vendedores callejeros y a los desempleados. El cambio en el mando no fue aceptado con facilidad. Evo Morales me dijo una vez que la primera vez que asistió a una reunión de la COB como delegado del sindicato campesino, un líder minero le pidió «que le comprara un paquete de cigarrillos» y, más tarde, cuando apoyó a un líder sindicalista campesino como líder de la COB, fue ridiculizado por el resto de los delegados mineros. Esto ahora es historia. Existe una amplia aceptación del papel dinámico de los cocaleros y una mayor solidaridad, tal como ha demostrado el levantamiento de octubre.

El nuevo liderazgo revolucionario está ilustrado por la aparición de Evo Morales, el líder de los cultivadores de coca en la región de Cochabamba, portavoz político del MAS y, posiblemente, el próximo presidente de Bolivia. Evo ha dedicado su entera vida política a la creación del sindicato de trabajadores de la coca, con un cuadro sustancial de antiguos mineros militantes convertidos en cultivadores de coca, de mujeres, de organizadores comunitarios y de sindicalistas. La clave de la fuerza del sindicato de cultivadores de coca está en las asambleas populares, en las frecuentes conferencias de delegados libremente elegidos y en los estrechos lazos y la responsabilidad entre los dirigentes, las asambleas y su lucha a muerte por conservar sus tierras, sus casas y un nivel de vida decente contra las campañas estadounidenses de erradicación de la coca. En diciembre de 2002, me invitaron a hablar a la Asamblea de Cultivadores de Coca, en Chapare. Después de la charla, los delegados de todas las comunidades locales discutieron inmediatamente un «plan de lucha» de 15 puntos para lanzarlo durante la segunda semana de enero tras cuatro meses de negociaciones infructuosas con el régimen de Sánchez de Lozada. La DEA estadounidense rechazó la oferta del movimiento de limitar el cultivo de coca a menos de un acre. Fue el presidente Sánchez de Lozada (en Bolivia lo llaman el «Gringo») quien hizo pública la decisión de la embajada, en su español de fuerte acento yanqui (por haber vivido la mayor parte de su vida en los Estados Unidos) y quien ordenó al ejército que siguiera actuando. La discusión abierta y las exigencias de pasar a la acción por parte de los delegados en la reunión reflejaron la cercana relación entre el sindicalismo de estilo asambleario democrático y la militancia de clase.

Se estableció un programa de 15 puntos que incluía las principales exigencias de una amplia gama de clases sociales y grupos económicos, con la idea de establecer una coalición nacional para una huelga general. El 15 de enero, los cocaleros se movilizaron y bloquearon las principales carreteras con piedras de las montañas, cargas de dinamita y enfrentamientos con la policía y los militares. Sánchez de Lozada envió refuerzos a los militares y prometió limpiar las carreteras a cualquier precio. Muchos cocaleros fueron heridos y detenidos. Varios fueron asesinados. La respuesta en las ciudades era tibia y los cocaleros de las Yungas, dirigidos por Quispe, tardaron en reaccionar. Sin embargo, a principios de febrero Sánchez de Lozada, minimizando el polvorín sobre el que estaba sentado, impuso un impuesto del 12% a los salarios de la población. El ochenta por ciento de los bolivianos vivía ya en la pobreza y el nivel de vida había disminuido un 20% durante los dos años anteriores. Hubo una huelga general, que incluyó a todos los sectores de la mano de obra. En La Paz, y en otras partes, los funcionarios y la policía no sólo se negaron a reprimir a la numerosa población, sino que se unieron a la protesta. Sánchez de Lozada llamó al ejército tras atrincherarse en el palacio presidencial, cuyas ventanas habían sido apedreadas. El Palacio de Justicia fue saqueado. Más de cuarenta personas cayeron asesinadas en la sangrienta rebelión de febrero, ensayo general de la insurrección de octubre. Fuentes gubernamentales revelaron que el embajador estadounidense Greenlee, un antiguo agente de la CIA, le exigió al presidente que hiciera todo lo necesario para conservar el poder. La matanza de febrero polarizó todavía más el país y aisló a Sánchez, cuya popularidad cayó en picado, pero con el apoyo de Greenlee y de los militares siguió adelante con la venta del gas boliviano, un polémico acuerdo que ofrecía pingües beneficios a las compañías estadounidenses y europeas del gas.

Caras nuevas, viejos reaccionarios

Sánchez de Lozada representa la nueva cara más abiertamente colonial de los regímenes clientes de los Estados Unidos. Estudió y pasó la mayor parte de su vida en ese país, mientras hacía negocios ocasionales en Bolivia, Chile y los Estados Unidos, que lo hicieron millonario. A diferencia de los anteriores déspotas clientes de los Estados Unidos, Sánchez de Lozada no ascendió a través de la maquinaria del partido del derechista «Movimiento Nacional Revolucionario», con una retórica nacionalista. Ha sido, desde el principio hasta el fin, un partidario de la economía de mercado favorable a los yanquis. Tal como sucede en la Europa del Este, en los Balcanes, en los países bálticos y ahora en Irak, los «antiguos patriotas» o «exiliados» que están totalmente a favor de los intereses estadounidenses regresan y, con una generosa financiación, acceden a puestos elevados y utilizan sus conexiones de negocios para asegurar inversiones, préstamos y desarrollo. En todos los casos, estos «antiguos patriotas» se convierten en intermediarios de las liquidaciones al por mayor de recursos nacionales vitales. La liquidación del gas boliviano fue uno de estos ejemplos, que terminó por hacer explotar el levantamiento que derrocó a Sánchez de Lozada.

La privatización del gas: fórmula para la insurrección

Entre 1985 y 1997, tanto el presidente como el Congreso de Bolivia decretaron una serie de privatizaciones. Estas ventas tuvieron lugar en gran parte durante la primera presidencia de Sánchez de Lozada, que promovió las privatizaciones como una manera de «inyectar nuevo capital» en la economía, con lo que camufló la transferencia de la propiedad como «capitalizaciones», no como privatizaciones que permitirían la entrada en funciones de depredadores locales y extranjeros. En 1997, el último año de su primer mandato presidencial, Sánchez de Lozada y los líderes del Congreso aprobaron en secreto un decreto que permitió la propiedad multinacional del gas natural en su «origen», lo cual significaba que el gas era «boliviano» mientras permanecía bajo tierra, pero de propiedad extranjera cuando se bombeaba y se vendía. Cualquier escolar boliviano con un conocimiento mínimo de la historia sabe que la constitución establece que los recursos naturales pertenecen al estado de Bolivia. El acuerdo original con las multinacionales estipulaba un reparto a medias entre el Estado y las corporaciones privadas, pero Sánchez de Lozada incluyó una cláusula secreta en la que los «nuevos pozos» serían explotados con un porcentaje para el Estado boliviano de sólo el 18%, mientras que el 82% restante sería para las multinacionales. Éstas procedieron a designar muchas instalaciones de operaciones como «nuevos pozos». La parte del Estado boliviano se calcularía en el puerto de salida en Chile, no como una proporción del precio en los Estados Unidos. Por consiguiente, Bolivia recibiría el 18% de 70 centavos de dólar (0,70 dólares) por cada mil pies cúbicos. Este extraño arreglo contrastaba con el precio de 2,70 dólares por trescientos pies cúbicos de gas que se les vendían a los empobrecidos bolivianos. En otras palabras, los bolivianos pagarían doce veces más que el precio calculado como base para sus entradas por el gas exportado. Además, después de que Sánchez de Lozada hubiera cedido los derechos de explotación del gas, los geólogos a sueldo de las multinacionales «descubrieron» que el gas boliviano y las reservas de petróleo eran diez veces superiores a las estimadas con anterioridad.

En 2002, Evo Morales llamó la atención en el Parlamento sobre este enorme timo y fue inmediatamente expulsado de la legislatura. Esta acción tuvo consecuencias, ya que hubo movilizaciones de masas en todo el país y Evo fue rehabilitado. Entretanto, la población entera se dio cuenta de la estafa y de la enorme posibilidad de salir de la pobreza mediante los miles de millones que se podrían obtener del gas y del petróleo si se cancelaban las privatizaciones y los acuerdos fraudulentos.

Mientras tanto, la prensa burguesa y muchos progresistas presentaron la cuestión como si fuese un conflicto «histórico» entre Bolivia y Chile a propósito del puerto por el que el gas sería transportado, en vez de una lucha antiimperialista. A pesar de su completo aislamiento y de la clara muestra de su monumental complicidad para estafar a la nación, Sánchez siguió adelante con el proyecto del gasoducto favorecido por las multinacionales. De nuevo los bolivianos, esos «hombres pobres sentados sobre una montaña de riqueza», estaban siendo estafados, hasta que el levantamiento de octubre puso término temporalmente a dicha situación al derrocar al protegido de los Estados Unidos que, de manera apropiada, escapó a Washington para informar a sus amos.

A la lucha de masas debida al gas se le suma la creciente lucha por una nueva reforma agraria. La reforma agraria de 1952 ha sido totalmente neutralizada: dos millones de familias, sobre todo indias, trabajan cinco millones de hectáreas, mientras que menos de cien familias poseen veinticinco millones de hectáreas. Cuando los barones del ganado reclamaron que necesitaban sesenta hectáreas por cada res, Evo Morales respondió que para obtener cincuenta hectáreas es preciso ser una vaca.

La insurrección de octubre

Después de la matanza de febrero de 2003, el mando del levantamiento de octubre pasó a otro líder cocalero, Felipe Quispe, de las Yungas, líder del Movimiento Indígena Pachakuti. El 29 de septiembre de 2003, el jefe de la COB apeló a una «huelga general indefinida» contra la política del gas y económica del régimen. Al principio, la llamada a la huelga recibió una débil respuesta; únicamente los sindicatos de mineros en Oruro y Potosi depusieron sus herramientas, seguidos de los maestros. Al tercer día de huelga, los estudiantes de La Paz se echaron a las calles. A partir del 3 de octubre, miles de campesinos de las Yungas bloquearon todas las carreteras principales que conducen a La Paz. Las guarniciones del ejército en La Paz fueron movilizadas y trasladadas a El Alto, una ciudad de un millón de habitantes situada por encima de la capital. El Alto tiene la renta per cápita más baja de Bolivia: es, literalmente, una «ciudad de proletarios».

Los consejos centrales de trabajadores de Cochabamba, dirigidos por Oscar Oliveri, así como otras ciudades, se declararon a favor de la huelga general. Día tras día, las calles de todas las ciudades principales se llenaron de manifestantes y barricadas. Las luchas callejeras estallaron en La Paz y en todas las carreteras. Los militares cambiaron los gases lacrimógenos por municiones. En El Alto, la ciudad proletaria, decenas de miles de trabajadores jóvenes desempleados lucharon contra el ejército barrio por barrio, calle por la calle, casa por casa. El número de muertes se elevó conforme pasaban los días y los heridos abarrotaron los hospitales. Decenas de miles de mineros bajaron por las carreteras desde las tierras altas con cartuchos de dinamita y unos pocos Mausers oxidados de 1930, procedentes de la guerra del Chaco. Las mujeres estaban en las líneas de combate, como líderes de las asociaciones de vecinos, enfrentándose el ejército y haciendo retroceder a los reclutas campesinos. Hacia el 13 de octubre, el palacio presidencial fue rodeado por cientos de miles de encolerizados trabajadores, campesinos, indios, vendedores callejeros y desempleados. Los partidos que sostenían el régimen dimitieron del gabinete, mientras que algunas de sus sedes eran asaltadas y quemadas. El vicepresidente Meza, convenientemente, dimitió. El embajador Greenlee, el antiguo experto en contrainsurgencia de la CIA, le exigió a Sánchez de Lozada que se mantuviese en el poder por la fuerza.

La economía se paralizó. En las ciudades no entraban ni alimentos, ni gas ni ningún otro producto básico; los pequeños vendedores se fueron de los mercados en prueba de solidaridad y de los supermercados a causa del miedo. El 15 de octubre, el presidente escapó a Santa Cruz, donde pensaba que la elite de la derecha de los negocios organizaría un golpe militar para devolverle el poder. Esperó seis horas y, luego, siguió camino hacia Miami, junto a otros estafadores, torturadores y presidentes electos que escapan a la ira de los pueblos masacrados. Hubo ochenta y un muertos y cuatrocientos heridos o incapacitados.

Evo Morales y el Congreso apoyaron la designación del vicepresidente Meza como nuevo presidente interino.

Meza recibió el mandato de convocar una Asamblea Constitucional y nuevas elecciones, así como de declarar nulo el programa anterior y de revocar el acuerdo del gasoducto. Frente a medio millón de personas en las calles de La Paz y tal como se esperaba, Meza señaló su compromiso de «revisar la política del antiguo régimen y responder a las exigencias del pueblo». Luego, designó un gabinete de tecnócratas totalmente ajenos a las exigencias del pueblo y, dos semanas más tarde, anunció que seguiría la política de su predecesor (y de su patrón, el embajador Greenlee) en la erradicación de la coca. Evo Morales reconoció parcialmente su error al apoyar a Meza y declaró que su partido, el MAS, dejaría de secundarlo si seguía con el programa de erradicación. Sin embargo, en declaraciones más recientes, Evo ha vuelto a apoyar al neoliberal Meza, mientras denunciaba los preparativos de un golpe militar.

Conclusión

Es preciso señalar varios puntos. A pesar de sus vínculos de muchos años con todas las principales luchas a lo largo de la década pasada, el MAS y Evo Morales representaron un papel muy secundario en la lucha durante el levantamiento de octubre. De hecho, Evo estaba en Ginebra en una conferencia interparlamentaria durante la mayor parte de la sangrienta lucha callejera y los cocaleros no obstruyeron las carreteras hasta los últimos días del levantamiento.

El comportamiento del MAS, ejemplar hasta entonces, resulta difícil de explicar y tampoco se comprende por qué Evo apoyó el nombramiento de Carlos Meza como sucesor de Sánchez de Lozada, ya que es claramente un neoliberal que había secundado al presidente hasta su último día en el gobierno. Una explicación puede ser la posible influencia de la política electoral institucional en la domesticación del MAS. Puede que sea así, pero Evo tiene unos límites que no podrá sobrepasar en su relación con las estructuras del poder, que son las masas -los cocaleros- y la insistencia intransigente de los Estados Unidos en la erradicación. Evo no puede llegar a acuerdos con ningún político que proponga destruir a los cocaleros. La cuestión de la coca, en última instancia, mantiene a Evo en la izquierda radical.

La segunda cuestión es el enorme poder de los levantamientos latinoamericanos para derrocar regímenes clientes de los Estados Unidos y la ausencia de cualquier liderazgo político para sustituir a los regímenes expulsados. El mismo fenómeno ocurrió en Argentina con el levantamiento de diciembre de 2001 y, antes, en Ecuador y Perú. Los levantamientos radicales de masas no terminan en revoluciones. La ausencia de una organización sociopolítica revolucionaria y de un liderazgo con vocación para asumir el poder es una obviedad.

En tercer lugar, la división entre los dos líderes militantes cocaleros, Quispe y Evo, no es simplemente personal, sino que refleja dos conceptos diferentes de política: étnica frente a étnica de clase. Quispe propugna la necesidad de una nación aymara separada, con su propio gobierno; Morales apoya una nación multiétnica, en la que las comunidades indias gozarían de gran prioridad y el poder estaría en manos de la pequeña burguesía de trabajadores y campesinos. El problema de la opción de Quispe es que la mayor parte de la riqueza del petróleo y del gas de Bolivia se encuentra fuera de las regiones aymaras.

El levantamiento boliviano ha recibido un amplio apoyo entre los pueblos de América Latina. Los activistas y militantes lo ven como una demostración de que los regímenes neoliberales apoyados por los Estados Unidos pueden caer derrotados. En Bolivia, el tiempo corre en contra del nuevo presidente. El embajador Greenlee y los 5 «expertos» del Pentágono, que llegaron a Bolivia después del levantamiento, sin duda preparan un golpe sangriento. Meza, que carece de partido o de aliados en el mundo de los negocios y tiene poco contacto con los militares, es incluso más débil que su predecesor. La izquierda se dedica a organizar a los activistas de masas que hagan posible la insurrección. Esto requiere la unión de los dos sindicatos de la coca, la COB, los consejos regionales del trabajo, las organizaciones de vecinos, los mineros, el MAS, el MIP (Movimiento Indígena Pachakuti) y las decenas de miles de jóvenes luchadores callejeros desempleados.

La clase obrera boliviana y el campesinado han demostrado su coraje sin límites, su inmensa solidaridad, su antiimperialismo desafiante y su enorme deseo de controlar y usar sus recursos naturales para mejorar sus vidas. ¿Encontrarán sus líderes la manera de unificar sus fuerzas? ¿Desecharán las tentaciones de la estructura de poder que impregna la política electoral? ¿Tomarán el poder del Estado»?

¿Será la próxima ocasión un «octubre rojo»?