A punto de concluir sus primeros once meses como presidente de Brasil, Jair Bolsonaro sigue sorprendiendo y mostrándose insuperable cuando se trata de iniciativas que, más que gravemente equivocadas, más que absurdas, constituyen verdaderas aberraciones. Su gobierno alcanzó el auge en el campo de las aberraciones al nombrar a Sergio Camargo, hasta ahora un nombre […]
Su gobierno alcanzó el auge en el campo de las aberraciones al nombrar a Sergio Camargo, hasta ahora un nombre olímpicamente desconocido, para presidir la Fundación Palmares, dedicada a preservar, estudiar y difundir la cultura afro-brasileña.
Sergio Camargo es un negro que asegura que en Brasil no hay racismo. Y aclara: «La negrada esa se queja por ser imbécil y desinformada por la izquierda». Bueno: la «negrada esa», cuando se considera también a los mestizos, constituye la mayor parcela de los 210 millones de brasileños. Y, junto a Cuba, Brasil es el país que tuvo la mayor influencia de las culturas africanas en su formación.
El colmo de la estupidez, sin embargo, está en una afirmación de Camargo relacionada a la esclavitud, una de las llagas abiertas en la historia de mi país: «Ha sido terrible, pero a la vez benéfica porque los negros esclavizados aquí vivían mejor de lo que vivirían si estuviesen en África».
O sea, el esperpento ambulante que preside la fundación del estado brasileño dedicada a la cultura afro-brasileña defiende los beneficios de la esclavitud que torturó a sus ancestros.
Con tal nombramiento, Jair Bolsonaro se aseguró, y ojalá que para siempre, el muy merecido título de insuperable en todo lo que de peor existe en la historia de la República brasileña.
Tener a un negro racista que defiende la esclavitud es, convengamos, el colmo de la abyección.
Se confirma, además, que Bolsonaro tiene obsesiones incontrolables. Es un obcecado en contra de los derechos de las minorías, del medioambiente, de los indígenas, de cualquier barniz de progresismo. Está en contra de las artes, la cultura y la educación. Un obcecado con que cada brasileño tenga licencia para matar.
Nada más natural, por lo tanto, que haya buscado a sus pares para formar un gobierno plagado de aberraciones. Lo ocurrido en los últimos días abre ventanales para que se vea la absoluta falta de límites cuando se trata de destrozar lo arduamente construido a lo largo del tiempo en la estructura gubernamental destinada a las artes y la cultura.
En su primer día presidencial Bolsonaro cerró el ministerio de Cultura, transformándolo en una secretaría especial bajo el paraguas de un difuso e ineficaz ministerio de la Ciudadanía.
Luego de meses en que lo único que emanó de la secretaría de Cultura fueron gestos de censura y en los que se desmanteló la estructura del sector, causando – entre otros daños tremendos – la parálisis de la producción audiovisual, Bolsonaro la traspasó al igualmente inerte (excepto por las acusaciones de corrupción centradas en su titular) ministerio de Turismo.
Para encabezarla, Bolsonaro eligió al director teatral Roberto Alvim.
El nuevo titular se hizo conocido a raíz de dos etapas específicas de su vida. Primera: fue un director innovador, inventivo, conocido por llevar al escenario la adaptación de la novela ‘Leche derramada’, de Chico Buarque. Un tipo con gran capacidad de trabajo, a pesar de su adicción desenfrenada al alcaloide llamado benzoilmetilecgonina, y conocido vulgarmente como cocaína.
Segunda etapa: luego de librarse de la adicción y de un cáncer que, según cuenta él, fue curado gracias a un milagro de la Virgen María, se transformó en un radical de ultraderecha. Anunció que convocaría a una guerra santa en el campo de las artes para rescatar los valores de la familia cristiana y fulminar los daños del «marxismo cultural».
Con eso, conquistó de inmediato la admiración del clan familiar. Eligió cuidadosamente radicales de ultra-derecha para ocupar todas las subsecretarías bajo su comando. Y de esa manera contribuyó, de manera olímpica, a aplacar una de las tantas obsesiones de Bolsonaro, el insuperable: fulminar, de una vez y para siempre, la estructura de las artes y la cultura en un gobierno que no tiene otra misión que la de destruir todo.
A punto, pues, de cumplir once meses como presidente, Bolsonaro confirma lo que dijo con amargo humor un amigo mío cuando este gobierno todavía no llegaba a su primer semestre: «Que nadie se atreva a pedir intervención militar o judicial contra el presidente: se trata de un evidente y urgente caso de intervención psiquiátrica».