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Bolsonaro o el fantasma del fascismo en Brasil

Fuentes: La Digna Voz (México)

Quiero recordar que a un año de la elección en Estados Unidos presagié el triunfo de Donald Trump. Tan pronto ganó el candidato republicano en EE.UU., anticipé el trriunfo de Andrés Manuel López Amador (AMLO) en México. En el primer caso, advertí que hasta el final de la elección conservaría la esperanza de que el […]

Quiero recordar que a un año de la elección en Estados Unidos presagié el triunfo de Donald Trump. Tan pronto ganó el candidato republicano en EE.UU., anticipé el trriunfo de Andrés Manuel López Amador (AMLO) en México. En el primer caso, advertí que hasta el final de la elección conservaría la esperanza de que el pronóstico resultara errado; cosa que no aconteció, infelizmente. En el segundo, previne acerca de las limitaciones que entrañaría un gobierno «conciliador» en un contexto de sobrecarga de expectativas ciudadanas. Si bien aún no toma protesta el candidato electo, ya es posible discernir una acción concertada de AMLO y sus operadores para reducir o acotar tales expectativas sociales. A tan sólo 3 meses de la elección presidencial en Brasil, más que nunca espero que la previsión yerre, y que Jair Bolsonaro, candidato a la presidencia por el Partido Social Liberal (PSL) -que no tienen nada de social ni de liberal, y que es fiel representante del baronato colonial- registre una derrota aparatosa en los comicios de octubre. Sin embargo, debo prevenir que tal escenario -el de un descalabro de Bolsonaro- se antoja difícil. El conjunto de fuerzas e inercias que recorren subterráneamente la elección en Brasil perfilan un desenlace electoral dramático. Jair Bolsonaro -militar en reserva y facsímil tropical de Donald Trump- es el tumor cancerígeno que brotó al interior del sistema político brasileño tras el golpe de Estado que depuso ilegalmente a la presidenta legítima, Dilma Rousseff. Cabe hacer notar, no obstante, que Bolsonaro no es una criatura de reciente fabricación. Las posiciones políticas que representa -plutocracia militarista sin concesiones- se alojan en Brasil desde tiempos coloniales. Hasta ahora tales expresiones habían sido más o menos eficazmente domeñadas en la política (no así en la sociedad o en los círculos de privilegio). La diferencia notable es que, en este momento, una franja importante de la ciudadanía identifica en él una respuesta o salida a los problemas que aquejan a Brasil. El propósito de este artículo no es vaticinar un eventual triunfo de esa «continuidad revestida de cambio», sino más bien proporcionar algunas líneas de análisis y reflexión para intentar impedir, conjuntamente, que tal vaticinio llegue a cristalizarse.

Es innegable que Jair Bolsonaro es una criatura arquetípica de la antipolítica. ¿Qué es la antipolítica? Noam Chomsky explica: «Lo que se ha creado durante este medio siglo de propaganda corporativa masiva, es lo que se conoce como ‘antipolítica’. Cualquier cosa que sale mal se culpa al gobierno. Y efectivamente, hay muchas cosas que reprocharle al gobierno. Pero el gobierno es la única institución que la gente puede cambiar, es la institución que uno puede afectar con la participación […] Esa es exactamente la razón por la cual toda la ira y el miedo están dirigidos contra el gobierno. El gobierno tiene un defecto: es potencialmente democrático. Las corporaciones no tienen defectos: son tiranías puras. Por eso se trata de mantener en el anonimato a las corporaciones, y concentrar toda la ira en el gobierno. Si no te gusta algo, si los salarios están a la baja, culpa al gobierno. No culpen a los hombres que figuran en [la revista de negocios] Fortune 500, porque nadie lee esta revista […] Uno nunca lee acerca de las ganancias astronómicas [de las grandes empresas] […] Como se ha dicho, hay mucho que reprochar al gobierno. Pero el gobierno es exactamente lo que Dewey describió como la ‘sombra proyectada de los negocios sobre la sociedad’. Si se quiere cambiar algo, es preciso cambiar la sustancia no la sombra».

O también podríamos encuadrar a Bolsonaro en aquello que los analistas llaman el «tercer espíritu del capitalismo», y que se define, entre otras cosas, por la incorporación de una (seudo) crítica contra los desenfrenos del capitalismo, engañosamente ceñida tal crítica a la corrupción de los políticos, a fin de allanar -ideológicamente- el ascenso al poder público de los «no-políticos»: a saber, personajes como Trump o Bolsonaro que gobiernan sin soberano popular, presuntamente sin ideología, y al servicio exclusivo del privilegio, llámese militar, eclesiástico, criminal o empresarial.

Para decirlo en términos más simples, no hay un ápice de novedad en la campaña-estrategia-programa de Jair Bolsonaro, excepto los factores externos, tales como el desencanto ciudadano o la fragmentación-naufragio de la izquierda, que son los catalizadores que a menudo propician el ascenso de la alternativa fascista. Bolsonaro arrastra votantes porque él se presenta como un rebelde patriota, en el contexto de una crisis generalizada que el ciudadano aislado atribuye a la corrupción de los políticos, en general, y a los escándalos de corrupción que involucran al Partido de los Trabajadores (PT), en particular. Para ese ciudadano atomizado, irritado, desconsolado y despolitizado, Bolsonaro representa la posibilidad de salir del laberinto de la soledad opresiva. Y no porque el candidato prometa, con base en una política inteligente, dirimir los conflictos que enfrenta Brasil, sino justamente porque promete abolir la política, que es la fuente de todos los males globales, nacionales o personales, de acuerdo con la narrativa que impusieron, a base de propaganda, las clases que dirigen monopólicamente la economía.

Y esto último es lo que parecen no entender en la izquierda brasileña (si bien es cierto que no están definiendo planes de acción reflexivamente, sino apenas estudiando cómo sobrevivir a la ilegal persecución de la que son objeto). Atacar a Bolsonaro por falta de pericia gubernativa o por incorrecciones políticas sólo ayuda a incrementar su popularidad. Cualquier cuestionamiento proveniente de cualquier figura política eleva la simpatía del auditorio por el candidato. Cualquier aparición en televisión, así sean un par de minutos para responder una pregunta ingeniosa, se traduce en una cosecha de seguidores. El último debate presidencial en Brasil demuestra que la hegemonía está del lado de la ultraderecha conservadora: loas a dios, a la violencia, a la patria de los pocos, a los barones, al racismo estructural, a la técnica de la hiperacumulación, al rencor social, al machismo. Fue posible advertir, en las tres horas de transmisión, que la derecha golpista -que no es liberal; es ultraconservadora- está perfectamente organizada, y que los candidatos de la izquierda o del centro, notoriamente ignorados en el debate, están desarticulados, o acaso cuidadosamente arrinconados por el «frente de la derecha» («las cincuenta sombras de Temer» dixit Guilherme Boulos) de tal modo que apenas consigan contribuir a realzar la presunta pertinencia o urgencia del programa ultraconservador. También quedó de manifiesto que el candidato de Rede Globo -el monopolio mediático de Brasil y el vigésimo quinto grupo de multimedia más grande en renta del mundo- es Jair Bolsonaro. A Rede Globo se suman casi todas las otras tiranías de Brasil: la iglesia, las fuerza armadas, el poder judicial, las corporaciones, el crimen organizado y los bancos.

No se necesita mucha agudeza para reparar que, en la próxima elección de Brasil, el elector votará por aquel que proponga más firmemente un plan de acción urgente para restaurar la autoridad. Y en esto, los ultraconservadores registran una ventaja notable. Por ello, también es urgente que desde las izquierdas se defina un plan cuyo eje de acción-discurso recoja ese estado emocional, anhelo o demanda ciudadana. Por un lado, Bolsonaro propone restaurar la autoridad acudiendo básicamente a eso que Chomsky llama las «tiranías puras», que son las fracciones del Estado que no están sujetas a escrutinio público o voto popular: reitero, la iglesia, las fuerzas armadas, el poder judicial, las corporaciones, el crimen organizado, los bancos. En suma, los flancos opacos u oscuros del aparato estatal. Por otro lado, las izquierdas primero tienen que definir una candidatura estratégica más o menos unificada. Y después, proponer con la misma vehemencia, o incluso superior a la de los ultraconservadores, la restauración de la autoridad desde las fracciones del Estado «potencialmente democráticas»: a saber, la sociedad organizada no empresarial, los nuevos movimientos sociales, la población civil desorganizada (que teóricamente es depositaria de la soberanía), los parlamentos federal-estatales, algunos partidos políticos (no golpistas), y el poder ejecutivo.

Que el PT y Lula consiguieran aislar -con éxito- al candidato de centro-izquierda Ciro Gomes, boicoteando todas sus posibles alianzas políticas, comporta un mérito estratégico de corto alcance. Pero no necesariamente ético, en el largo plazo. Las consecuencias no previstas de esa «estrategia» pueden resultar catastróficas para Brasil. Porque acaso el único candidato del llamado «campo progresista» que podía competir seriamente en la elección, proponiendo la restauración de la autoridad desde las «fracciones del Estado potencialmente democráticas» era -o es- Ciro Gomes (a pesar de su esporádico camaleonismo). Vale decir: la disputa por la hegemonía al interior de las izquierdas, que no comporta ningún mérito ético, está allanando el camino al ascenso de Jair Bolsonaro.

Francamente, espero errar en las previsiones. Y confío que la alfabetización política de ciertos sectores de la sociedad brasileña en los gobiernos del PT tenga impacto electoralmente, y que las izquierdas no confabulen -voluntaria o involuntariamente- a favor del fantasma del fascismo en Brasil.