Brasil, país emergente que ha sido referencia en el subcontinente, se ha convertido tras las elecciones del pasado 28 de octubre en el eje sobre el que pivota gran parte de la inestabilidad política y económica regional. La nación más grande de Sudamérica, con una tasa de homicidios que supera la de Europa y también […]
Brasil, país emergente que ha sido referencia en el subcontinente, se ha convertido tras las elecciones del pasado 28 de octubre en el eje sobre el que pivota gran parte de la inestabilidad política y económica regional.
La nación más grande de Sudamérica, con una tasa de homicidios que supera la de Europa y también la de Estados Unidos, decidió, en el marco de una fuerte deslegitimación social de su ecosistema político institucional, votar por el antipetismo plasmado en la figura de una nueva derecha que se manifiesta como alternativa pese a sus cánones sumamente conservadores en el sentido moral y neoliberales en lo referente a sus planteamientos económicos.
El fenómeno puede ser extensible a otros países de América Latina en la medida en que el subcontinente ostenta la nada envidiable distinción de ser la región más violenta del mundo, con 23,9 homicidios por cada 100 mil habitantes, comparado con los 9,4 de África, 4,4 de América del Norte, 2,9 de Europa y 2,7 de Asia.
Hablamos de un territorio que concentra apenas el 8 por ciento de la población mundial pero el 37 por ciento de los homicidios que acontecen en el planeta, donde están ocho de los diez países más violentos a nivel global y 42 ciudades del ranking de las 50 más inseguras del globo terráqueo. En ese contexto, las expresiones políticas de «mano dura» contra la violencia, como las que representa Bolsonaro, pueden imponerse ante conceptos anteriormente aceptados con respecto a la inviolabilidad de la integridad física y los derechos ciudadanos.
En paralelo, tres de cada cuatro ciudadanos latinoamericanos manifiesta -según diversos estudios de alcance regional- escasa o nula confianza en sus respectivos gobiernos, y alrededor del 80 por ciento de la sociedad es consciente de que la corrupción está extendida en las instituciones públicas de la región. El sistema de partidos políticos está actualmente altamente desprestigiado, las clases vulnerables – o sectores recién salidos de la pobreza- y las clases medias más consolidadas no sienten que sus reclamos sean adecuadamente canalizados por sus gobiernos ni por las formaciones políticas de viejo cuño, a la par que la mayoría de la gente no tiene fe en el futuro. En resumen, la desconfianza ciudadana es cada vez mayor y está llevando a una fuerte desconexión entre la sociedad y la estructura del Estado, lo que pone en jaque la cohesión social y debilita el «hipotético» contrato social existente.
En este contexto, el terreno está abonado para la configuración de nuevas fuerzas políticas que se posicionen como antisistémicas frente a los partidos convencionales, incluyendo entre ellos a las candidaturas progresistas que durante el pasado ciclo político no pusieron en cuestión el modelo de acumulación heredado ni el statu quo existente dentro de nuestras sociedades, ni el modelo para la toma de decisiones en el Estado. En paralelo, se reposiciona socialmente -en sociedades asediadas por el crimen y la violencia- el imaginario de que para acabar con la delincuencia es necesario que haya «mano dura» por parte de las autoridades, mientras las tácticas militarizadas vuelven a ser propuestas como herramientas para asegurar una gestión exitosa en la seguridad ciudadana.
Pero más allá de un posible «efecto contagio» en la región, y contrariamente a las lógicas emanadas por líderes como Lula, Chávez o Correa, el actual presidente electo de Brasil no manifiesta inicialmente pretensiones de convertirse en una figura de liderazgo regional.
Más allá de su confrontación ideológica con gobiernos como Cuba, Venezuela e incluso Bolivia -países a los que Bolsonaro considera que «no agregan valor económico y tecnológico a Brasil»-, el futuro mandatario brasileño ha manifestado interés por acercarse a países desarrollados fuera de la región con el fin de reimpulsar el comercio exterior del gigante sudamericano. Dicha posición posiblemente termine de sepultar los ya semimoribundos procesos de integración regional: Celac, Unasur e incluso el propio Mercosur. El primer destino que aparece en su agenda internacional es Chile, donde será recibido por Sebastián Piñera, lo que parece indicar un cambio en la preferencia de las alianzas comerciales brasileñas en la región, antes encabezada por Argentina, el tercer país que más importa desde Brasil. Bolsonaro también visitará Estados Unidos con el fin de entrevistarse con Donald Trump, líder por el cual el presidente electo brasileño ha manifestado «gran admiración»; y en tercer lugar Israel, país en el cual pretende trasladar su embajada desde Tel Aviv a la ciudad de Jerusalén, siguiendo las presiones internas recibidas desde sectores evangélicos y pentecostales.
China, principal socio comercial de Brasil en estos últimos años -con un monto de 75.000 millones de dólares en comercio bilateral durante el ejercicio 2017 (20,3 por ciento del comercio exterior brasileño)-, se mantiene a la expectativa respecto de los iniciales movimientos de Jair Bolsonaro, quien ha descrito al coloso asiático como «un depredador» que busca dominar las áreas económicas clave de su país y la región. Pese a ello, Beijing confía en que las relaciones comerciales con Brasil sigan siendo prósperas, y en prueba de buena voluntad tituló el editorial del China Daily (periódico controlado por el Partido Comunista Chino) del día después del triunfo de Bolsonaro «No hay razones para que el Trump tropical interrumpa las relaciones con China». En dicho texto la burocracia gubernamental asiática manifestaba: «Tenemos la sincera esperanza de que cuando asuma el liderazgo de la octava economía más grande del mundo, Bolsonaro mirará de manera objetiva y racional el estado de las relaciones China-Brasil». En todo caso, y más allá de su posible alineamiento geopolítico con los intereses de Estados Unidos a nivel global, preocupa sobremanera en Beijing qué devendrá del viaje a Taiwán programado por Bolsonaro para el mes de marzo.
Por otro lado, las continuas referencias neonacionalistas expresadas por Jair Bolsonaro durante la reciente campaña electoral indicarían una tendencia a la revisión de lo que han sido las políticas impulsadas desde el palacio de Itamaraty durante las últimas décadas. Su lema «Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos» se asemeja bastante al «America First» de Donald Trump, y pese a que la política exterior está minimizada tanto en el discurso como en el programa electoral del actual presidente electo, Bolsonaro defiende en la práctica un cierre de fronteras en cuanto a políticas migratorias pero una mayor apertura comercial con base en la reducción de aranceles y barreras no arancelarias, así como la firma de acuerdos bilaterales de comercio país a país y no integrados en el Mercosur.
Según Luiz Philippe de Orléans e Bragança, uno de los pocos nombres que aparecen como posibles titulares de la cartera de Relaciones Exteriores en el futuro gabinete de ministros de Bolsonaro: «Brasil está abierto a los negocios pero cerrado a la influencia (…). Tenemos que cerrarnos a la influencia de las Naciones Unidas, de China y de los grandes bloques negociadores de la Unión Europea que tienen a Brasil en sus agendas».
Así las cosas, incluso en la Alianza del Pacífico, bloque de países de economías abiertas compuesto por estados de clara tendencia conservadora, se manifiesta inquietud respecto al impacto en la región del «nuevo» Brasil que presidirá Bolsonaro a partir del 1 de enero del próximo año.
Fuente: https://brecha.com.uy/bolsonaro-repercusiones-la-region/