El anuncio de una nueva y más que improbable tregua en Siria coincide con bombardeos del régimen sobre Idlib, con bombardeos rusos sobre Alepo, con bombardeos estadounidenses y franceses sobre Raqqa, con bombardeos turcos sobre los kurdos. Al mismo tiempo Arabia Saudí bombardea Yemen y el gobierno italiano, pocos días después del bombardeo de EEUU […]
El anuncio de una nueva y más que improbable tregua en Siria coincide con bombardeos del régimen sobre Idlib, con bombardeos rusos sobre Alepo, con bombardeos estadounidenses y franceses sobre Raqqa, con bombardeos turcos sobre los kurdos. Al mismo tiempo Arabia Saudí bombardea Yemen y el gobierno italiano, pocos días después del bombardeo de EEUU sobre Sabrata, autoriza el uso de la base siciliana de Sigonella para futuras operaciones ‘defensivas’ con drones contra el ISIS en Libia. Todos estos bombardeos son ilegales, criminales y además contraproducentes; son la levadura del terrorismo y el jinete apocalíptico de los refugiados. Son, sobre todo y por desgracia, banales como una gripe o un orzuelo.
Más allá de las bajezas de la geopolítica (las que llevan, por ejemplo al diario El País a rehabilitar a Bachar Al-Asad, responsable de 7 de cada 10 muertes en Siria), se impone una reflexión antropológica general. La Segunda Guerra Mundial, con sus 80 millones de víctimas, se clausuró como ‘la última guerra’ de la Historia por el horror civilizacional que la acompañó: el 50% de ellas eran, en efecto, civiles. Después, se nos ha dicho, no ha habido más ‘guerras’, aunque lo cierto es que unos 13 millones de personas han perdido la vida en conflictos bélicos −casi siempre, eso sí, fuera de Europa− a partir de 1945. La proporción de civiles asesinados, por lo demás, no ha dejado de aumentar, hasta el punto de que en los últimos 25 años, tras el final de la guerra fría, sólo el 10% de las víctimas de la violencia armada −pensemos en Bosnia, en Gaza, en Iraq, en Siria− son combatientes. En cuanto a las víctimas civiles directas, la mayor parte lo han sido y siguen siéndolo de los bombardeos aéreos.
Lo recuerdo con frecuencia. En agosto de 1945, con la guerra ya decidida, EEUU lanzó dos bombas atómicas sobre Japón. El 8 de ese mismo mes, entre la monstruosidad de Hiroshima y la monstruosidad de Nagasaki, las potencias vencedoras firmaban el acuerdo por el que se establecía el Tribunal de Nüremberg, tribunal que a partir de noviembre de ese mismo año juzgó los crímenes del nazismo y cuya sentencia final declaraba la guerra misma «el crimen supremo» en su condición de «madre de todos los crímenes». Pues bien, como sabemos, Nüremberg condenó justamente los campos de concentración y las prácticas genocidas del nazismo, cuyo horror quedó fijado para siempre en el imaginario estremecido de la humanidad. Pero al mismo tiempo que se mostraba implacable con los lager, y en una demostración de lo que el jurista italiano Danilo Zolo ha llamado «la justicia de los vencedores», Nüremberg exculpó y legalizó los bombardeos aéreos. Eso significaba, por ejemplo, olvidar Dresde y Tokio y, por supuesto, Hiroshima y Nagasaki («con estas bombas», proclamaba orgulloso Truman, «hemos añadido una dimensión nueva y revolucionaria a la destrucción»). No es que la sentencia final pasara hipócritamente por alto el uso criminal de la aviación; es que daba de manera explícita su aprobación: «puesto que los bombardeos aéreos de ciudades y fábricas se han convertido en práctica habitual y reconocida por todas las naciones». El general estadounidense LeMay, responsable del bombardeo con napalm del Tokio de papel en marzo de 1945, podía respirar aliviado: «si hubiéramos perdido la guerra, yo estaría sentado en el banquillo por crímenes contra la humanidad», declaró con toda mansedumbre. La consecuencia gravísima es que, a partir de Nüremberg, embrión del derecho internacional vigente, han quedado separadas, como dos realidades jurídicas independientes, la guerra y los bombardeos. Por así decirlo: hemos prohibido la guerra y hemos legalizado los bombardeos.
Cualquiera que lea la atroz y atrozmente luminosa Historia de los bombardeos de Sven Lidqvist sabrá que en 1945, al día siguiente de la liberación de París, Francia estaba bombardeando Siria y Argelia, y poco después Inglaterra bombardeaba Adén, en Yemen; luego vinieron Corea, Vietnam, Camboya y un siniestro etcétera que, pasando por Afganistán, Panamá, Chechenia, los Balcanes e Iraq, se prolonga hoy en Gaza, Líbano, Libia, Somalia, Siria y Yemen. Bombardear es un derecho; es, en efecto, ‘derecho consuetudinario’. Algo ha cambiado, sin embargo, en los últimos años. Porque el bombardeo se ha ‘democratizado’; es un derecho que reclaman ahora también los segundones y hasta los perdedores. El citado Danilo Zolo alertaba sobre las consecuencias de esta «prohibición de la guerra» en un mundo en el que, tras la derrota de la URSS, los EEUU dominaban sin contestación la escena internacional: «la lucha contra el terrorismo» convertía los bombardeos en «operaciones policiales» y a Washington (o la OTAN) en «el único policía global». La debilidad relativa de EEUU, y el concomitante ‘desorden mundial’, han multiplicado ahora el número de policías: Rusia, Turquía, Arabia Saudí, Egipto, todos bombardean sin interrupción y sus víctimas −como quiera que no son acciones de «guerra»− se presentan a nuestro ojos como víctimas de un ciclón o una tormenta de nieve. Los bombardeos, como las fluctuaciones de la bolsa, se han incorporado al ámbito de la meteorología.
Creo que no nos representamos bien este tournant epocal. La segunda guerra mundial constituye el colofón trágico de dos modelos de destrucción, uno horizontal y otro vertical, Auschwitz e Hiroshima, que asociamos de manera desigual con la barbarie humana. Tendemos siempre a considerar excepcional Auschwitz y a naturalizar Hiroshima cuando la verdad es −permítaseme este sacrilegio− la contraria. Los lager forman parte de una tradición histórica fatalmente familiar, la de la deshumanización y exterminio horizontal del otro, y por eso podemos representarnos con horror tanto el dolor de sus víctimas como la maldad de sus verdugos. No hemos vencido al lager, como lo demostró la guerra de Bosnia o Abu Gharaib o las cárceles hoy del régimen sirio, o también las reacciones ‘populares’ en Europa contra los refugiados, pero tenemos recursos antropológicos para medir esa atrocidad. Todo ocurre −digamos− a ras de tierra y con mucho trabajo: hay que despojar a la víctima de su humanidad, golpearla, torturarla, apriscarla como ganado en la cámara de gas, un gran invento que permite multiplicar por diez, por cien, por mil, la productividad fordista del genocidio. Pero no hay ahí nada ‘nuevo’ −salvo la razón tecnológica puesta al servicio del mal− nada que no hayamos leído en la Biblia o en Tucídides, en Tácito y en Polibio o en las crónicas de la Conquista de América.
El modelo excepcional, inimaginable, es el que se ha impuesto como ‘consuetudinario’: el bombardeo. Un modelo de vertical y radical negación del otro sin ningún trabajo previo. La víctima del bombardeo no es un hombre que ha dejado de serlo porque lo hemos tratado como un animal, justificando así su exterminio: «si esto es un hombre», escribía con razón Primo Levi. La víctima del bombardeo, despojada incluso del derecho a la dignidad, derribada por un relámpago sobrenatural ‘inocente’, no ha sido nunca un hombre; es y ha sido siempre, desde el principio, un ‘residuo’. No ha existido nunca, ni como enemigo ni −¡tan siquiera!− como obstáculo. Es el medio −como para los propios terroristas− de hacer llegar un mensaje divino. Y es, en todo caso, un ‘efecto colateral’, a veces molesto, sí, pero asumible. En marzo de 2006, el ex general estadounidense Bernard Trainor le confesaba al analista Juan Cole que los protocolos del Pentágono permitían un margen de 30 víctimas civiles para cada operación de ‘alto valor’ estratégico en Iraq (a discreción, por lo demás, de cada comandante). Cada vez vamos más lejos. Cuando los hospitales y establecimientos sanitarios se consideran dotados de un ‘alto valor’ estratégico, como hemos visto que ocurre ahora en Afganistán, Siria y Yemen, los objetivos militares y los efectos colaterales se solapan multiplicando los muertos. ¿Puede extrañar que, desde la segunda guerra mundial, el número de víctimas civiles en contextos bélicos haya aumentado hasta el 90%? Los refugiados sirios, no lo olvidemos, no huyen de los lager del régimen sino de sus bombardeos. Y también de los ‘nuestros’.
En todo caso, si el modelo Hiroshima tiene que preocuparnos no es sólo porque haya 15.000 bombas atómicas repartidas por todo el mundo y en pleno ‘desorden global’. También por sus consecuencias antropológicas, jurídicas y políticas. Allí donde ya no hay guerras sino sólo ‘operaciones policiales’ contra el ‘terrorismo’ y cada ‘policía’ define y elige sus propios ‘terroristas’, ocurre que el bombardeo aéreo, que no considera jamás seres humanos sino residuos, implica la suspensión de hecho del derecho: la presunción de inocencia, el habeas corpus, el jurado, la sentencia, el recurso. En la guerra, madre de todos los crímenes, se realizan intolerables juicios sumarísimos. En tiempos de paz y en países democráticos, se denuncian como inaceptables las −llamadas− ejecuciones extrajudiciales. Pues bien, mientras defendemos en nuestros países −con creciente dificultad, es verdad− algunos principios básicos del Estado de Derecho, hemos acabado por aceptar sin resistencia (¡sin imaginación de dolor!) un margen de excepción cada vez más extenso y mortal en el que la policía se ha emancipado de los jueces y mata desde el aire, sin proceso y sin pruebas, a presuntos criminales y a sus familias, y a sus vecinos, y a todo el que pasa por allí. Paradójicamente vivimos desde Nüremberg −y de manera creciente− en un mundo postjurídico cuya autoridad teológica debería inquietarnos. De momento sólo tiene realidad fuera de nuestros países y sólo afecta a los otros, pero este nicho postjurídico es como un agujero negro que amenaza con succionar todo lo que tiene a su alrededor. ¿Qué es lo que aún nos protege del estado de excepción y nos permite seguir siendo ‘democracias’ a nivel interno mientras somos ya sólo ‘policías’ en el exterior? Que nuestros policías internos se mueven a ras de tierra. Bachar Al-Asad, con ayuda de Rusia, ha resuelto el problema y bombardea desde el aire a sus propios ‘terroristas’. A alguien se le podría ocurrir en Europa seguir el mismo camino y situar con toda naturalidad a nuestros gobiernos extramuros del derecho con el sencillo expediente de recurrir a aviones para acabar con nuestros ‘delincuentes’. Confiemos en que para entonces los periódicos, igual que proporcionan partes meteorológicos, incluyan en sus páginas de deportes o de sucesos los lugares probables del bombardeo cotidiano y podamos ir al bar o al supermercado con más garantías que un sirio, un libio o un yemení.
¿No nos produce escalofríos vivir en un mundo postjurídico? ¿Posthumano? No mucho y ése es en buena medida el problema. Porque la generalización del modelo Hiroshima, no lo olvidemos, tiene también consecuencias políticas. En un contexto de ‘desorden global’ en el que ya no hay ‘guerras’ sino ‘operaciones policiales’ y en el que, al mismo tiempo, hay ‘muchas’ policías y no siempre bien avenidas, las negociaciones son más complicadas, por no decir imposibles. En el viejo orden de Westfalia, que dura hasta 1945 o, si se quiere, hasta 1989, las guerras las libraban Estados-Nación, y el reconocimiento de un ámbito internacional y de un enemigo institucionalizado facilitaba −y hasta hacía inevitable, tras miles de muertos− un final negociado. Con los ‘terroristas’ no se negocia. Entre policías emancipados del freno judicial (devenidas por eso mafias juramentadas) no se negocia. El problema de Siria es que introduce, a escala regional, un modelo ya virtualmente global: el de un doble conflicto entre −por un lado− ‘policías’ y ‘terroristas’ y −por otro− entre policías de diversos países enfrentados entre sí (enfrentados incluso en la definición del ‘terrorismo’). No nos hagamos muchas esperanzas ni respecto del alto el fuego pactado entre Rusia y EEUU ni −desde luego− respecto de las conversaciones de paz.
En resumen: en un orden postbélico y postjurídico en el que toda disidencia es considerada ‘terrorista’ y toda intervención ‘policial’, y en el que las operaciones policiales se acometen mediante bombardeos aéreos y, por lo tanto, inalcanzables para el Derecho, los conflictos sólo pueden ser interminables, como ya anunció Bush tras las invasiones de Afganistán e Iraq, cuando creía ingenuamente que EEUU iba a ser el único policía del mundo. Con más ‘policías’ y más ‘terroristas’, ¿no le entran a uno casi ganas de echar de menos la hegemonía imperialista occidental o, mejor aún, la Guerra Fría?
¿O podemos cobrar aún conciencia de dónde estamos y a dónde vamos y tomarnos en serio de una vez, por principios y por pragmatismo, en casa y en el extranjero, los Derechos Humanos y la democracia sin fronteras? El único motivo para no perder toda esperanza es que es la única alternativa.
Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.
Fuente original: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2016/02/24/bombardeos/8220
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