Al parecer, un centenar de países, reunidos en Oslo, han acordado prohibir la utilización de las llamadas bombas de racimo porque décadas después de ser lanzadas continúan causando la muerte, o la mutilación, de miles de personas que viven en la zona del conflicto. Es algo así como si los ingenios creados y utilizados por […]
Al parecer, un centenar de países, reunidos en Oslo, han acordado prohibir la utilización de las llamadas bombas de racimo porque décadas después de ser lanzadas continúan causando la muerte, o la mutilación, de miles de personas que viven en la zona del conflicto. Es algo así como si los ingenios creados y utilizados por los hombres para destruirse entre si, no aceptasen los armisticios o las paces que estos acuerdan cuando ya están hartos de morir o de matar, y continuasen, ahora por cuenta propia, su macabra misión. El acuerdo no ha sido firmado, precisamente y como siempre, por los países que más bombas de esas tienen y consumen, tales como Rusia, EE.UU. Israel, China, o India, pero si lo han hecho otros como Francia, Reino Unido, Alemania, y también España, que ya se ha puesto manos a la obra y ha iniciado la desactivación de su arsenal. Desde luego, es muy difícil que este tipo de acciones de los gobiernos no suenen a sarcasmo e hipocresía. Lo mismo que ocurre con las exhortaciones al cumplimiento de las «reglas de la guerra», como si la guerra en sí misma no fuera un acto tan bárbaro y tan demencial que es incompatible con ningún tipo de normativa o acuerdo de cómo debe llevarse a cabo. La única norma que debería existir con relación a la guerra es la que prohibiera absolutamente su ejercicio. Claro, que para ello había que terminar, no con las bombas de racimo, sino con todas las bombas y todos los ejércitos, y, lo que es más difícil todavía, con los presupuestos de defensa, con los que tantos defienden sus propias carteras. Ya sabemos que esa es la madre de todas las utopías y que ya ni se lleva el pedirlo, pero no siempre hay que seguir la moda.
Pero hay otras bombas terriblemente dañinas y que también actúan con efectos retardados durante un largo periodo de tiempo. En su interior llevan centenares o miles de otras pequeñas bombas cargadas con metralla de injurias, ignominias, falsedades, tópicos y prejuicios infames. Son lanzadas desde periódicos, emisoras de radio, cadenas de televisión, desde el cine o desde Internet. Muchas veces también desde la literatura, o desde los mismos libros de texto que estudian los niños en las escuelas. Sus victimas: los gitanos y otras minorías. Sus efectos: graves heridas y mutilaciones en forma de discriminaciones, rechazos, vacío, marginación, apartheid, pobreza, soledad, desamparo, vacío, prohibiciones, persecuciones, e injusticias de todo tipo. Son las bombas de racismo. Al parecer, más difíciles de desactivar que las otras, si observamos lo que está ocurriendo, por ejemplo, con los gitanos, en Italia y en nuestro mismo país. Volvemos a lo que decía Einstein sobre los prejuicios, que son más difíciles de destruir que un átomo.
El pasado día 22 de noviembre, precisamente la cadena publica, TVE, lanzó una de esas potentes bombas a las que me refiero, llamada «cultura gitana», en forma de reportaje sobre las supuestas costumbres y modo de vida de los gitanos. Y por enésima vez una cadena de televisión eligió un poblado chabolista para presentar a la población gitana como un grupo de personas que viven fuera del tiempo y del espacio. Ajenas a la sociedad y aferradas a costumbres y modos de vidas anacrónicos, donde la violencia, el machismo exacerbado, el tráfico de drogas y otros delitos, es algo habitual y normalizado entre ellos. Personas, según se da a entender, organizada en siniestros clanes o tribus a las órdenes de unos supuestos patriarcas con poder sobre la vida y la muerte de todos los miembros del grupo.
Esta es la imagen de la comunidad gitana que nos vienen difundiendo todas las cadenas de televisión, el cine y el resto de los medios de comunicación, desde hace más de 20 años. Y con mucho éxito, por cierto, pues todos los estudios que se hacen sobre estos temas, demuestran, de forma contundente, que esa es la opinión que de los gitanos tiene la mayoría de la población española y, de forma especial, las generaciones más jóvenes, cuyos niveles de rechazo son verdaderamente escandalosos.
Sin embargo es un retrato absolutamente falso, fruto de la manipulación, la ignorancia, y los prejuicios de aquellos que se acercan a los gitanos con unas ideas que son, simplemente, racistas. Aquellos que siempre van a los mismos sitios a buscar las mismas realidades de miseria y marginación. Lo hacen sabiendo que solo una minoría de los españoles gitanos se encuentran en esos lugares, pero prefieren ignorar a centenares de miles que vivimos en condiciones de normalidad, a cambio del morbo y el sensacionalismo que deben encontrar hurgando en la miseria y la desdicha de la marginación.
No se me ocurre otra razón que no sea el puro racismo, lo que puede llevar a los medios de comunicación, particularmente TVE, a mantener durante tantos años, (casi los mismos que llevamos de democracia), esa campaña de criminalización de la población gitana. Esa infame labor de descrédito permanente, a base de presentar como comportamientos y costumbres propios de la cultura gitana, lo que no son más que conductas espurias propias de la marginación, la pobreza y el analfabetismo. A veces puestas en escena de la manera más grotesca y a instancias de los mismos periodistas que utilizan y manipulan a personas ignorantes e ingenuas para que digan lo que ellos quieren que digan y hagan lo que ellos quieren que hagan, como ocurre con los llamados patriarcas. Un mero invento de los mismos medios de comunicación totalmente ajeno a la autentica tradición gitana de respeto a las personas mayores. Son los mismos autores de los reportajes los que manipulan sin escrúpulos a pobres ancianos ignorantes, que fascinados por la cámaras y los micrófonos, y, a veces, por un puñado de euros, se presentan como patriarcas del barrio, de la ciudad, de la provincia y de Constantinopla, si hace falta, soltando la consabida retahíla de tópicos y estupideces sobre la cultura gitana. Casi siempre en torno a los mismos temas, que son los que se le plantean por parte de los periodistas. A saber: La virginidad de las mujeres, la venganza gitana, el tráfico de drogas y el papel de los mismos patriarcas.
Naturalmente que hay familias gitanas, junto con otras muchas que no lo son, que viven absolutamente excluidas y marginadas. Una forma de vida que también genera actitudes y hábitos determinados, como respuestas subculturales de su propia conciencia de olvidados. Sin embargo, hacer extensiva esa realidad a un millón de personas, solo puede ser fruto de una mirada racista que solo ve aquello que le reafirma en sus prejuicios. Una mirada ciega a una realidad gitana que es plural y diferente, tanto desde el punto de vista social, como económico y cultural.
La mayoría de los españoles gitanos viven en unas similares a la media de la población española. Entre ellos hay comerciantes, profesionales, y obreros. Pero también, aunque menos de los que sería de desear, abogados, profesores de universidad, escritores, historiadores, deportistas y artistas de todas las artes. Y es a estos, fundamentalmente, a los que se debería llamar para que hablen de la cultura, de la historia o de las aspiraciones de su pueblo. Eso lo que se hace con cualquier otra colectividad. Pues a nadie se le ocurre, salvo cuando se trata de gitanos, aceptar al pie de la letra lo que puedan decir sobre asuntos complejos personas sin una mínima instrucción por muchos años que pueda tener. Se hace esto porque no se busca la verdad sino el tópico y la trivialidad.
Este comportamiento de la mayoría de los medios de comunicación, es la principal causa de que en las últimas décadas, la imagen de la población gitana española haya sufrido un deterioro tan grave como el actual. Un deterioro que se ve reflejado en el rechazo mayoritario de la sociedad. Algo que, a pesar de lo que se pueda afirmar, no ha ocurrido jamás a lo largo de la historia de nuestro país. Pues nunca fueron tan despreciados como lo son ahora. Precisamente, cuando a pesar de la existencia de importantes bolsas de pobreza, de marginalidad y de chabolismo, lo cual debería avergonzar a nuestros gobernantes, la mayoría de las familias gitanas viven en unas condiciones de normalidad.
No se trata de defender el ocultamiento de realidades que están ahí; antes al contrario, pero lo que se debe hacer, en lugar de exhibirlas con la maléfica intención de criminalizar a toda una comunidad, es, debidamente contextualizadas, denunciarlas como indignas de un país que se llama democrático y que se autodefine como la octava potencia industrial del mundo. Pues ya sería hora de que nuestros gobernantes, tanto los centrales como los periféricos, los actuales y los anteriores, que todos son iguales en este asunto, pusieran en practica verdaderas políticas de incorporación social para las gentes más necesitadas, en lugar de continuar con las medidas de siempre; retóricas, desordenadas, e inconexas, y tan carentes de fundamentos como de objetivos y recursos. Salvo los empleados en publicitarlas y los sueldos de los que medran de ellas, que son legión.
Y este gobierno nuestro, que se pasea por los foros internacionales presumiendo de ser un campeón de las políticas de integración social, como lo hizo en la llamada Cumbre Europea sobre los Gitanos, celebrada en Bruselas el pasado 16 de septiembre, podría empezar por impedir que su televisión pública arrojase más basura racista encima de los gitanos de su país. Eso sería más eficaz que todos los discursos bienintencionados y todos los planes de integración que se puedan hacer.