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Brasil: COVID-19 desnuda la crisis

Fuentes: Pueblo (UNAJ) / Rebelión

Todavía es temprano para pensar en un después de la COVID-19. Estamos recién en el medio del recorrido, transitando por uno de los momentos más dramáticos e indefinidos de las últimas generaciones. Se traba una guerra a muerte en contra de un enemigo invisible, aún sin contar con todas las armas para derrotarlo. No existe siquiera un rincón totalmente seguro para donde una persona pueda escapar. Y aunque los pobres sufran muchísimo más, como siempre, ahora basta un estornudo o una tos para que un rico sea contaminado. Pandemia rara, que el tiempo dirá si es parte o no de las nuevas guerras híbridas, un desventurado ensayo de agresión bacteriológica.

Pareciera innecesario afirmar que la vida vale mucho más que la economía. Pero estamos en un tiempo en que decir lo elemental parece absurdo. La actual coalición de poder en Brasil está compuesta por un grupo de degenerados e incompetentes. Ascendieron al Palacio después de poderosa campaña mediática orquestada desde Estados Unidos, que condujo el país por un callejón desde la operación Lava Jato hacia el presente escenario, pasando por el golpe de Estado de 2016. En ese momento, el gobierno trata de crear una narrativa que esconde su incompetencia detrás del coronavirus. El ministro Guedes, Chicago boy en los años 1970, opera en el sentido de rebajar derechos sociales y drenar las riquezas del país para Washington. El presidente, ante el mundo, convocó a la población a saltarse la cuarentena, boicoteando a las recomendaciones de médicos y científicos, confrontando a muchos gobernadores y alcaldes. Continúa garantizando que la hidroxocloroquina puede curar la enfermedad. Con eso, también creó un gran malestar con diputados, senadores y jueces de la Corte Suprema. Por ahora, los más de dos mil militares empotrados en la estructura gubernamental, perplejos o no, hacen el aguante. El ministro de Salud, que boicotea al sistema público y al programa Más Médicos, ahora luce como un ser coherente al contrariar su jefe y defender el aislamiento social. Pronto será removido.

Obviamente es complejo y suena desubicado escribir sobre economía, política, deudas, tasas de interés, comercio e inversiones en medio a una inédita y preocupante cuarentena. Sin embargo, de alguna forma se hace obligatorio seguir pensando en lo que viene después. Será un después nuevo; quizás mejor. Ese corto ensayo busca contribuir con esa discusión, que debe ganar fuerza y forma entre los intelectuales comprometidos con la construcción de Patrias libres y soberanas en América Latina, así como de una región integrada y consolidada como relevante bloque de poder en el mundo.

La economía ya estaba enferma

La grave crisis de la economía brasileña, así como sucede en muchos de los demás países de la región, no es consecuencia de la COVID-19. La pandemia solo está cumpliendo la tarea de exponer una situación absolutamente insostenible. Por un lado, Brasil posee una economía pujante, que, en 2019, de acuerdo con el Banco Mundial, se ubicó entre las más grandes del planeta, con un tamaño similar a la de Italia o Canadá y superior a la de Corea del Sur, Rusia o España. Por otro lado, el país está entre los más desiguales del mundo. El 1% más rico concentra el 28% de toda la renta; los 10% más ricos, el 41,9%. Ese cuadro es resultado de políticas adoptadas desde mediados de los años 1960, intensificadas post apertura económica de los años 1990. Dicha concentración de la renta fue solo en parte interrumpida durante los años de progresismo (2003-2016), por medio de acciones compensatorias.

Sin embargo, los gobiernos progresistas continuaron atrapados por el canto de sirena de las Inversiones Extranjeras Directas (IED) y por el sortilegio del boom de las commodities. Brasil se mantiene como el principal receptor de IED de América Latina, sin que hayan ocurrido los impactos positivos prometidos. Las inversiones estimulan la sustitución de producción nacional por bienes importados, consolidan la exportación de productos de bajo valor agregado e impulsan el aumento acelerado de las remesas de lucros al exterior. El impacto ha sido chico sobre el desarrollo científico-tecnológico, la generación de empleos y la recaudación tributaria. Los números oficiales apuntan que la economía brasileña creció con un promedio anual de 3,3% entre 2000 y 2009 y de solo el 1% entre 2010 y 2019. Esos resultados, bastante modestos, estuvieron apoyados en un creciente proceso de desnacionalización de la estructura productiva. La mejora de los indicadores sociales, como empleo, trabajo formal y poder de compra del salario, entre 2003 y 2016, fue financiada por una acelerada pérdida de control nacional sobre sectores claves de la economía. Así, es creciente el peso de conglomerados extranjeros en sectores como minería, agricultura, energía, siderurgia y servicios (financieros, telefonía, electricidad y transportes, entre otros).

A pesar de eso, Brasil consolidó su rol como economía proveedora de bienes de bajo valor agregado, con la evidente reprimarización de su pauta de exportación. En 2003, de los 10 principales productos exportados por el país, nueve eran primarios y sumaban el 25,9% del total. En 2010, los 10 principales bienes comercializados eran primarios y alcanzaron el 43%. En 2019, otra vez, de los 10 principales productos vendidos al mundo, 10 eran primarios y sumaban el 48,3% del total. Ganaron espacio bienes como soja en grano, petróleo crudo, mineral de hierro, maíz, pastas de madera, carnes vacunas, pedazos de gallinas, café no tostado y azúcar de caña.

Se identifica claramente un empeoramiento de la situación después del giro neoliberal del equipo económico de Dilma Rousseff, en 2015, y de las acciones de su vice Michel Temer, quien intensificó el liberalismo, empujado por muchos de los mismos economistas ortodoxos de la administración anterior. El nuevo gobierno, desde 2019, generó dificultades todavía más profundas. Los últimos dos años representaron el ocaso de los ya retraídos resultados económicos, empeorados por una crisis social sin precedentes.

Hoy día el PIB es similar al de 2010. La tasa de inversión en la economía cayó del 20,9% en 2013 para el 15,4% en 2019. El peso de la industria en el PIB está en el nivel más bajo desde los años 1970; llegó a mediocres 11,7%. Según la Confederación Nacional de la Industria, la capacidad ociosa del país alcanza los 35%. Brasil tiene 12 millones de ciudadanos desempleados y más de 38 millones que trabajan informalmente. El retroceso en las estructuras de protección a los trabajadores fue agravado por las recientes “reformas” laboral y de la seguridad social. El poder de compra de los salarios, que aumentó entre 2003 y 2016, pasó a caer año tras año. La situación actual es de ampliación del desempleo, encogimiento de los salarios reales y disminución de la producción. Para empeorar, la estructura tributaria es fuertemente regresiva, con impuestos indirectos, sobre el consumo, o sobre la renta de asalariados, pesando desproporcionalmente sobre la clase media y los más pobres.

Otra vez el Estado

Una vez más, la respuesta debería ser el aumento de la intervención del Estado. Es decir, la adopción inmediata de políticas públicas de auxilio a los más perjudicados. Es lo que se está anunciando en muchos países: inyección multimillonaria de recursos para reactivar las economías. En el caso brasileño, debería haber aumento de los gastos con el Sistema Único de Salud (SUS), de los créditos para que las empresas esenciales continúen funcionando y de los pagos de salarios para que las personas no necesiten salir de sus casas. Sería necesario abandonar la agenda de austeridad fiscal, con acciones de promoción a la producción local, de reactivación de la capacidad instalada, de sustitución de importaciones y retomada del poder de compra del salario.

Es urgente impulsar la producción nacional, por lo menos, de bienes sencillos, como los equipos médicos de seguridad (guantes, máscaras, batas, zapatillas de paño, ventiladores pulmonares y respiradores, entre otros), actualmente comprados en el exterior. Las universidades públicas están cumpliendo, una vez más, de forma ejemplar, su función social, pese a los crecientes cortes de presupuesto al que han sido sometidas por el actual gobierno, que busca asfixiarlas para privatizarlas. Dichas instituciones de enseñanza superior están contribuyendo con estudios y soluciones concretas, como la producción y reparación de ventiladores y respiradores, por ejemplo. El escenario de caos que se avecina revela toda la perversidad de la realidad económica. Es fundamental recordar que donde faltan testes, como en Brasil, hay menos infectados y muertos.

La Suprema Corte autorizó el aumento de gastos, flexibilizando las exigencias de la Ley de Responsabilidad Fiscal, adoptada por Fernando Henrique Cardoso para imponer legalmente las políticas de austeridad: corte de gastos sociales y reserva de recursos para satisfacer al sistema financiero. Desde 2016, la enmienda constitucional del “Techo de Gastos Públicos” modificó la Carta Magna y limitó el aumento de gastos sociales por 20 años. Ante el actual escenario, en marzo, el Senado ya aprobó el pago de un auxilio de emergencia de R$ 600, por tres meses, para trabajadores sin registro, incluyendo autónomos y en los contratos llamados “intermitentes”. La ayuda, denominada «corona voucher«, junto con otras acciones, tendrá un costo aproximado de R$ 45 mil millones. Un nuevo proyecto, todavía en discusión, prevé extender el beneficio a pescadores artesanales, madres menores de edad, taxistas, indígenas, camioneros y músicos. Dichas medidas entran en conflicto con los planteamientos de la Cámara de diputados de autorizar la suspensión de contratos de trabajo y de reducir salarios.

En paralelo a la decisión de la Corte, el Parlamento insiste en la invención de un supuestamente obligatorio “Presupuesto de Guerra”, un régimen extraordinario fiscal, financiero y de contrataciones durante el estado de calamidad, que separaría los gastos para el combate a la COVID-19 del Presupuesto nacional. Entre los objetivos está la autorización del Banco Central de Brasil para liberar hasta R$ 650 mil millones para bancos, sin cualquier contrapartida o garantía de que el recurso llegará a los ciudadanos que necesitan. En un momento de crisis y alto riesgo, las instituciones financieras continuarán prestando dinero con las tasas de interés más altas del mundo (12% al mes y cerca de 300% al año). Además, se liberaría al BC para comprar directamente carteras de crédito y títulos de empresas, como hace el FED en Estados Unidos. Después de la victoria sobre la terrible pandemia, restaría un país en ruinas, familias descuartizadas y bancos poderosos.

Política externa grotesca

Las líneas fundamentales de la Política Externa Activa y Altiva de Brasil, implementada durante el progresismo, se fueron perdiendo después de 2014. Durante más de diez años, pocas decisiones trascendentales en el mundo fueron tomadas sin consultar la posición oficial de Brasil. En el tema financiero, comercial, productivo, ambiental y militar, el país asumió un papel de creciente relevancia. Con Dilma, sobre todo debido al avance de la iniciativa de los BRICS, ese rol se mantuvo, aunque con menos intensidad. En 2016, desvaneció. El actual gobierno condujo a la política exterior de Brasil para un abismo. En pocos años, el país transitó de una posición de player respetable y fundamental en el concierto de las naciones hacia la condición de nación burlesca, grotesca y risible.

Desde enero de 2019, el actual gobierno se encargó de plantear una agenda internacional sostenida en caricaturescos prejuicios ideológicos, digna de los tiempos más ardientes de la Guerra Fría. En pocos meses, se crearon grandísimos embarazos con importantes socios comerciales del país: China, vecinos Sudamericanos, países árabes y naciones de África. Los ejemplos más destacables son las declaraciones irrespetuosas del hijo del presidente de Brasil, del canciller y del ministro de educación sobre lo que denominan el “virus chino”; la intromisión en asuntos ajenos de otros países, en el caso de las elecciones de Argentina y Uruguay; el respaldo a la agresión imperialista contra Venezuela; el soporte al golpe de Estado en Bolivia; el escándalo en la renegociación del tratado de Itaipú, con Paraguay; el apoyo a la propuesta sionista de reconocer a Jerusalén como capital de Israel; y el cierre de embajadas en países africanos y del Caribe. Todo a nombre de un incuestionable entreguismo y de la firme decisión de someterse a los intereses del gobierno de Estados Unidos, en los más distintos temas. De esa manera, la política del Itamaraty asumió un carácter farandulero que hiere a la tradición de la diplomacia brasileña, que ya tuvo entre sus cancilleres a Río Branco, Afonso Arinos, San Tiago Dantas, Azeredo da Silveira y Celso Amorim, entre otros exponentes, trabajando en el sentido de fortalecer el regionalismo y la multipolaridad.

El escenario es bastante complejo. Así como en el caso de los demás países latinoamericanos, los principales factores negativos -junto a la COVID-19, actúan todos juntos: cierre de las fronteras, cuarentenas, caída de los precios de las commodities, fuga de capitales, reducción del comercio exterior y restricciones de financiamiento. En Brasil, la actual fuga de capitales es la más grande de la historia. En 2020, en solo tres meses, de enero a marzo, ya fueron más de 54,9 mil millones de reales, superando a los 42,6 mil millones de reales del año pasado entero. Es decir, el actual gobierno acumula una pérdida de más de 97 mil millones de reales. En 2020, la moneda brasileña ya perdió un 26,8% de su valor, con la tasa de cambio sobrepasando los R$ 5,20 por dólar por primera vez, aunque el gobierno haya quemado tantos dólares. Las reservas internacionales bajaron de US$ 376 mil millones para US$ 346,5 mil millones entre agosto y diciembre de 2019. Con relación a las exportaciones brasileñas, están en el mismo nivel de 2014. La caída fue del 6% en 2019 y del 10,2% en los dos primeros meses de 2020. Se nota que el empeoramiento de las condiciones ya venía ocurriendo desde antes de la pandemia.

Sería necesaria una postura muy distinta del gobierno de Brasil. El actual escenario de crisis, potenciado por la COVID-19, podrá abrir ventanas de oportunidad para movimientos en la jerarquía del Sistema Internacional. En ese sentido, otra vez, ganan relevancia las ideas de integración sudamericana, de desarrollo autónomo y de una inserción internacional más soberana.

Integración regional como estrategia

Los organismos internacionales plantean una crisis de profundas proporciones, mucho mayor que la del 2008-2009, comparable con la de los años 1930. Puede tratarse del inicio de una nueva década perdida. La CEPAL apunta que la economía de América Latina ya creció menos en los años 2010 (1,5%) que durante los años 1980 (1,7%). Hoy día, por ahora, pareciera que el camino solitario de salvación para los países sea más razonable y probable, principalmente porque hay una supremacía de gobiernos cercanos o asociados a Washington. Además, con una perspectiva colonizada, encarnan un avinagrado sentimiento de revancha en contra del esfuerzo emancipador, integracionista y autonomista de los años 2000.

No obstante, la disminución del comercio internacional, la caída de los precios de las commodities y la escasez de dólares podrán hacer con que sean recordados los instrumentos de comercio compensado, por ejemplo. Volverían a ser utilizados el Convenio de Créditos Recíprocos (CCR) de ALADI o el Sistema de Monedas Locales (SML) del Mercosur. El comercio intrarregional, actualmente en uno de sus niveles históricos más bajos, podría ser retomado, incluso como forma desesperada de los países de consumir bienes de las economías vecinas sin la obligatoriedad de utilizar dólares. Dicha carencia de divisas potenciaría las transacciones comerciales intrarregionales, lo que demandaría el fortalecimiento de las conexiones físicas, de infraestructura. Como la crisis continuará, el movimiento de acercamiento regional debe hacer parte del esfuerzo de reestructuración de las economías. A su vez, con el tiempo, dicho comercio entre vecinos podría impulsar, incluso, la articulación de cadenas industriales, la integración productiva, incluyendo a pequeñas, medianas y grandes empresas.

Se recuerda que el pensamiento estructuralista de industrialización por sustitución de importaciones, de intervención y planificación estatal, se consolidó exactamente durante la “Era de la catástrofe”, entre 1914 y 1945. Las crisis suelen cumplir la función de ampliar el grado de permisividad del Sistema, posibilitando que las naciones contestadoras se muevan en la jerarquía mundial. Quizás ese desastroso escenario de pandemia, de muerte y dolor, cumpla un doble rol. Podría barrer los gobiernos neoliberales y sus políticas de concentración de riqueza, ante su total incapacidad de responder y solucionar a los crecientes problemas de las mayorías. O podría rescatar la comprensión acerca de la necesidad de integración de América del Sur. No obstante, obviamente existe la posibilidad de que las salidas post-COVID-19 no sean positivas o que se profundice el actual estado de degeneración, reforzado por mecanismos de represión y control todavía más fuertes.

Nueva arquitectura financiera

Aunque uno haga el esfuerzo de creer en la posibilidad de contar con el FMI o el Grupo Banco Mundial en un momento de grave crisis, la historia comprueba todo lo contrario. Son instituciones gemelas que, pese al rol que pudiera incluso denominarse como “relativamente positivo” en 1945, en Bretton Woods, fueron asumiendo la función de perros de guardia de las políticas de austeridad y ajuste neoliberal después del fin del patrón dólar-oro, en los años 1970. En los 1980, durante la crisis de la deuda externa, y en los 1990, desde la apertura de las cuentas de capitales hasta las crisis financieras, los países latinoamericanos sufrieron intenso chantaje de esas instituciones financieras. Al fin, las economías periféricas contaron mucho con iniciativas propias e instrumentos regionales, como el CCR de ALADI o el Fondo Latinoamericano de Reservas (FLAR). Hoy se nota como hubiera sido importante ejecutar las propuestas de crear el Banco del Sur, ampliar el FOCEM, potenciar un fondo de reservas del Sur e intensificar los intercambios comerciales vía compensación.

Ojalá el BID y la CAF cumplan un rol positivo en ese momento dramático. Pero el camino de salida para las crisis de los países endeudados no será enseñado por las estructuras tradicionales, como el FMI o el BM. A fines de marzo, ambas instituciones dieron a conocer un documento en el cual supuestamente proponen un inmediato perdón de la deuda oficial bilateral de 76 países prestatarios de la Asociación Internacional del Fomento (AIF), que abarca las economías más pobres del mundo. Dicha asociación incluye a 39 países de África, ocho de América Latina y Caribe (Dominica, San Vicente, Granada, Guayana, Haití, Honduras, Nicaragua y Santa Lucía) y dos de Europa (Kosovo y Moldova), entre otras naciones de Asia. Sin embargo, en el comunicado de las dos instituciones, dirigido a los países del G20, lo que se sugiere es elaborar una lista de las deudas que serían insostenibles, además de eventuales planes de reestructuración. Los próximos capítulos de ese tema se conocerán en reuniones que todavía ocurrirán a mediados de abril.

Hay otra información muy importante, que llama la atención. El stock de deuda externa total de los países de ingresos bajos y medios (que incluye Argentina, Brasil, China, India, Indonesia, México y Rusia, entre otros), en 2018, ascendió a US$ 7,8 billones. Sin embargo, el anuncio del FMI y del BM incluye solamente a los países deudores de la Asociación Internacional del Fomento (AIF), cuya deuda alcanza US$ 25 mil millones. O sea, la propuesta de las dos instituciones, que todavía necesita ser evaluada en distintas instancias, alcanza al 0,3% del total de las deudas. Aunque pueda ayudar a algunos países muy pobres, sería completamente insuficiente.

Por eso, desde los años 2000, se habla tanto, en todas las regiones, sobre la necesidad urgente de refundar una arquitectura financiera internacional, reduciendo el rol protagónico de los gemelos e impulsando mecanismos regionales de financiamiento. Es fundamental potenciar los estudios e investigaciones en ese tema, considerando cómo podrían reactivarse instrumentos ya existentes en América Latina.

Consideraciones finales

Sin contar con una bola de cristal, se trató de presentar un brevísimo análisis sobre las consecuencias de un fenómeno nuevo, que está sucediendo hoy mismo. Los resultados serán, muy probablemente, bastante drásticos para las sociedades subdesarrolladas: cierre de empresas, adquisiciones de los pequeños negocios por los grandes, concentración de la renta, corte de los gastos sociales, desempleo, hambre, desnutrición y olas de criminalidad. No obstante, existirá un después. Y parece evidente que el mundo que vendrá, post-COVID-19, exige otras realidades muy distintas. Más Estado, menos desigualdad. Menos poder al mercado, más acción consciente del ser humano. Más integración regional como salida común, menos proyectos nacionales solitarios que amplían los problemas periféricos.

Las consecuencias concretas de la pandemia dependerán de su extensión y la magnitud de la tragedia y las crisis en cada país, potenciadas por el frenazo resultante de las políticas neoliberales. Ojalá la mayoría de los gobiernos de la región sea presionada a abandonar las políticas excluyentes o barridos del mapa. Obviamente no hay ninguna garantía de que el porvenir sea mejor. Ese corto ensayo busca aportar con la necesaria discusión sobre el mundo que vendrá después de la victoria sobre la pandemia.

Luciano Wexell Severo es docente y coordinador del Observatorio de la Integración Económica de América del Sur (OBIESUR) de la Universidad Federal de Integración Latinoamericana (UNILA). Este artículo ha sido publicado originalmente en Pueblo – Revista de la carrera de Trabajo Social de la Universidad Nacional Arturo Jauretche (UNAJ).