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Brasil enfrenta el precio de la tragedia de Río

Fuentes: Página 12

A estas alturas, la aritmética macabra de la suma de números trágicos sigue su rumbo. Los muertos por los aluviones de hace dos semanas en las sierras vecinas a Río sumaban 790 en la noche del viernes, y los desaparecidos habían ascendido a 400. Había, entre las ciudades alcanzadas por el desastre, 2180 niños abandonados […]

A estas alturas, la aritmética macabra de la suma de números trágicos sigue su rumbo. Los muertos por los aluviones de hace dos semanas en las sierras vecinas a Río sumaban 790 en la noche del viernes, y los desaparecidos habían ascendido a 400. Había, entre las ciudades alcanzadas por el desastre, 2180 niños abandonados en refugios, sin que nadie los buscase. Ese abandono es un indicio claro de que sus padres, y quizá los familiares más cercanos, estén en la contabilidad de los muertos y desaparecidos. En Nova Friburgo, la más devastada de las ciudades serranas, desde el martes, cuando el cielo clareó, fueron retiradas cada día 800 toneladas de barro, pedazos de árboles, piedras, basura. Eso, en el centro urbano de la ciudad. Porque en la zona rural todo seguía igual, con equipos de rescate tratando de atender a los sobrevivientes mientras recogían cadáveres. En Teresópolis la situación era la misma. Relatos de horror se sucedían. En las periferias de esas dos otrora hermosas ciudades los perros callejeros ayudaban a encontrar cadáveres de la manera más brutal posible: tratando de sacarlos del barro para comerlos.

La tercera y principal ciudad de la sierra, Petrópolis, padeció menos. O, mejor dicho: padeció el horror con idéntica intensidad, pero en un área muy restringida. No por eso las escenas fueron menos tenebrosas. El valle del Cuiabá, donde hubo el mayor número de los 66 muertos de Petrópolis (Nova Friburgo tuvo 381, Teresópolis 316, números que valían hasta las ocho de la noche del viernes), era habitado por gente pobre y por pocas familias ricas. Era una región de casitas y ranchos colgados en los cerros de bosques y también de grandes quintas donde se criaban caballos de raza y de alto precio. Relato de un bombero que integra una de las brigadas de rescate de víctimas: «El jueves, logré localizar cuatro cadáveres humanos. Y unos 18 caballos muertos. No hubo nadie para identificar las víctimas humanas. Es probable que sus familias estén enterradas bajo lodo. Para los caballos estaban sus dueños, que los identificaban llorando. Es un mundo al revés».

Las autoridades -alcaldes, el siempre parlante gobernador de Río, Sergio Cabral, ministros del gobierno nacional- trazan cálculos contundentes sobre las pérdidas provocadas por el cataclismo y el volumen de dinero que será necesario para reconstruir lo que sea reconstruible y tratar de darle alma nueva a los negocios de la región. También calculan cuánto se tardará para recuperar lo recuperable, y cuánto tiempo demandará la construcción de nuevas viviendas.

Lo que nadie se anima a prever es cuánto tiempo será necesario para que las víctimas se recuperen de la sensación de pánico sin fin. Muchas de las familias retornaron a los escombros de sus casas colgadas en áreas de riesgo inminente. Dicen que no tienen dónde ir. Dicen que no quieren perder lo poquito que se salvó de la furia de la tempestad. Las autoridades dicen que no tienen cómo sacarlas, a no ser por la fuerza, y admiten que nadie se anima a emplear la fuerza, aunque sea para salvarles las vidas, en un ambiente de tanta desesperación. En cualquier instante puede haber nuevos temporales. La solución ha sido, desde el viernes, cortar la luz y el agua que habían sido reconectadas en los días anteriores. Al fin y al cabo, luego de días sin luz ni agua ni comunicación alguna, quizá se hayan acostumbrado.

Difícil y delicada, en términos políticos, la situación del nuevo gobierno presidido por Dilma Rousseff. Por razones obvias -su lealtad a Lula, la necesidad de ejercer y mantener control político sobre sus ministros, y, por último, por haber integrado el gobierno anterior en el puesto de jefa de Gabinete- no le conviene, bajo ninguna hipótesis, lanzar críticas a la poca atención con que se trató la cuestión de la prevención de desastres naturales. Tampoco es conveniente, al menos por ahora, perder tiempo criticando la criminal omisión de alcaldes y gobernadores estaduales frente a la invasión desordenada de cerros y valles.

La presidenta ha sido clara, directa y dura en sus determinaciones. Exige y advirtió que exigirá acciones concretas y coordinadas. Anunció la implantación de un Plan Nacional de Prevención contra Desastres, que es muy similar al anunciado por Lula en 2005 y que jamás salió del papel.

Pero si faltaba alguien para ponerle el dedo a la llaga, ya no falta más. El secretario nacional de Políticas y Programas de Investigación y Desarrollo, del Ministerio de Ciencia y Tecnología, Luiz Antonio Barreto de Castro, especialista en prevención de tragedias, decidió decir lo indecible. El participó del gobierno anterior. «Hablamos mucho y no hicimos nada. Hace dos años hicimos un plan de radares para entrar en la primera etapa del Programa de Aceleración de Crecimiento (la estrella del segundo gobierno de Lula), no lo logramos. Nos orientaron para que entrásemos en el PAC 2, la segunda etapa, y nada.»

Luego de eso, en agosto del año pasado su secretaría nacional oyó a diez estados brasileños y, juntos, definieron un proyecto-piloto cuyo costo se estimó en 36 millones de reales (unos 80 millones de pesos). Tampoco logró ese presupuesto. Palabras de Barreto de Castro: «Si se gastan en 2011 esos 36 millones, en 2012 quizá no haya muertos. Si hubiéramos gastado hace dos años, no habría tantos muertos en Río. No tenemos sistema de prevención y alarma, esa es la verdad». Y repitió: «Hemos hablado mucho y no hemos hecho nada».

Dijo eso y dimitió.

Fuente original: http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-160969-2011-01-23.html