El equilibrio precario en la política exterior (El Tábano Economista)
En el turbulento panorama geopolítico de 2025, la política exterior brasileña bajo el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva se perfila como un ejercicio magistral de equilibrio pragmático, o lo que los analistas denominan «no alineación activa» que representa en realidad un cálculo estratégico de alta complejidad: cómo aprovechar la rivalidad entre Estados Unidos y China sin terminar aplastado por ella.
Lula, con su experiencia acumulada en mandatos previos, ha revitalizado esta aproximación, posicionando a Brasil como un actor puente en el Sur Global, capaz de dialogar con Occidente mientras fortalece lazos con naciones emergentes como las que conforman los BRICS. Sin embargo, este pragmatismo podría diluir la identidad estratégica de Brasil, convirtiéndolo en un oportunista reactivo en lugar de un líder proactivo. En un mundo donde la bipolaridad se intensifica, ¿puede Brasil realmente «jugar en ambos bandos» sin quemarse?
El liderazgo regional en Sudamérica constituye una pieza fundamental en este rompecabezas geopolítico. Críticos como los analistas de la Carnegie Endowment señalan que esta ambición podría ser ilusoria en un contexto de fragmentación regional, donde países como Argentina bajo Javier Milei adoptan un neoliberalismo radical que choca frontalmente con el progresismo lulista. Aquí radica una vulnerabilidad clave: la victoria de Lula en 2022, y su consolidación en 2025, ha impulsado una diplomacia activa para reforzar este liderazgo, pero la complejidad del tablero sudamericano —con un Mercosur al borde del colapso— introduce elementos de inestabilidad.
El giro proestadounidense de Milei no se explica por afinidades ideológicas superficiales, como se ha caricaturizado en algunos medios, sino por necesidades geopolíticas precisas de Estados Unidos, que ven en Buenos Aires una «puerta trasera» para contrarrestar la influencia brasileña. Esta dinámica convierte a Argentina en un peón cautivo, independientemente de su gobierno, el país del tango se ha convertido en el caballo de Troya que podría desbaratar años de construcción de autonomía regional.
De acuerdo con análisis de centros de pensamiento como el CEBRI y expertos en relaciones internacionales, los escenarios futuros para Brasil se delinean en al menos tres trayectorias posibles, cada una cargada de riesgos y oportunidades. En el escenario optimista de «cobertura exitosa«, Brasil logra explotar la competencia sino-estadounidense en su favor, atrayendo inversiones chinas en infraestructura mientras negocia acceso tecnológico con Washington, todo ello sin comprometer su soberanía.
Sin embargo, el pesimismo acecha en el escenario de «alineación forzada«, donde la escalada de tensiones globales —por ejemplo, aranceles trumpistas o desaceleraciones chinas— obliga a Brasil a inclinarse hacia uno de los polos, sacrificando su autonomía. Finalmente, el declive se materializa en el escenario de «irrelevancia regional«, donde el fracaso en cohesionar Sudamérica —evidenciado por la desintegración del Mercosur y acuerdos bilaterales independientes de otros países— relega a Brasil a un rol secundario, incapaz de influir en agendas globales o regionales.
Estos escenarios no son meras especulaciones, se basan en datos concretos, como el comercio bilateral con China, que superó los 160 mil millones de dólares en 2024, contrastado con las tarifas estadounidenses que amenazan con erosionar exportaciones clave. La combinación para evitar el peor desenlace reside en la cohesión interna y regional, pero en un contexto de polarización doméstica y vecinal esta tarea se antoja hercúlea.
Aunque los escenarios futuros permanecen inciertos, los incentivos subyacentes pintan un cuadro donde la aproximación con China y Asia emerge como la opción más prometedora para el desarrollo a largo plazo de Brasil, en contraposición a una relación tensa con Estados Unidos, marcada por escasos beneficios tangibles y una abundancia de amenazas. Esta asimetría no es accidental: mientras Pekín despliega «zanahorias» en forma de inversiones masivas, Washington recurre a «palos» coercitivos, asumiendo que la presión económica doblegará la voluntad brasileña.
Sin embargo, un análisis crítico revela que esta estrategia estadounidense podría ser miope, ignorando lecciones de casos como Rusia, cuya economía ha demostrado resiliencia ante sanciones similares mediante pivotes hacia aliados no occidentales. En Brasil, las amenazas de aranceles —que en julio de 2025 alcanzaron el 50 % sobre bienes clave, solo para reducirse parcialmente en noviembre debido a presiones internas en EE.UU.— han generado costos inmediatos. Pero, paradójicamente, han fortalecido la narrativa antiimperialista de Lula, consolidando su base y acelerando el giro hacia China.
La ambigüedad de estos incentivos complica la estrategia de cobertura brasileña. Un examen exhaustivo confirma que la propuesta de desarrollo china es económicamente superior: inversiones que duplicaron a 4,2 mil millones de dólares en 2024, enfocadas en energía, petróleo y manufactura, han posicionado a Brasil como tercer destino preferido para capital chino. Estos flujos no solo crean empleo en agricultura y extracción, sino que fomentan una cooperación Sur-Sur que genera superávits comerciales sustanciales, amortiguando impactos externos. Críticamente, China ofrece «hechos consumados«, infraestructura crítica como puertos en São Luís, ferrocarriles que conectan el interior agrario y líneas de transmisión eléctrica que transforman la geografía económica. Esto pavimenta el desarrollo del Centro-Oeste y Norte brasileño, regiones clave para el agronegocio, financiado por demanda predecible de commodities como soja y mineral de hierro.
En contraste, los incentivos estadounidenses son abstractos y condicionados: evitar sanciones, mantener acceso al sistema financiero global vía SWIFT y nichos en tecnología de vanguardia, pero siempre con «manuales políticos» que exigen alineamiento irrestricto a Estados Unidos.
El acuerdo de reducción de tarifas con EE.UU., negociado bajo Lula, resulta marginal en un contexto de proteccionismo persistente en sectores como acero, etanol y agricultura. Los beneficios para la industria paulista, mediante oportunidades en tecnología y exportaciones, son limitados, eclipsados por barreras no arancelarias y la volatilidad trumpista. Más aún, la «bomba argentina» no requiere una «guerra abierta» orquestada por Washington; el debilitamiento del Mercosur bajo Milei ya representa un triunfo geopolítico, permitiendo a EE.UU. pivotear hacia Buenos Aires si Brasil se torna «problemático». Esta percepción de vulnerabilidad brasileña impulsa la preferencia estadounidense por la coerción: amenazas que generan costos inmediatos, disuadiendo el acercamiento hacia China sin invertir en incentivos a largo plazo. Ofrecer beneficios podría interpretarse como recompensa por deslealtad, como la neutralidad brasileña en conflictos globales.
Sin embargo, un elemento subyacente en esta extorsión revela motivaciones más profundas: el sistema PIX de pagos digitales instantáneos, operado por el Banco Central de Brasil, representa una amenaza existencial para la hegemonía financiera estadounidense. Adoptado por el 76% de la población, PIX ha desplazado efectivo y tarjetas con transacciones gratuitas e instantáneas, reduciendo comisiones para comercios y desafiando modelos como WhatsApp Pay. En la visión de Trump, esto erosiona el dominio del dólar y del SWIFT, sistemas que mantienen a Brasil —y al mundo— atado a la órbita occidental.
Sin embargo, la estrategia de amenazas y sanciones podría resultar contraproducente para Washington. Brasil ha respondido con represalias y un giro acelerado hacia China, con inversiones que se duplicaron en 2024-2025 y superávits comerciales que amortiguan los impactos. Think Tanks, como el Council on Foreign Relations y Brookings Institution, advierten que la coerción genera resistencia y fortalece narrativas antiimperialistas, beneficiando políticamente al gobierno de Lula.
China, por su parte, despliega incentivos transformadores: no solo capital, sino integración a cadenas de valor asiáticas que, aunque extractivas, ofrecen un modelo de desarrollo con financiamiento concreto. Los beneficios sistémicos incluyen conexión infraestructural que amplía el crecimiento, con superávits que financian reformas internas. Sí, es un modelo extractivo-exportador, pero en un Brasil que lucha por reindustrializarse, representa un progreso tangible frente a las vagas promesas estadounidenses.
El dilema central se da entre seguridad y desarrollo: optar por China/BRICS maximiza el beneficio económico, capital masivo, mercados crecientes, pero eleva riesgos de seguridad, como represalias estadounidenses. Elegir EE.UU./Occidente asegura integración al sistema global —estabilidad financiera, acceso institucional—, pero a costa de desarrollo estancado, con mercados menores y menos inversión.
¿Se reduce esto a intercambiar una dependencia por otra? La dependencia sino-brasileña es estructural y productiva, manifestada en industrias extractivas y reprimarización de exportaciones, donde Brasil exporta bienes primarios (95 % de sus envíos a China) e importa manufacturados, inhibiendo diversificación industrial. Estudios como el de Lucas Peixoto Pinheiro da Silva, doctorando en King’s College de Londres, evolucionan del optimismo Sur-Sur a críticas matizadas de esta asimetría, que perpetúa desigualdades y vulnerabilidades ambientales. A cambio, China ofrece mercado insaciable para materias primas y capital para infraestructura que Occidente demora o ignora. La «trampa» radica en consolidar a Brasil como proveedor primario, limitando avances tecnológicos.
Por otro lado, la dependencia estadounidense es sistémica y financiera: control de SWIFT y el dólar (88 % de las transacciones brasileñas) expone a volatilidades y sanciones, sin contrapartidas en desarrollo productivo. EE.UU. garantiza acceso y estabilidad —FMI, Banco Mundial— pero bajo amenaza de exclusión, un «incentivo negativo» más poderoso que positivo. La ausencia de inversión real es el precio de esta «seguridad», manteniendo a Brasil como rehén geopolítico.
El futuro no dependerá de una elección clara entre estas dependencias, sino de una caminata constante sobre la cuerda floja geopolítica. El objetivo principal de Brasil será evitar que Washington active sus palos mientras cosecha todas las zanahorias chinas posibles. La debilidad del Mercosur y el giro argentino hacia Washington solo hacen que este equilibrio sea más precario, convirtiendo cada paso en un cálculo cuidadoso entre el desarrollo prometido y la seguridad exigida. En este juego de alto riesgo, Brasil busca lo que ningún otro país en su posición ha logrado completamente: beneficiarse de ambas potencias sin quedar atrapado en los fuegos cruzados de su rivalidad creciente.


