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Brasil histórico y mágico (I)

Fuentes: GEA Photowords

Los países viven prisioneros de su imagen, y muchos ignoran que Brasil es más que fútbol, chicas en tanga y carnaval. Quizás sea mejor así, para que sus numerosos tesoros escondidos no sean violados por hordas de turistas. Pero quien se aventure en las entrañas de este inmenso pais, descubrirá riquezas y contrastes insospechados fruto […]

Los países viven prisioneros de su imagen, y muchos ignoran que Brasil es más que fútbol, chicas en tanga y carnaval. Quizás sea mejor así, para que sus numerosos tesoros escondidos no sean violados por hordas de turistas. Pero quien se aventure en las entrañas de este inmenso pais, descubrirá riquezas y contrastes insospechados fruto de un intenso abigarramiento cultural, y también el encanto y la magia de otra época. Javier Moro, miembro de GEA PHOTOWORDS y ganador del último Premio Planeta con `El Imperio eres Tú´, sobre la vida de Pedro I, convertido en emperador de Brasil a los veintitrés años, nos ambienta en ese Brasil histórico en un recorrido por los estados de Minas Gerais y Bahia. Las fotos son del también miembro de esta asociación, Ángel López Soto.

Calle de Ouro Preto

FOTO © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS

 

El estado de Minas Gerais, al norte de Rio, conserva ciudades y pueblos del siglo XVIII que han permanecido intactos, ajenos a las deformidades inherentes al desarrollo de la industria. Aglomeraciones que se han detenido en el tiempo, sin que sus habitantes hayan sentido nunca necesidad de ampliarlas o modernizarlas. Minas Gerais es la cuna del barroco brasileño, es el Brasil antiguo, heredero de una historia que empezó en el siglo XVIII, cuando un pobre mulato encontró, cerca del manantial donde se había detenido para saciar su sed, unos granitos negros y brillantes. Era oro negro de 23 quilates. Y la espléndida ciudad que se levantó alrededor de aquel manantial acabó llamándose Ouro Preto. Durante los siguientes cincuenta años, la fiebre del oro sacudió la región, primero en la anarquía y la violencia, después bajo la batuta de las autoridades portuguesas. Si la riqueza del oro marcó el principio de la colonización del interior de Brasil y la decadencia de Salvador de Bahia, a partir de 1760 impulsó un magnífico desarrollo artístico, único en el mundo por su resplandor y su fugacidad.

A la cabeza estaba un artista genial e insólito. Hijo de un carpintero portugués y de una esclava africana, Antonio Francisco Lisboa, conocido como el Aleijadinho, (el ‘tullidito’) era un mulato aquejado de lepra. Su formación sigue siendo un misterio porque su arte parece nacido de la nada, ya que Aleijadinho nunca salió de Minas Gerais, ni siquiera viajó a Bahia o a Rio y menos a Lisboa. Pero este hombre, por cuyas venas corría sangre mezclada, supo aunar las tradiciones de su herencia multiple, la portuguesa y la negra africana y la indígena brasileña. Sus mejores esculturas las hizo de rodillas porque la enfermedad le hizo perder los dedos de los pies, impidiéndole caminar; luego, poco a poco, sus manos se deformaron y atrofiaron. Sus esclavos tenían que atarle el cincel al muñón del brazo para que siguiera esculpiendo. Tanta vergüenza le producía su decrepitud física que, para evitar encontrarse con gente, se hacía transportar por sus esclavos desde su casa hasta su taller antes de que se levantase el sol y le devolvían a su casa bien entrada la noche. A medida que avanzaba la enfermedad y su cuerpo, literalmente, se pudría, mayor esplendor y perfección alcanzaron sus esculturas. Pero al final de su vida, hasta sus esclavos le abandonaron, incapaces de soportar el hedor y el lamentable aspecto que presentaba el artista. Cuando a los 84 años adivinó que la muerte le rondaba, Aleijadinho pidió a su sobrina, la única que no le abandonó nunca, que le transportase hasta el altar de una de las iglesias que había construido. Allí murió, después de horas de lenta agonía, como un paria sublime golpeando con sus muñones el muro de la fatalidad.

Iglesia Nossa Senhora do Carmo. Ouro Preto.

FOTO © Ángel López Soto, miembro de GEA PHOTOWORDS

Su impresionante legado está repartido entre Tiradentes, Ouro Preto, Mariana, Sao Joao del Rei y Congonhas. Desde Rio de Janeiro, hay que atravesar 300 km de un paisaje magnífico de selva: eucaliptus, palmeras, buganvillas e ipés con sus flores malva que contrastan con el verde oscuro de las montañas, altas y redondas. El clima refresca a medida que se sube hasta los mil metros, la altura media de las ciudades de Minas Gerais. En Tiradentes hay que hospedarse en el Solar da Ponte, antigua casa colonial al estilo de los paradores de turismo. Las calles del pueblo, anchas, están pavimentadas con grandes losas de piedra; las casas son de una planta y están encaladas, con bordes de las ventanas y de las puertas pintados de ocre o de añil. Al final del pueblo, una bella iglesia blanca con dos campanarios, cuyo frontispicio fue la última obra de Aleijadinho. Al atardecer, los bajorrelieves se tiñen de oro mientras unos caballos, montados por niños a pelo, vuelven del campo al galope y los bares se llenan de jóvenes. Hay una pequeña estación en Tiradentes, de la que sale dos veces por semana un tren de vapor con tres vagones de madera, como los del lejano Oeste. Es quizás el único ferrocarril en todo el país, y la línea mide sólo 12 km, hasta Sao Joao del Rei, que no tiene el encanto de Tiradentes, pero que alberga la iglesia de los Franciscanos, también concebida por Aleijadinho. Es una maravilla de construcción con dos torres cuadradas y un frontispicio cuyas decoraciones sugieren los vértigos del éxtasis y la intensidad de la fe que iluminaba al artista tullido. .

Ouro Preto, la antigua capital del estado, es el plato fuerte de la región. Una ciudad blanca, barroca, entre dos colinas, con calles en cuesta, casas abigarradas y doce iglesias, auténticas obras de arte, en la cima de montículos abruptos. Si es posible, hay que alojarse en la Pousada del Mondego, en una habitación con vistas a la fachada de la iglesia de San Francisco, la joya de Minas Gerais, la obra maestra de Aleijadinho. Treinta años duró la construcción de este monumento innovador, que parece estar en movimiento, que parece bailar. Es una composición toda en curvas, con torres redondas unidas a la nave principal por una superficie cóncava. El interior está lleno de frescos y cuadros de otro genio de la época, el pintor Ataíde, rescatado del olvido hace pocos años. Todo Ouro Preto es un puro monumento, con museos, edificios al más puro estilo colonial como la Casa dos Contos y fuentes en las plazas y en las calles que nada tienen que envidiar a las de Roma. Ciudad viva, con muchos restaurantes y tiendas de piedras preciosas, es también sede de una importante universidad, y por la noche las calles alrededor de la plaza Tiradentes me recuerdan a las de Salamanca, llenas de jóvenes sentados en las escaleras o agolpados a las puertas de los bares. Si lo que se quiere es tranquilidad, mejor desplazarse a la pequeña ciudad de Mariana, a veinte km de Ouro Preto. Es un lugar para pasear, para ir descubriendo sus tesoros, para empaparse de la atmósfera de un Brasil rural y tranquilo, muy alejado de los tópicos al uso. No hay que dejar de ver Congonhas do Campo, el lugar mítico. Un buscador de diamantes portugués aquejado de una grave enfermedad hizo la promesa de construir un santuario, una iglesia en la cima de una colina a la que se accede por un camino bordeado de seis capillas. En 1800, Aleijadinho fue contratado para adornar las escaleras de acceso con estatuas de los doce profetas. El resultado es espectacular, sobre todo al amanecer, entre volutas de niebla. Al pasearse por el santuario, los cambios de perspectiva hacen que las estatuas parezcan animadas: los profetas se convierten en hombres de carne y hueso que claman al cielo. Es como si Aleijadinho, que veía su cuerpo pudrirse, hubiese inyectado su propio vigor, su pasión de vivir y sus ansias de movimiento al arte que emanaba de sus creaciones. Hay otras ciudades pequeñas, otros pueblos llenos de encanto como Sabará o Diamantina, todos a escasa distancia los unos de los otros. Mucho más al norte, está otra joya del Brasil histórico: Salvador de Bahia, la antigua capital. El viaje es largo y se puede hacer por una carretera interior o bordeando la costa, en cuyo caso se atraviesa un magnífico paisaje de viejas fazendas de cacao y azúcar y unas playas oceánicas salpicadas de pueblos pintorescos. Porto Seguro, al sur del lugar donde Cabral y sus hombres desembarcaron en 1500, es hoy un refugio para viajeros del mundo entero que vienen a disfrutar de las impresionantes playas.

Javier Moro es miembro de GEA PHOTOWORD

Fuente: http://geaphotowords.com/blog/?p=12668

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.