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Brasil, la razón y la historia

Fuentes: Página 12

El carácter espurio del impeachment contra Dilma Rousseff -espurio porque el hecho de que cumpliera ritualmente los pasos constitucionales no logró ocultar el dato básico, que es la ausencia de delito- no debería impedirnos analizar los errores que lo hicieron posible, no para patear en el piso al héroe caído sino para intentar sacar algo […]

El carácter espurio del impeachment contra Dilma Rousseff -espurio porque el hecho de que cumpliera ritualmente los pasos constitucionales no logró ocultar el dato básico, que es la ausencia de delito- no debería impedirnos analizar los errores que lo hicieron posible, no para patear en el piso al héroe caído sino para intentar sacar algo en limpio de un proceso que merece atención.

Y en este sentido lo primero que cabe señalar es el cambio de contexto. Como se sabe, a partir de 2002-2003 América latina experimentó una década de alto crecimiento económico que en algunos países alcanzó tasas chinas (aunque habría que revisar la comparación: China ya no crece a tasas chinas). Brasil, aunque se expandió a un ritmo más lento que el promedio regional, creció de manera sostenida e incluyente hasta que, en algún momento entre 2011 y 2012, se detuvo. La respuesta de Dilma a este viraje en la dirección del viento fue la peor entre todas las posibles: desdiciéndose de sus promesas electorales, impuso un ajuste ortodoxo no muy diferente al que proponía la oposición de derecha durante la campaña, le encomendó la tarea al banquero ultraliberal Joaquim Levy y después le retaceó el apoyo, a punto tal que al final se negaba a fotografiarse con él.

Con todas las variables macroeconómicas -crecimiento, inflación, desempleo, déficit- alineándose en contra, se abrió la oportunidad para una convergencia entre el poder económico, la justicia y los partidos de derecha, entre los cuales sobreviven formaciones ultramontanas que harían sonrojar hasta a Cecilia Pando. Los medios fueron decisivos pero no determinantes: de hecho, la misma configuración mediática hegemonizada por la Red Globo había ensayado sin éxito una acusación similar contra Lula a propósito del escándalo del mensalão en 2005. La ofensiva, construida alrededor de una serie de acusaciones bastante probadas que involucran a la mitad de la clase política, incluyendo a la primera línea del PT pero excluyendo significativamente a la propia Dilma, acentuó la fragilidad del gobierno.

Puesta frente a este escenario ultraexigente que no se esperaba, la presidenta no encontró una salida: se negó, por un lado, a negociar con los poderes fácticos y sus representantes parlamentarios una coalición que le permitiera, incluso de espaldas a la sociedad, gobernar hasta el final de su mandato con políticas de estabilización y ajuste, como había hecho Fernando Henrique Cardoso en su segundo gobierno. Pero tampoco se animó a convocar a un plebiscito para impulsar la reforma política y las elecciones anticipadas. Dotada de una cualidad ética (o una rigidez táctica) diferente a la de Lula, no quiso avanzar por la cornisa enjabonada de un pacto con los impresentables del Congreso ni se sintió lo suficientemente segura como para dar el salto al vacío de un referendo, que recién mencionó cuando ya no estaba en sus manos convocarlo. Sin rosca ni votos, Dilma terminó semi-paralizada, gobernando en el vacío.

Porque además, y aquí la responsabilidad le cabe a Lula más que a ella, el PT había producido un asombroso proceso de desmovilización de su base política. Provisto de algunos de los mejores cuadros políticos de Brasil, un caudal de afiliados que en su momento alcanzó los dos millones y un líder fuera de serie, el PT llegó al gobierno empujado por la épica de una historia que se remonta a las huelgas contra la dictadura en el ABC paulista y de a poco, casi sin darse cuenta, se fue entibiando. Relajado en la comodidad algodonada del Estado brasilero, perdió tensión y sentido, lo que explica la mezcla de apatía y hastío con que fue recibida la noticia del impeachment: puede que una parte de la sociedad brasilera estuviera en contra del desplazamiento de Dilma, pero pocos estaban dispuestos a hacer algo por impedirlo.

En este aspecto, el contraste con Venezuela es ilustrativo. A diferencia del PT y del Frente Amplio uruguayo, nacidos en un contexto de lucha contra las dictaduras, y a diferencia también del MAS boliviano, una construcción política de décadas originada en el sindicalismo cocalero del Chapare, la llegada al poder de Hugo Chávez fue producto de una accidente, casi diríamos una carambola de la historia, como la de Rafael Correa y en cierto modo la de Néstor Kirchner. Al fin y al cabo un paracaidista, Chávez aterrizó inesperadamente en Miraflores rodeado apenas de un puñado de seguidores inexpertos y quizás por eso se dio a la tarea de construir, inevitablemente desde arriba, una base militante capaz de respaldarlo en los momentos difíciles: probablemente sea la persistencia obstinada de este núcleo duro inconmovible el que explique que el chavismo logre mantenerse en pie a pesar del «ya se cae» que viene repitiéndose desde años (queda de la duda de si la contracara de esta base incondicional, el costo efectivo de su construcción y sostenimiento, no son precisamente algunos de los rasgos más criticables del régimen venezolano: las derivas autoritarias, la corrupción desenfrenada, la desinstitucionalización rampante; en otras palabras, ¿hasta que punto las marcas negativas del chavismo son menos desvíos corregibles que la condición necesaria para su supervivencia?).

Pero hablábamos de Brasil y del proceso de desmovilización del PT, que en parte explica su caída y que a su vez es resultado del cambio en la conformación de su electorado. En efecto, desde su fundación en los 80 hasta la llegada de Lula a la presidencia en 2003, la base social del PT estuvo integrada por los obreros calificados y las clases medias progresistas de los grandes centros urbanos. Fundado al estilo del laborismo británico, el PT nació como un típico partido de masas industrial afincado sobre todo en los estados modernos del sur y el centro, que perdía sistemáticamente en las zonas africanizadas del nordeste, donde se reelegían sin dificultad viejos caudillos de derecha que aquí llamaríamos «popular conservadores». Esta ecuación se invirtió durante la primera presidencia de Lula, cuando el escándalo del mensalão derivó en el alejamiento de parte del electorado original que sin embargo fue compensado con el creciente apoyo del sub-proletariado nordestino, beneficiado por el fabuloso proceso de inclusión social impulsado desde el gobierno. Como entre la primera victoria presidencial de Lula en 2002 y su reelección en 2006 el porcentaje de votos fue prácticamente el mismo, este movimiento tectónico del electorado pasó relativamente desapercibido hasta que el politólogo André Singer lo detectó y definió como el paso del «petismo» al «lulismo».

Dilma, que es lulista pero no es Lula, en el sentido de que fue elegida y reelegida con los votos de los sectores más pobres de la sociedad pero carece de la historia de vida y el carisma de su padrino, mantuvo el patrón de inclusión vía consumo iniciado por Lula, sin preocuparse por profundizar la activación política, construir poder popular o, digamos, empoderar a las masas. Se encontró con un partido desmovilizado, al que cultivó poco y que, cuando llegó el momento crucial, no tenía ni la energía ni los recursos para defenderla.

Pero la forma en que cayó Dilma se explica también por una tradición brasilera que se remonta al inicio de su historia nacional. En contraste con las guerras sangrientas que marcaron la independencia de la América española, Brasil se separó de Portugal por una decisión política de Pedro I, el príncipe heredero, aceptada sin resistencia por su padre, y más tarde, en 1889, se convirtió en república mediante una disposición no menos administrativa (esto ha hecho que la historia brasileña sea una historia desprovista de héroes y estatuas, sin un Bolívar o un San Martín a los que venerar). Del mismo modo, la versión brasileña del populismo, el varguismo, fue un movimiento redistributivo e incluyente pero en el que el componente movilizatorio estaba notablemente atenuado (digamos: un peronismo sin 17 de Octubre). Mucho más tarde, la ebullición de los 60 creó un movimiento guerrillero entusiasta pero disperso y sin fuerza, al menos en comparación con Argentina, Uruguay o Chile, y luego la dictadura, aunque desde luego torturó y mató, no creó un sistema de campos de concentración al estilo argentino y hasta consintió el funcionamiento controlado del Congreso, que nunca fue clausurado. La recuperación de la democracia se realizó también de manera negociada, «segura», según la famosa definición de Geisel, el general que la inició, a punto tal que el primer presidente democrático, Tancredo Neves, no fue elegido por voto directo sino mediante el viejo sistema de colegio electoral creado por los militares.

Lo que quiero decir con esto es que la historia brasileña es en esencia una historia de pactos entre elites, que son las que realmente gobiernan Brasil, como no sucede en ningún otro país de la región salvo los de Centroamérica. Los efectos de esta tradición son paradójicos: si por un lado le ha permitido a Brasil evitar «pisos de sufrimiento» como los registrados en Argentina (las luchas entre unitarios y federales, la dictadura, Malvinas, el 2001), por otro lado limitó severamente la incidencia de la población en las decisiones nacionales, como confirmó la pasividad social de la semana pasada. La significativa ausencia en Brasil de una Plaza de Mayo, ese centro simbólico de la política argentina al que la gente marcha cada tantos años para festejar o voltear gobiernos, no responde tanto una cuestión urbanística como de historia política. Y también, claro, a la decisión de Kubitschek de trasladar la capital al medio de la selva, explicable por la estrategia desarrollista de llevar la civilización al desierto pero también por la intención de alejar el centro de las decisiones políticas de las masas que habitan los grandes conglomerados urbanos.

Concluyamos entonces señalando que el desplazamiento de Dilma, el modo sordo, casi sin ruido, con el que fue desalojada del poder, se explica por la ofensiva inescrupulosa de la derecha y por la forma de construcción política elegida por el PT tanto como por una tradición histórica típicamente brasilera. La caída de Dilma confirma un patrón, subraya una cultura política. Y abre un nuevo tiempo en Sudamérica, que recién estamos empezando a descifrar. Sus errores, que ahora se hacen evidentes, no deberían oscurecer el hecho de que su gobierno, igual que los de Lula antes, lograron combinar, como nunca desde el varguismo, estabilidad económica, libertad política e inclusión social, tres condiciones que parece difícil que puedan volver a conjugarse en el futuro cercano.

José Natanson es director de Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-308520-2016-09-04.html