El triunfalismo «democrático» frívolo posterior al desplazamiento de la dictadura y la inconclusa constitución del 88 encubrió en la conciencia política brasileña, hasta ahora, las lacras heredadas del autoritarismo militar y aún otras que venían del dominio imperial y burgués, que el estado brasileño continua arrastrando en perjuicio de la sociedad y sobre todo en […]
El triunfalismo «democrático» frívolo posterior al desplazamiento de la dictadura y la inconclusa constitución del 88 encubrió en la conciencia política brasileña, hasta ahora, las lacras heredadas del autoritarismo militar y aún otras que venían del dominio imperial y burgués, que el estado brasileño continua arrastrando en perjuicio de la sociedad y sobre todo en menoscabo de los que tienen mayor debilidad para defender sus derechos.
Así continuaron vigentes,
1- un racismo estructural e institucional demostrado con holgura por estadísticas estatales en todo el país, y denunciado por la ONU, oculto bajo la falsa ideología de Brasil paraíso de la democracia racial, una fantasía que dominó el siglo XX;
2- tortura sistemática habitual en las penitenciarías del Estado y locales policiales, a la vez de prisión preventiva punitiva, sobrepoblación carcelaria mal alimentada, sin atención médica y en un clima de violencia permanente, condiciones comprobadas y reveladas por ONU en 2015;
3- genocidio de niños, jóvenes y adultos negros en las comisarías, favelas y periferias demostrado por las estadísticas oficiales e investigadores independientes de DDHH y en agravamiento año a año. De 2003 a 2012 la sociedad brasileña testimonió, sin inmutarse, el asesinato por armas de fuego de 320 mil negros;
4- matanzas y ejecuciones sumarias por grupos de exterminio y «milicias» de favelas compuestas por policías o ex agentes represivos estatales en las grandes ciudades. En São Paulo y su región metropolitana, en octubre de este año ya van 20 masacres con un total de 102 muertes. Lo que duplica las cifras de muertes por matanzas en 2014;
5- genocidio indígena ejecutado por bandas parapoliciales armadas por terratenientes, madereras o mineras, con el objetivo de usurpar tierras fiscales e indígenas, denunciado en OEA por los pueblos originarios en octubre de 2015.
Componentes que se combinan y potencian para conformar un claro sistema selectivo de Terrorismo de Estado, de carácter racial y de clase. En donde domina el círculo cerrado de impunidad de la tortura y del exterminio letal, así como de las matanzas y ejecuciones urbanas y los ataques parapoliciales en zonas rurales. Todo encubierto institucional y judicialmente.
La democratización progresiva de la información que está imponiendo Internet y el desplome creciente de la TV, principal medio de manipulación de la información del siglo XX, más allá del manejo sesgado de la opinión que continúa en redes mal denominadas «sociales», ha empezado a develar todos estas lacras que colaboraban entre ellas para mantener la sumisión ideológica, social y política de la ciudadanía en un país de inmensa riqueza -el séptimo en el ranking mundial medido por su PIB-, a la vez que en el lugar 84 en índice de desarrollo humano (IDH) a escala mundial. Un deplorable record en todos los sentidos, que recién a partir del siglo XXI empieza a ser cuestionado por una galaxia de movimientos populares de variados signos.
Las próximas Olimpíadas de 2016, que han sido usadas como coartada para inmensas desocupaciones de tierras en Rio de Janeiro favoreciendo la especulación inmobiliaria, nos anuncian una extensión y agravamiento de las ocupaciones militares de favelas y un recrudecimiento del terrorismo de estado. Pero ahora en una situación desfavorable para un gobierno desprestigiado que ha perdido el apoyo popular. Esperemos que los movimientos sociales y populares asuman que si no enfrentan este terrorismo estatal ya instalado y con intenciones de aumentar, pasaremos a vivir en un país de total democracia ficticia, sin derechos ni libertades y con un apartheid de clase y raza oficializado.
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