Si rastreamos el origen del movimiento de indignados, necesariamente debemos ir a la Argentina del 2001, donde al grito «Que se vayan todos», la población derrocó cuatro presidentes en un par de semanas. Sin embargo , en los noventa, a todo lo largo del planeta, hubo movilizaciones que ya comportaban las mismas características de los […]
Si rastreamos el origen del movimiento de indignados, necesariamente debemos ir a la Argentina del 2001, donde al grito «Que se vayan todos», la población derrocó cuatro presidentes en un par de semanas. Sin embargo , en los noventa, a todo lo largo del planeta, hubo movilizaciones que ya comportaban las mismas características de los indignados, como las Ocupaciones Estudiantiles del 96 en Uruguay, pues en aquellos difíciles años, tras la caída del muro y la derrota de los sandinistas, la vieja metodología de lucha de la izquierda, y toda la ideología que la sustentaba, había quedado en entredicho, surgiendo un nuevo movimiento social.
Hasta llegar a esta espectacular irrupción en Brasil, con independencia de los resultados alcanzados en sus respectivos países, los indignados lograron colocar signos de interrogación por delante y por detrás de cualquier autolegitimación democrática del gobierno que fuese. En algunos sitios fueron fuertemente reprimidos, pero en otros destituyeron a sus gobiernos, como en Islandia, y generaron un interesante movimiento que llevó a una mujer de izquierda al poder (la cual se casaría inmediatamente con otra mujer) y a la creación de una asamblea popular conformada por gente sin partido que deberá elaborar una nueva constitución. En el mundo árabe, en la zona de mayor entrecruzamiento de intereses del planeta, un multitudinario movimiento democrático aventó cuatro dictaduras sanguinarias, las cuales habían logrado prevalecer con el respaldo de las potencias de Occidente. Lejos de finalizar, el movimiento de indignados conocido como «primavera árabe» generó un poderoso revulsivo, instauró la discusión política callejera, e inició ese típico proceso histórico en el cual rápidamente se erosionan las opciones políticas que en condiciones normales precisarían decenas de años para desnudar su esencia.
El escéptico observador occidental, que nunca jamás leyó nada acerca del mundo árabe, entre otros motivos porque no aparece en los programas de estudio, y cuya única representación de aquel mundo peregrino la obtiene de un tsunami de films de dudoso gusto que se precipitan desde el norte, sostiene que en la tierra de los camellos, en el mejor de los casos, sólo cambiaron de tiranía a influjos del imperialismo yanqui y de la CIA, prueba de lo cual sería el arribo al poder de los musulmanes moderados. Es difícil hacer un pronóstico, habida cuenta de los innumerables actores de aquel proceso, pero no es descabellado esperar que los musulmanes moderados, actualmente respaldados como resultado de la persecución a cargo de las dictaduras laicas, y en tanto son vistos como defensores de la soberanía nacional, quemarán rápidamente su prestigio apenas demuestren su incapacidad para atender los reclamos populares que los llevaron al poder. Si la revolución árabe se detuviera generando simplemente cambios de gobierno, pero generando esta ascensión a la vida política de millones de individuos, habríamos ganado en Occidente dos cosas harto considerables: que se derrumbara la teoría del choque de civilizaciones, y que se arrojara una luz esclarecedora acerca del carácter de una cantidad de líderes e intelectuales de nuestra izquierda, más preocupados por lamentar la muerte de Ghadafi, que por apoyar un multitudinario movimiento popular, que paradójicamente, tiene como principal referente la experiencia latinoamericana.
Luego de recalar en el mundo árabe, el movimiento de indignados atravesó una serie de países, y ahora, al llegarle el turno a nuestros vecinos sudamericanos, resuena como un aldabonazo en nuestras puertas. El rechazo de los indignados a que el 1% sea dueño del 99% de todo (incluyendo en el «todo» a las decisiones políticas) preocupa al poder del signo que fuere. La preocupación de la derecha es obvia, pero la vieja izquierda también sufre, pues por un lado abandonó la denuncia de un sistema que inevitablemente conduce a la concentración del capital, y por el otro ve con malos ojos a un movimiento que pareciera querer desplazar a los viejos partidos verticalistas y su metodología. La vieja izquierda se ríe del carácter desorganizado de los indignados y de su falta de líderes y programa, sin pensar en los siglos que le llevó a la izquierda elaborar un programa y una metodología que le permitiera acceder al poder, y sin pensar en los discutibles resultados obtenidos con dicha toma del poder. En la década del sesenta sobraban motivos para desear un cambio de estructuras y para soñar con un hombre nuevo. Desde aquellos años hasta ahora, el injusto mundo que fue el motivo de innumerables revoluciones no ha hecho más que profundizar su injusticia, en tanto contamina el planeta y nos brinda una vida ayuna de valores. Aquí lo interesante es un movimiento de tijeras que se ha generado entre la profundización de las desigualdades del capitalismo por un lado, y la derrota absoluta de una ideología revolucionaria por el otro. La vieja izquierda, como toda herramienta política que durante años y años ha luchado contra el sistema, ha terminado siendo absorbida por él y no lleva el debate al terreno último donde se dirimen los debates políticos, el de los modelos económicos. Por primera vez en la historia del capitalismo existe un solo modelo, indiscutible, y eventualmente la discusión transita por la forma «más humana» de llevarlo a cabo, y jamás de los jamases se recuerda aquella Reforma Agraria que llevaría a una tenencia de la tierra más equitativa, a una distribución del ingreso más igualitario, a un uso intensivo con alta capitalización, a una mejora constante de su productividad y al desarrollo de un sistema de innovación agraria, todo lo cual generaría el poblamiento de nuestros campos, la revitalización del mercado interno y un entramado productivo más denso y fuerte (1).
Ante esta capitulación de la izquierda, surgen como hongos después de la lluvia reclamos democráticos de gente harta de la corrupción y harta de que los políticos atiendan exclusivamente a la lógica de la banca internacional. En estos últimos días, el brasilero que sale a la calle se indigna por todas las componendas del sistema democrático y las compras de voluntades parlamentarias que ya se vivían bajo el gobierno de Lula, y siente que lejos de estar gobernado por una aristocracia (el gobierno de los mejores) se encuentra gobernado por una kakistocracia (el gobierno de los peores). Las movilizaciones inicialmente fueron convocadas por un movimiento horizontal llamado MPL, que no sólo reclama un boleto gratuito para los estudiantes, si no un boleto gratuito para todos los brasileros, el cual, en su último manifiesto (2) llamó a atender los reclamos de los sin techo, los sin tierra, los aborígenes constantemente expulsados por la construcción de represas hidroeléctricas, cuando no son asesinadas por la industria maderera, y apuntó a la metodología de una policía militar heredada de la dictadura. Inmediatamente el movimiento de protesta exigió la anulación del PEC 37, que le quitaría al ministerio público las potestades para atacar la corrupción de la kakistocracia, y exigió que el dinero que se invertiría en el próximo mundial se desviara para atender los reclamos de salud y enseñanza de la población. El movimiento fue creciendo hasta el millón y medio alcanzado el jueves, cuando, habida cuenta de una obvia infiltración de vándalos que actuaban con la anuencia de la policía militar, y en tanto se volcaron a la calle otros sectores con muy otros propósitos, el MPL frenó su convocatoria, pasó a evaluar la victoria conseguida, prometió seguir con sus reivindicaciones y dio una muestra de madurez política. No sabemos cuándo vendrá la siguiente ola de movilizaciones en Brasil, ni qué pasará en la final del campeonato. Sólo sabemos que, con o sin plebiscito, las próximas movilizaciones serán un hecho inexorable, pues el sistema no puede dar solución a los reclamos.
Por nuestro lado, lejos de observar a la nueva criatura con nuestras viejas cabezas de dinosaurios, debiéramos, por más difícil que sea, intentar ver con nuevos ojos la nueva realidad. No se trata de apoyar las protestas allí donde los que luchan lo hacen contra regímenes de derecha, pero exclamar que están llevados por las narices aquellos pueblos que protestan contra regímenes autodefinidos como de izquierda. Tampoco es válido denunciar la violación de DDHH cometidas por el imperialismo yanqui, pero poner cara de sapo cuando las violaciones se cometen bajo regímenes amigos. Habría que discutir qué significa ser de izquierda, y si no sería más apropiado, en vez de considerar que la gente que se moviliza en Brasil o Argentina estaría llevada por las narices, razonar que es el observador quien subrepticiamente ha sido conducido a las posiciones que desprecia. Cíclicamente, un sistema que para asegurar su dominación apela a la «democracia», será puesto en tela de juicio por la Democracia. No sabemos cuánto tiempo le llevará al movimiento de indignados afinar su programa y puntería. Es un movimiento que está emergiendo y ya ha logrado instalar en nosotros la duda acerca de si esta democracia no será un hermoso cuento chino y que lo real, lo que campea en el mundo, no es otra cosa que la kakistocracia. Darse cuenta de esto no resolverá las cosas, pero será un inicio para intentar generar lo contrario: la Democracia, la forma de gobierno más sabia, pues aprovecha el saber que cada ciudadano tiene por el simple hecho de ocupar un lugar en la existencia. Si desplazáramos a la kakistocracia al basurero de la historia, aprovecharía mos esa energía infinita, inconmensurable, la energía resultante de la liberación de todo el saber que anida en una sociedad. Descar tar esa energía, como hacemos, para apelar al saber de los kakistócratas sería como , a la hora de impulsar un navío, descartar el viento para llamar al capitán a que sople sobre el velamen con toda la fuerza de sus pulmones.
Al pensamiento de los sesenta le gustaba primero elaborar una ideología y luego salir a la calle, pero aquel mundo ya no se condice con el actual, en el cual para encontrar una canción sólo debemos apretar unas pocas teclas. Nuestro mundo, a través de un bombardeo de mercancías, y de un verdadero socialismo de la cultura, ha establecido la tiranía, o la virtud, de lo inmediato, y eso se trasluce en el carácter inmediato de la protesta, en el sentido de que la multitud no reclama cosas intermedias en aras de acumular hacia un segundo estadio, reclama democracia, salud, enseñanza y la apropiación de la riqueza social que le pertenece. Así como aquellos estudiantes del 96 ocuparon para poner en tela de juicio las virtudes de una Reforma Educativa que fracasó estrepitosamente, en tanto los veteranos militantes les reprochaban que la ocupación, lejos de ser la primera, debía ser la última de las medidas de lucha, el actual movimiento de indignados es protagonizado por jóvenes, como los del MPL, que como en toda revuelta, no sólo se levantan contra el orden establecido, si no que se alzan contra los viejos y su caduca forma de levantarse, o de resignarse, pues toda revolución, sea en el terreno político o en el terreno del arte, fue protagonizada por jóvenes contra viejos. Acaso estos jóvenes no se encuentren con una ideología ya definida, elaborada y razonada. Acaso se muevan por intuición y gusten de hacer camino al andar. Eso no significa que no debatan. Debaten en sus centros de estudio o en las redes sociales, y desde ellas se convocan salteándose el antiguo monopolio de los medios de comunicación. Este movimiento es una criatura que recién está naciendo, la cual, con sus berridos, cuando menos lo esperemos puede despertar al gran gigante que mueve el mundo en tanto recibe sobras.
Hemos escuchado asombrados que el portugués es una lengua menos rica que el castellano, sin embargo pensamos que si eso fuera cierto, posee dos palabras que por su sola fuerza ya igualan nuestro idioma: una es esa palabra que mezcla pasado, nostalgia, amor y lejanía conocida como saudade, y la otra es la sonora palabra catraca, mucho más fuerte y filosófica, y menos hipócrita, que nuestro molinete. El Movimiento Pase Libre culmina el manifiesto que dejamos más abajo, con una hermosísima declaración de principios que pedimos prestada para despedirnos de nuestro lector: «Toda força aos que lutam por uma vida sem catracas!».
Notas:
(1)- Jorge Álvarez Scaniello. SOBRE MODELOS Y ESTRATEGIAS DE DESARROLLO PARA URUGUAY . Lo que enseña la historia. Brecha, 26 de Marzo del 2010. Artículo altamente recomendable a la hora de reconsiderar la apuesta exclusiva al agro en un país capitalista dependiente.
(2)- http://www.facebook.com/media/
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