La canción del dúo Vainica Doble, de los años 70, Elegía al jardín de mi abuela con una dedicatoria y un suspiro, refleja un sentimiento que se ha convertido casi en un tópico sobre la poderosa vinculación sentimental entre la persona y el bien (en este caso el «lugar») que lo hace «suyo», es decir […]
La canción del dúo Vainica Doble, de los años 70, Elegía al jardín de mi abuela con una dedicatoria y un suspiro, refleja un sentimiento que se ha convertido casi en un tópico sobre la poderosa vinculación sentimental entre la persona y el bien (en este caso el «lugar») que lo hace «suyo», es decir parte de su yo [1] . Obviamente no se trata de una «elegía» por la pérdida de la propiedad, sino que intuimos que se refiere a un elemento de dimensión extrajurídica o extrapolítica de su posesión. Éste prescinde del valor (especulativo) de cambio que se le ha dado a la cosa (el jardín de la abuela convertido en mercancía rentable para construir un hotel) y reivindica un valor de uso vinculado a su vez a la construcción de la propia identidad, al afecto, al vínculo psicológico entre el yo y el paisaje, el anclaje a un pasado, etc., es decir, a otro tipo de necesidades más bien culturales y de sentido.
Si bien esta dimensión cultural y psicológica es muy importante en la configuración de la defensa del «derecho de la propiedad», para analizar aquí brevemente la función social de la propiedad en el contexto de la hegemonía del mercado urbanístico, tal dimensión es descartada en la confrontación entre dos fuerzas que conciben la propiedad de modo incompatible: por un lado, la existencia de un derecho que se considera aún en gran medida prepolítico (por tanto, revestido de cierta sacralidad), y vinculado a la libertad individual, y por otro lado, la limitación político-pública de ese derecho por parte del Estado, al amparo de razones de interés general. La comunidad frente al individuo, una vez más.
Ambas fuerzas desdeñan por obstaculizadoras del tráfico mercantil, por «románticas» (y, por tanto, inútiles e idealistas), por situarse fuera del marco legítimo del ordenamiento jurídico, las reivindicaciones de conservación de la propiedad y de la posesión bajo las razones de aquella dimensión cultural y psicológica. Nada es en realidad de nadie, o es de la colectividad o pertenece, privadamente, al tráfico mercantil, constituye una garantía de crédito, un valor. Veremos aquí, pues, el análisis del conflicto de la propiedad sólo desde la posibilidad de reducción de la propiedad del bien a valor de cambio, superando lo que Duguit definiría como «concepción metafísica del Derecho subjetivo», en este caso, de la propiedad [2] . Es decir, la posibilidad de la compensación económica, en función del valor de cambio de la propiedad, en caso de pérdida (mediando un seguro compensatorio) o expropiación (mediando indemnización) o su transformación por substitución (permuta de una propiedad por otra o una expectativa) en beneficio de un interés general superior. Y, de esta manera, establecer una «justicia» apaciguadora en aquella confrontación [3] .
La función social de la propiedad en los ordenamientos jurídicos contemporáneos de los países occidentales se centra en esa posibilidad de reducción compensatoria (mediante un valor, un precio justo, o un bien sustituto), del derecho de la propiedad sacrificado. La función social de la propiedad en la economía capitalista garantiza una compensación por la efectividad de un destino excepcional o contingente de pérdida de la privacidad de la propiedad individual (de su subjetividad), para la satisfacción de un interés superior al del individuo, el llamado interés público o general o social o comunitario.
Naturalización de la propiedad
La concepción de la propiedad es polisémica y su juridificación positiva como «derecho subjetivo» vertebra su regulación en función de sus diferentes sentidos, obviando como dijimos aquellos de naturaleza personal o psicológica o cultural. Existen, de esta manera, diferencias substanciales entre la propiedad de una finca urbana con respecto la rural, entre la propiedad colectiva y la individual, entre la del Estado («pública») y la de los ciudadanos («privada») y la de aquellos y la de las grandes corporaciones, entre la de los bienes inmuebles y la de los muebles, etc. Todos ellos, pero, con un valor de uso y un valor de cambio diferenciado y objetivo. Con mayores restricciones o requisitos legales en cuanto al ejercicio de la propiedad si dicho bien supone un recurso limitado (como el suelo), o por la confluencia de determinadas necesidades colectivas o las de los vecinos colindantes -que tienen algo que decir respecto tal ejercicio-.
La noción de «propiedad» es una noción política. Explicada como el ejercicio de dominio -cambiante hitórico-socialmente- sobre bienes determinantes en la reproducción social (tierras, recursos, medios de producción), se instituye como figura a regular con la aparición del poder político en sociedades complejas, organizadas por una división social del trabajo y una organización política del poder, funcional a la acumulación y la distribución de los excedentes agrícolas y contención de las desigualdades nacidas de una distribución discriminatoria y de esa división del trabajo. La propiedad de la tierra concebida como un medio de producción en manos de las clases dominantes es controlado por el poder político (esas mismas clases) en garantía de la reproducción social de aquellas, estableciendo un sistema de reparto desigual en función de la estratificación social.
En las sociedades primitivas, en cambio, como característica común general, no existe separación entre las relaciones sociales y las relaciones económicas. No existe esa división social del trabajo propia de sociedades segmentarias con un poder político, sino la organización de un trabajo cooperativo entre personas unidas por lazos de parentesco o por obligaciones recíprocas. Las pequeñas unidades económicas funcionan a partir de estructuras de parentesco y básicamente por un conjunto de solidaridades y reciprocidades, vinculadas a ceremonias y rituales. El comercio entre clanes, tribus o unidades domésticas diferentes está basado fundamentalmente en el trueque y el intercambio [4] .
Es decir, a partir de ciertos estudios antropológicos se demuestra que en ningún caso puede predicarse la noción de «propiedad» en las sociedades humanas primitivas tal como se entiende desde las estructuras de una sociedad política compleja, y que, fundamentalmente, la concepción de la apropiación de la tierra y de los medios de producción para ejercer el dominio privativo e ilimitado sobre ellos, como institución garantizada por un poder político organizado para ello, no existe en aquellas sociedades.
Con ello queremos dejar claro de antemano y frente a las concepciones iusnaturalistas que la propiedad no es un derecho natural o, digamos, consustancial a la naturaleza humana. Es, utilizando términos de C. Castoriadis, una institución imaginaria de la sociedad, es decir, una creación histórico-social propia de cada sociedad política.
Dicho esto, sin embargo, conviene recordar que la naturalización del derecho de propiedad y su juridificación como un derecho subjetivo ya se planteaba en la Roma clásica de las Institutiones de Gayo. El derecho de propiedad «es lo que la razón natural establece entre todos los hombres» (quod naturalis ratio inter homines constituit). Con la influencia del cristianismo en el derecho romano postclásico de Justiniano, es cuando esa razón natural es concebida como lógica natural de orden trascendente, el ius naturale que no se identifica con el derecho positivo romano general (ius gentium), sino con un derecho de origen divino situado en un orden ideal de valores puros e inmutables. La propiedad familiar, el fundo, forma parte de ese ius naturale [5] . A ese derecho natural de la propiedad el derecho romano ya le atribuía un «señorío» general en acto o en potencia sobre la cosa, un poder a priori ilimitado del dueño sobre la cosa, con las únicas limitaciones fijadas por el ordenamiento jurídico para asegurar los negocios jurídicos, la tutela de ciertos y muy excepcionales intereses públicos o por la existencia de cargas o derechos concurrentes (los derivados de la copropiedad, las servidumbres, prohibiciones específicas de enajenar,…).
Desde el momento en que en la época clásica romana quiebra la unidad compacta del grupo familiar se afirma la existencia de la propiedad individual y el mancipium se escinde en dominium (domus, la casa), se valora el sentido económico de la cosa desarrollándose la propiedad de contenido patrimonial, aboliéndose finalmente con Justiniano la propiedad constituida ad tempus, esto es, perpetua, a fin de favorecer el tráfico mercantil.
Los pensadores iusnaturalistas de la modernidad, siguiendo la tradición romana del dominio del fundo, refuerzan ese valor de uso patrimonial de carácter prepolítico del derecho de propiedad, con su concepción productiva, de medio de vida y de generador de riqueza como algo propio de la naturaleza humana.
Las diferentes concepciones teóricas de la naturaleza humana y del «estado de naturaleza» justificativas de la existencia de ciertos derechos subjetivos naturales como el de la propiedad a partir de las explicaciones fundamentalmente de Thomas Hobbes y de John Locke, contribuyeron a la pervivencia de la concepción subjetivista del derecho hasta después del Code Napoléon [6] . De hecho según la conocida tesis de Macpherson la democracia liberal es heredera del relato teórico del individualismo posesivo de de Hobbes y Locke, del que persiste un ethos individualista posesivo muy funcional al mercado [7] .
Se explica por la teoría de Hobbes y Locke, aún por diferentes concepciones del «estado de naturaleza», la juridificación y la codificación de los derechos naturales mediando el pacto histórico entre sociedad civil y Estado o poder soberano, donde los hombres habrían adquirido legítima y legalmente los derechos de libertad y de propiedad salvaguardados por el poder soberano o el Estado.
Secularización de la propiedad entendida como derecho natural: la función social de la propiedad y la función pública del urbanismo
En su conocida obra Las transformaciones del Derecho, escrita en 1893 y reeditada en la primera década del s. XX, Duguit alerta de la ficción de la concepción individualista y prepolítica de los derechos naturales, reivindicando la socialidad consustancial, además, a la idea misma de derecho y del sistema jurídico. Un sistema basado en la actualidad en el derecho objetivo positivo frente al subjetivo y de raíz «metafísica».
Duguit explica el proceso de secularización del derecho natural individualista que «bajo la presión de los hechos, viene a reemplazar al antiguo sistema» hacia la constitución de un sistema jurídico «realista» basado en la noción de «función social» [8] . De esta manera, «la propiedad no es un derecho; es una función social. El propietario, es decir, el poseedor de una riqueza tiene, por el hecho de poseer esta riqueza, una función social que cumplir; mientras cumple esta misión sus actos de propietario están protegidos. Si no la cumple o la cumple mal, si por ejemplo no cultiva su tierra o deja arruinarse su casa, la intervención de los gobernantes es legítima para obligarle a cumplir su función social de propietario que consiste en asegurar el empleo de las riquezas que posee conforme a su destino«.
Duguit teoriza sobre ese proceso de secularización del derecho de propiedad, a partir del hecho que, en definitiva, se trata una institución jurídica formada para responder a unas determinadas necesidades económicas que históricamente se han ido transformando, de manera que en la actualidad «deja de ser un derecho subjetivo del propietario para convertirse en la función social del poseedor de la riqueza«. La propiedad pasa a entenderse en el vigente tráfico mercantil en una riqueza afectada a la colectividad en determinados casos que deben ser jurídicamente protegidos [9] . Todo propietario es poseedor de una riqueza y tiene por tanto el deber, una «obligación de orden objetivo» de emplear la riqueza que posee en mantener la interdependencia social y aumentarla, es decir, la propiedad tiene claramente un destino social.
Tal conclusión de Duguit viene reforzada por la aparición a principios del siglo XX de una doctrina jurisprudencial sobre esa concepción de la función social de la propiedad (casos de servidumbres de utilidad pública, obligaciones activas del propietario de conservación del bien, contra el uso abusivo de derecho de propiedad, etc.).
Pesan en esta argumentación, asimismo, las tesis utilitaristas del liberalismo del XIX, pues en absoluto se propugna la abolición de la propiedad privada y su colectivización, sino que el ejercicio del derecho de propiedad cumple esa función social respecto de una riqueza que finalmente revierte en beneficio colectivo. De ahí que asimismo se confirme la tesis, apuntada más arriba, de Macpherson que en las democracias liberales capitalistas contemporáneas persista aún el ethos individualista y la creencia que el mercado, a través de la maximación del beneficio privado (posesivo), funciona asimismo como redistribuidor de rentas. El derecho de propiedad privada debe en consecuencia garantizarse (frente a la intromisión y limitación político-públicas) para el funcionamiento de ese mercado.
La crisis del Estado liberal del siglo XIX, culminada en la República de Weimar y el surgimiento de un nuevo modelo de Estado intervencionista en la economía y en las políticas sociales, nacido tras la crisis capitalista de 1929 y las Guerras Mundiales, supusieron asimismo una plasmación en las nuevas constituciones del principio de la función social de la propiedad. Un principio característico de los Estados sociales y democráticos de derecho que recogían el pacto político del sometimiento de la propiedad privada a su función social, paralelamente a un mayor intervencionismo político-público en la economía de mercado, con políticas fiscales redistributivas y bajo el reforzamiento de la idea del interés público o general [10] .
En el ámbito del urbanismo, la iniciativa urbanística aunque sea privada, ha de someterse a aquel principio de función social de la propiedad [11] , y además en el marco de una regulación, la urbanística (tanto en la planificación como en la gestión y la disciplina urbanísticas), que es una función pública [12] , esto es, cuyos objetivos son de satisfacción primordial del interés público dictado desde la Administración pública ejecutora de las políticas públicas de gobiernos (centrales, periféricos y locales) y órganos representativos (parlamentos, plenos municipales).
La función social de la propiedad y la función pública del urbanismo deben ir de la mano, y garantizar la prevalencia del interés público sobre el privado. Supone que la operación urbanística (siempre para satisfacer necesidades del crecimiento, de dotaciones públicas e infraestructuras a sectores con déficits, de protección ambiental y patrimonial, de vivienda, etc.), ha de cumplir los principios rectores del urbanismo.
Así, se habla primordialmente de hacer efectivas políticas urbanísticas de protección del territorio y políticas de vivienda y para intervenir en el mercado inmobiliario; de la inexistencia del derecho de los propietarios de terrenos y construcciones de exigir indemnización como consecuencia de las afectaciones urbanísticas del planeamiento (las cuales implican «meras limitaciones y deberes que definen el contenido urbanístico de la propiedad«); de garantizar un urbanismo sostenible dado que el suelo es un recurso limitado preservando sistemas de vida tradicionales de las áreas rurales; de garantizar que la comunidad participe en las plusvalías generadas por la actuación urbanística (básicamente mediando las cesiones obligatorias y gratuitas de propiedad); de garantizar la distribución de espacios libres y equipamientos en el territorio bajo criterios que garanticen su funcionalidad en beneficio de la colectividad; la interpretación del planeamiento en atención a criterios de menor edificabilidad, mayor dotación para espacios públicos y mayor protección ambiental; la nulidad de las dispensas urbanísticas, y la participación ciudadana y la acción pública como mecanismos de defensa de la legalidad urbanística y (en algunos casos) de los mismos intereses públicos [13] .
Además la doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo se ha encargado de afianzar el criterio interpretativo acerca de la función social de la propiedad vinculada a la función pública del urbanismo en caso de conflicto surgido en una operación urbanística. Así, el Tribunal ha declarado que «el fundamento de que el urbanismo es una función pública se encuentra en que la ciudad, más ampliamente el territorio, es de todos y, por tanto, las decisiones relativas a sus características corresponden a los ciudadanos en general a través de los trámites que abren una vía a su participación y de las decisiones adoptadas por sus elegidos representantes (STS de 7 de noviembre de 1988)«. De este modo, « las decisiones urbanísticas se adoptan en atención al interés público con independencia de cuáles sean las aspiraciones o expectativas de los propietarios de los terrenos afectados (SSTS de 20 de septiembre de 1985, 23 diciembre de 1995, 27 de febrero de 1996, 26 de marzo de 1998 y 8 de mayo de 1997) » [14] .
Asimismo las Sentencias de 3 de enero y 26 de marzo de 1996 afinan el criterio del interés general urbanístico al que está sometida la propiedad (por su intrínseca función social) en el sentido de que «el interés general exige la racionalidad de las nuevas decisiones urbanísticas, la correcta valoración de las situaciones fácticas, la coherencia de la utilización del suelo con las necesidades objetivas de la comunidad, la adecuada ordenación territorial y el correcto ajuste a las finalidades perseguidas«.
Estos principios rectores limitativos de las facultades dominicales del propietario rigen toda actividad urbanística que va desde la planificación en el territorio (la función pública más manifiesta), la gestión económica del reparto de beneficios y cargas urbanísticas o la expropiación, hasta la disciplina urbanística que garantiza el uso del suelo y la edificación conforme la legalidad y el planeamiento, la obligación de urbanizar y edificar, la conservación y mantenimiento de la propiedad en condiciones de seguridad y salubridad.
Todo esto sobre el papel. Aunque, cierto es, en algunos casos -que por extraordinarios se han convertido en hecho noticiable-, la propiedad privada, los intereses privados, que han sido improcedentemente materializados al amparo de alguna Administración pública, han sucumbido bajo la piqueta de la ejecución de una Sentencia que ha hecho prevalecer el interés general, la función social de la propiedad y la función pública del urbanismo.
Pero, a pesar de estos casos puntuales, nos atrevemos a afirmar que a pesar de tales principios y de tal doctrina judicial, estadísticamente y más en la actualidad, cuando los criterios de contención del déficit público buscan márgenes cada vez más amplios de actuación privada y de generación de riqueza mediando la potenciación del beneficio empresarial, lo normal, lo habitual es que la propiedad privada, su valor de cambio, siga conservando privilegios y garantías político públicas prevalentes sobre el interés «genuinamente» público.
Pervivencia de la lógica privatista de la propiedad como valor de cambio y garantía del tráfico en el mercado urbanístico
Convenimos con Macpherson la pervivencia de de una lógica iusprivatista en nuestro derecho y posiblemente como característica del «ambiente espiritual de nuestro tiempo» (K. Jaspers). Con trazo grueso: ante determinadas situaciones de conflicto entre el derecho de propiedad y su necesaria limitación por razones de interés público genuino, la práctica demuestra la debilidad de la rama jurídica encargada de ordenar, regular y justificar las limitaciones del derecho de la propiedad a partir de la materialización de la función social de la propiedad. Ya advertimos en nuestro artículo «El derecho a la ciudad. Unas reflexiones sobre «ética urbana»» a servicio de qué poderes de naturaleza económico privada está en manos la transformación moderna de la ciudad, y a qué valores reales responde el urbanismo hoy, a pesar de la existencia de los aludidos principios rectores y de la aludida doctrina jurisprudencial [15] .
Tal lógica privatista es resistente a la imposición de limitaciones al derecho de la propiedad, limitaciones que no provengan de los propios acuerdos, estrategias, prácticas, hábitos,… surgidos de las transacciones comerciales. O dicho de otra manera, resistente a las limitaciones que provengan por razones de genuino interés público (especificamos «genuinos», no sin cierta ingenuidad, pues la práctica en derecho urbanístico, por ejemplo, enseña que en muchas ocasiones el interés público aparente esconde un interés genuinamente -este sí- privado).
La propiedad y el derecho de propiedad privada resisten hoy especialmente, en el contexto hegemónico de la economía financiera y de inversión especulativa, donde los bienes (y pensamos concretamente en los inmuebles en el mercado urbanístico) pierden prácticamente su valor de uso original y se convierten en bienes portadores de expectativas de ganancia en función de los usos y la intensidad de los mismos señalados por el planeamiento (o por la posibilidad que una revisión o modificación del mismo los mejore desde el punto de vista de las necesidades comerciales del momento).
La propiedad se reduce a un simple valor de cambio sometido a la lógica de la inversión en el mercado inmobiliario que domina, en definitiva, el desarrollo urbano. Las fuerzas entre la defensa del interés público y la lógica de ese mercado sólo tiene solución en la confusión inducida de que el interés privado (del propietario) acabe manifestándose como el interés público que justifica la Administración pública urbanística para imponer su ordenación. La infinitud de casos, como el proyecto fallido de construcción de una ciudad de casinos y hoteles en el parque de protección agraria del Llobregat, en Barcelona, son ejemplos claros de la pervivencia de esa lógica privatista en la que la distribución de rentas y creación de puestos de trabajo o la financiación de equipamientos o espacios libres -a través de la generación de enormes beneficios privados con el valor de cambio de la propiedad-, se convierte en el interés general justificativo de la operación.
Y como ya dijéramos en otra ocasión, la planificación urbana tecnocrática controla el discurso de legitimación del interés público frente al control que pudiera ofrecer una planificación democrática, esto es colaborativa desde abajo y en función de las necesidades de los de abajo.
Lo perverso del asunto es que la función social de la propiedad se convierte en la práctica, en esos casos de confusión entre el interés público y el privado, en el beneficio privado. La participación de la comunidad en esas enormes plusvalías urbanísticas (nunca justificado el equilibrio entre esos beneficios privados y las cargas en beneficio para la comunidad), en forma de alguna vivienda protegida un parque o un centro deportivo, la futura creación de puestos de trabajo, la «dinamización de un sector», etc., es la moneda de cambio, para que muchos «jardines de la abuela» acaben convirtiéndose en hoteles de lujo.
El derecho de propiedad pasa en la práctica de ser un derecho real a una garantía de crédito para el tráfico mercantil y especulativo del suelo y un elemento de inversión que aunque no del todo desvinculado de su valor de uso, concibe la propiedad como simple «valor». El vínculo cultural, afectivo, personal, con la propiedad queda en esta vorágine definitivamente aniquilado.
25/02/2019
[1] Dice la canción: Encanto suave y placidez/de aquel rincón de mi niñez/corazón que hoy late en cuerpo ajeno,/sofocado en un moderno hotel,/verde cogollito dulce y bueno,/entre la piqueta y la pared./Presencia mágica de ayer,/querencia que me hace volver/para sumergirme en su embrujo/y aturdirme una y otra vez,/infeliz rincón de hotel de lujo,/alegre jardín de mi niñez.
[2] DUGUIT, León; Las transformaciones del Derecho (público y privado), Buenos Aires, 1975; pp.174.
[3] Se ha convertido asimismo en un tópico histórico (por usual) la aniquilación de poblaciones indígenas que ocupaban tierras ancestrales. Poblaciones vinculadas no sólo productiva y reproductivamente a sus tierras, sino también por lazos culturales poderosísimos, de manera que la justicia compensatoria (si es que la hubiera en algún caso) de los nuevos colonizadores o explotadores de recursos, realmente no ha compensado esas pérdidas, abocando a las poblaciones indígenas, estructuradas por frágiles sistemas de organización vinculados a la tierra, a su desaparición.
[4] En los asentamientos Inkal-Awá del Ecuador, por ejemplo, las unidades domésticas (espacios parentales que pueden agrupar núcleos familiares en clanes vinculados a la tierra) sus procesos productivos son tendencialmente autárquicos con una tenencia familiar de la tierra y de la producción (un territorio amplio para el cultivo de cada familia y un territorio amplio para cazar). La propiedad es una unidad productiva de la unidad doméstica, cooperativa en una división equilibrada del trabajo por sexo y edad. (HAUG, Eugen, Los nietos del trueno. Construcción social del espacio, parentesco y poder entre los Inkal-Awá, Quito, 1994, pp. 137-151). Asimismo, para las sociedades primitivas la inapropiabilidad privada, individual, de la tierra y los recursos en su conjunto, así como el entorno natural, responden a justificaciones mitológicas como divinidades o elementos sagrados que obsequian y garantizan la supervivencia condicionada al cumplimiento de determinados rituales y ceremonias.
[5] IGLESIAS, Juan; Derecho Romano, Ariel: Barcelona, 1958, pp. 103-104. La propiedad familiar (el fundo, el fundamento de supervivencia de la unidad familiar y productiva), es la res mancipii, que vincula a todos los miembros y constituye el patrimonio inalienable para perpetuar la casa y el gobierno del pater familias a través de la institución de la herencia (la propiedad no se adquiere ni se transmite en el comercio como el trueque, propio de las cosas muebles o res nec mancipii, sino que es algo que se sucede). Op.cit., pp. 247.
[6] La concepción del derecho como el sometimiento a la voluntad individual (la libertad, la propiedad, el derecho de crédito,…). «¡Y sin embargo, sobre esta concepción artificial y caduca del Derecho subjetivo es sobre la que la Declaración de 1789, el Código Napoleón y la mayor parte de las legislaciones modernas han establecido todo el sistema jurídico! Los textos son bien conocidos: «los hombres nacen y se mantienen libres e iguales en Derechos. Estos Derechos son la libertad, la propiedad…» (Declaración de Derechos de 1789, artículos 1º y 2º). En el Código de Napoleón, el artículo 544 dice: «La propiedad es el derecho de gozar de la cosa de la manera más absoluta». (…) En el artículo 4º de la Declaración de los Derechos del hombre se lee: «La libertad consiste en poder hacer todo lo que no dañe a otro: así el ejercicio de los Derechos naturales de cada hombre no tiene más límites que los que aseguren a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos»«. (DUIGUIT, Op. cit., pp. 175-177).
[7] MACPHERSON, Crawford B.; La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke; Madrid: Trotta, 2005.
[8] Ibíd. pp. 178. «Función social» que para el autor se basa a su vez en un hecho incontrovertible como es la existencia de la «solidaridad o interdependencia social» pues forma parte de la estructura social misma donde la división social del trabajo genera unos vínculos de interdependencia necesarios para la reproducción social y cuyo conflicto, generado por la diferenciación social de la división del trabajo, debe limitarse por leyes públicas que garanticen una previsión para los trabajadores y un límite a la libertad individual del empleador.
[9] Ibíd. Pp.237-238.
[10] Así, en nuestra Constitución de 1978, en los artículos 33, 47 y 103.1, se regula lo que sigue:
Art. 33 : 1. Se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia. 2. La función social de estos derechos delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes. 3. Nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad con lo dispuesto por las leyes.
Art. 47 : Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos.
Art. 103 : 1. La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho.
[11] Tomaremos como referencia la regulación que en materia de urbanismo es actualmente vigente en Cataluña. Así, sobre el ejercicio del derecho de propiedad y su función social, el art. 5 del Texto refundido de la Ley de urbanismo (Decreto Legislativo 1/2010, de 3 de agosto).
[12] Art.1.2del citado TRLU.
[13] Véanse, los artículos 2.1, 6, 3, 4, 10, 8 y 12, respectivamente, del TRLU
[14] ENÉRIZ OLAECHEA, Fco. Javier; «Los principios informadores del Derecho urbanístico«; BFD: Boletín de la Facultad de Derecho de la UNED , ISSN 1133-1259, Nº 27, 2005 (Ejemplar dedicado a: IV Edición premio artículos jurídicos «García Goyena»), pàgs. 307-308.
[15] Vid. Crítica Urbana; nº 1; 20 julio 2018 (http://criticaurbana.com/critica-urbana-1)