Lo que ocurre con los niños es que no tienen bastante memoria para comparar ni bastante imaginación para concebir alternativas (ni tampoco, claro, fuerzas para imponer una). Por eso el mundo que les ha caído encima -en el que ellos han caído desde muy abajo- es al mismo tiempo el mejor y el peor posible […]
Lo que ocurre con los niños es que no tienen bastante memoria para comparar ni bastante imaginación para concebir alternativas (ni tampoco, claro, fuerzas para imponer una). Por eso el mundo que les ha caído encima -en el que ellos han caído desde muy abajo- es al mismo tiempo el mejor y el peor posible para sus juegos. No pueden dejar de tomarse en serio, para bailar y patear un insecto, el tablón roto que les han entregado los mayores y en el que tienen apoyados los pies. Por eso también el sufrimiento de un niño, intruso incongruente, tiene algo insoportable que nadie puede justificar; y por eso su alegría, resignación maravillada, tiene algo insuperable que parece justificarlo todo.
El gran poeta coreano Ko Un, del que ya nos hemos ocupado en estas páginas, escribió una especie de haiku afilado y burlón contra las almas muertas:
En caca seca no se posan ni las moscas
¿No es eso la pureza? No
Puros o no, en los niños se posan todas las moscas y de hecho ellos mismos asemejan también moscas que van a posarse en todas las cacas, incluso en las más secas. Lo aprovechan todo, lo reciclan todo, lo recolectan y reclasifican todo. Su pequeña gavilla de impulsos -el de medirse con los otros, el de poner a prueba la consistencia de la materia, el de apostar el cuerpo- la aplican concienzudamente, como trabajadores tenaces, sobre una orografía milenaria en la que tan geológica es la colina como la casa, los pájaros como los mendigos, los bosques como los aviones. Ahí están ellos con sus azadones en la mano. ¡Cae nieve! Hagamos bolas. ¡Caen bombas! Busquemos casquillos, espoletas, cadáveres.
Los niños nacidos en Europa a partir de 1945 son quizás los primeros de la historia cuya infancia discurrió en una geología social no marcada por la guerra. Aún no sabemos cómo -ni en qué momento ni a través de qué hachazos- la compacta orografía infantil se llena de voluntades, intenciones, fuerzas; se transforma, es decir, primero en mundo y después en historia. Tampoco sabemos de qué manera esa cambiante orografía determina nuestra estancia adulta entre los hombres ni si no habrá, como lo hay de la violencia y los misiles, un estrés post-traumático de los mimos y las mercancías. Lo cierto es que a la infancia sin guerra de los nacidos en Europa entre 1947 y 1991 los políticos la llamaron Guerra Fría para inducir la ilusión eurocéntrica de un corte cronológico inexistente: con las bombas atómicas sobre Japón se habrían acabado para siempre las matanzas, los crímenes contra la Humanidad, la barbarie antigua de la guerra -aunque para ello hubiese que tensar cuerdas y atesorar armas. Nada más falso. Entre 1947 y 1991, duración oficial de la Guerra Fría, hubo al menos 70 guerras calientes y peludas, antiguas y perrunas, en las que murieron tantos millones de seres humanos como en la segunda guerra mundial.
Al igual que Alemania y en las mismas fechas, la península de Corea, ocupada por Japón desde 1905, fue dividida en 1945 en dos pedazos controlados desde fuera por los enemigos bipolares, los EEUU y la URRS, lo que en 1950 llevó a una encarnizada guerra mundial local que duró tres años, provocó en torno a 4 millones de víctimas y cuyas diferencias, azuzadas, administradas, prolongadas hasta hoy por los estadounidenses, han sobrevivido al fin de la Guerra Fría y al derribo del muro de Berlín. Esos tres años de guerra marcaron a toda una generación de coreanos, del Norte y del Sur, niños entonces, que tratan ahora, como los españoles, de rescatar una memoria en la que las mentiras, las manipulaciones, los silencios, petrificaron sus formaciones rocosas, a modo de accidentes del terreno, junto a las colinas y las ruinas, los bosques y los tanques, la sangre y la melcocha.
En El camino de Soradan (Barataria 2009, traducción de Sun-me Yoon), el escritor surcoreano Yoon Heung-gil, nacido en 1943, nos describe la orografía infantil de la Corea del Sur de la guerra civil. Allí estaban los niños con sus azaditas, dispuestos para la recolección, en un mundo que otras veces se llenaba de nieve o de castañas de agua y que de pronto se había llenado de huérfanos, mutilados, locos, cadáveres a la deriva; en el que los «americanos», como árboles maduros, dejaban caer pan y chocolatinas desde los camiones; en el que el patriotismo era el deporte más intenso, el comunismo el Ogro más temido y la Muerte el Angel ronco que venía de noche a buscar a las abuelas, sin esperar a la primavera. Ahí estaban los niños con sus azaditas y se medían los unos a los otros, comprobaban la resistencia de los objetos, apostaban sus cuerpos en el tablero; esa Corea de 1950 era el mejor y el peor mundo posible para sus juegos y a veces se divertían con toda seriedad, y a veces se reían a carcajadas, como a grandes sollozos, huyendo ya de las intenciones, las voluntades, las fuerzas que agrietaban el paisaje.
El camino de Soradan podría haber sido un volumen de buenos cuentos, pero el acierto de Yoon Heung-gil (más conocido por su novela Dias de lluvia, llevada al cine) es el de haber tratado literariamente estas vivencias infantiles yuxtapuestas como historias de viejos tramadas en un espacio común. Las historias están «cogidas» en una novela; sostenidas en una estructura muy ligera. Se las cuentan unos a otros, en efecto, antiguos compañeros de colegio que vuelven al pueblo de origen, cincuenta años después, con sus vidas hechas o deshechas en paralelo, para una celebración turística organizada. Son viejos y recuerdan sus infancias con esa mezcla senil de impudor, nostalgia e ironía, siempre abucheada o contestada por sus infantilizados colegas, que impide precisamente la conciencia «literaria» que tantas veces idealiza la niñez o dramatiza sus orografías. Pero son viejos, sí, y por ello también tienen ya la memoria y la imaginación que les faltaba a los diez años y pueden comparar y concebir alternativas, aunque no tengan tampoco fuerzas -ni quizás ganas ni valor- para cambiar nada, ni siquiera para detener los cambios, ni siquiera -ni siquiera- para conservar ese dialecto pueblerino, tan chusco y transparente, que habían reencontrado todos juntos y que ahora, a medida que se acercan a Seul, acabada la excursión, cede ante la agenda del día siguiente como la tierra de sus padres había cedido ya ante el empuje de las excavadoras. Después de todo, ya no son más que cacas secas y las cacas secas pasan a forman parte del paisaje de los niños nuevos, de las moscas frescas.