Recomiendo:
0

Calentamiento climático y justicia global

Fuentes: post-autistic economic review

El sol ennegrece,la tierra se hunde en el mar;entre vapores humeantessuben las llamaradas;altísimo el calor trepay enciende el mismo cielo.Edda (Völuspá. Profecía de la Vidente) Factores tan disímiles como el huracán Katrina, los alarmantes informes del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, y el resonante film de Al Gore Una verdad inconveniente – estos últimos […]

El sol ennegrece,
la tierra se hunde en el mar;
entre vapores humeantes
suben las llamaradas;
altísimo el calor trepa
y enciende el mismo cielo.
Edda (Völuspá. Profecía de la Vidente)

Factores tan disímiles como el huracán Katrina, los alarmantes informes del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, y el resonante film de Al Gore Una verdad inconveniente – estos últimos recientemente premiados con el Nobel de la Paz – han aumentado dramáticamente la conciencia mundial acerca de los peligros que encierra el calentamiento global. Comienzan a alcanzar ahora la arena del debate público distintos enfoques sobre posibles soluciones al problema. En Escandinavia, por ejemplo, la utopía ecologista de una vida simple, de espaldas al Mercado y próxima a la Naturaleza, se enfrenta al sueño de un capitalismo dinámico e innovativo, donde la magia de la tecnología resuelve todos los problemas. Todas estas visiones, a menudo sugerentes e imaginativas, carecen sin embargo de lo fundamental: un reconocimiento claro y explícito del carácter estrictamente global del problema del calentamiento climático. Lo que brilla por su ausencia en el debate es la aceptación abierta del hecho de que en el problema del calentamiento global «estamos todos en el mismo bote», es decir, todos los habitantes del globo. El calentamiento global no tiene soluciones locales, nacionales o regionales; requiere soluciones globales. Cualquier planteamiento serio de solución del calentamiento global pone de entrada sobre el tapete el problema de la perversa distribución del ingreso (renta) y la riqueza globales. Cualquier propuesta realista de solución debe necesariamente incorporar mecanismos redistributivos globales.

Una manera simple de describir la esencia del problema es recurriendo al ejemplo de una isla imaginaria. Prósperos habitantes y logrados consumidores están haciendo crecer el basurero de la isla a tasas altas y crecientes. Las substancias venenosas de los residuos penetran la tierra, infectando las capas de agua subterránea. Después de minuciosos estudios, los expertos llegan a la conclusión de que el crecimiento explosivo de la montaña de basura debe detenerse. La cantidad producida de desperdicios no puede seguir creciendo. La cuestión que se plantea ahora a los isleños es cómo lograrlo. Uno de ellos propone una solución simple: de ahora en adelante, nadie puede aumentar su cantidad de residuos. (Se trata casualmente de un prolífico productor de basura.) Otra persona, productora de pequeñas cantidades, opina que la cantidad de basura permisible debe ser igual para todos. ¿Vamos a premiar a quienes más han contaminado prolongando ahora sus privilegios? ¡No señor, todos los isleños tenemos los mismos derechos! Después de largas discusiones, se pasa a votación. La moción de una cantidad de residuos igual para todos gana por gran mayoría: los grandes productores de residuos son una pequeña minoría. De ahora en más, todos tienen el derecho de deshacerse de la misma porción de la cantidad total permisible/sostenible de basura.

-Un momento por favor, pide una isleña, economista de confesión post-autística (sobre post-autismo ver: www.paecon.net). Creo que es posible mejorar nuestra decisión en beneficio de todos. No necesitamos fijar cuotas estrictas e inamovibles para la cantidad de basura de la cual cada uno tiene derecho a deshacerse. Podemos crear un mercado artificial, en el cual los derechos de emisión de basura de cada uno pueden ser intercambiados. Quien no pueda o no quiera usar la totalidad de su cuota, puede vender su excedente a quien desee deshacerse de más que lo que su cuota permite, y esté en condiciones de pagar por ello. Este sistema debería ser a satisfacción de todos, y tendría la ventaja de emparejar un poco la injusta repartición de fortunas en nuestra isla.

Según los científicos del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, nuestra isla cósmica se una encuentra en una condición semejante, aunque mucho peor (ver: http://www.ipcc.ch/SPM2feb07.pdf). Hacia 2050, las emisiones de gases de invernadero deben haber sido reducidas a la mitad. ¿Qué hacer? ¿Debe cada país reducir sus emisiones a la mitad, como en la propuesta del rico isleño? ¿Deberían por ejemplo los Estados Unidos disminuir sus emisiones de anhídrido carbónico () de su nivel actual de 20 toneladas por habitante a 10 toneladas en 2050, mientras que Vietnam las reduciría por su parte de una a media tonelada por habitante (suponemos aquí para simplificar una población constante)?

No parecería que pueda ser ésta una solución convincente para el 84 por ciento de la población mundial que vive fuera de los países ricos. Ellos emiten en promedio 2 toneladas, menos de una sexta parte de lo que producen los habitantes del mundo rico en promedio. De existir un parlamento mundial, o de realizarse un referéndum mundial, ganaría con seguridad por amplia mayoría el principio de igualdad de derechos de emisión.

Se podría incluso decir, siguiendo a Kant, que la elección de la igualdad de derechos de emisión para todos es la única decisión racional para cualquier individuo del planeta. Si a todos les es permitido emitir tanto como a mí, no debería yo emitir más que el promedio globalmente sostenible. Es decir, es esta la única manera en que mi acción individual puede hacerse ley general (el «imperativo categórico» de Kant). También para Espinoza, «quienes se gobiernan por la razón – esto es, quienes buscan su utilidad bajo la guía de la razón – no desean para sí nada que no deseen también para el resto de la humanidad» (Ética IV, Prop. 18, Escolio).

Derechos de emisión iguales para todos implicaría que los países ricos deben inmediatamente limitar sus emisiones de al nivel promedio mundial de 4 toneladas por habitante, para luego reducirlas gradualmente hasta alcanzar las 2 toneladas en el 2050 (todas nuestras cifras aquí provienen del Banco Mundial y son las últimas disponibles, correspondientes a 2005). Para la mayoría de los países ricos, esto implicaría una caída catastrófica de los niveles de vida, o sería directamente imposible.

Aquí viene afortunadamente en nuestro rescate la idea de la economista isleña. Los países ricos no necesitan limitar inmediata y drásticamente sus emisiones a 4 toneladas por habitante. Pueden comprar derechos de emisión de países escasamente contaminantes, como Vietnam o Guinea. Pueden así reducir sus emisiones de manera eficiente, solamente hasta el nivel al cual el costo de reducción de una tonelada adicional de emisiones comienza a superar el precio del derecho de una tonelada de emisión en el mercado. Los países pobres y bajos emisores, por su parte, recibirían de esta manera grandes ingresos por sus ventas de derechos de emisión. Dos investigadores alemanes, Böhringer y Welsch (ver Applied Economics, vol. 38, 2006), simularon en un amplio estudio los efectos de distintas maneras de compartir los costos globales de disminución de los gases de invernadero. Una asignación de derechos de emisión según el número de habitantes daría los más grandes beneficios al África subecuatorial y a la India. El Medio Oriente y el Norte de África recibirían ingresos algo menores, seguidos de América Latina. Para China, los costos compensan más o menos los beneficios. El esquema es financiado principalmente por los países ricos, y en menor medida, por los países del ex bloque soviético.

Para llegar a implantar un esquema como este, será por cierto necesaria una buena porción de imaginación institucional. Un punto de partida importante es el análisis de P. Barnes (en: Capitalism 3.0. A guide to reclaiming the commons, San Francisco, 2006), a partir de la llamada «tragedia de los campos comunales» (tragedy of the commons), observada ya por Aristóteles. Los recursos libres y accesibles a todos, sin reglas de uso o propiedad, tienden a ser descuidados, sobreexplotados, y finalmente agotados. Si en lugar de ser de uso libre e irrestricto, dice Barnes, la atmósfera perteneciera por ejemplo a una Waste Management Inc., la empresa cobraría una tasa para su uso, limitando de tal manera la contaminación.

Sin embargo, la idea de entregar la atmósfera en propiedad privada es impensable, tal vez impensable incluso para un neoliberal. Barnes sugiere en cambio entregar la administración de la atmósfera a una fundación sin fines de lucro. Si en lugar de Waste Management Inc. una fundación pública tuviera la propiedad de la atmósfera, no sólo podría limitarse su uso de la manera deseada, sino que además todo ciudadano recibiría un periódico cheque por su participación en los dividendos. Como Barnes hace notar, esto no es un sueño o una utopía; desde los años ’80 existe en Estados Unidos una institución semejante, el Alaska Permanent Fund, que maneja los recursos petroleros de ese estado, y distribuye las ganancias entre los habitantes.

Indudablemente, la innovación institucional propuesta por Barnes tiene un doble atractivo: no sólo protege la atmósfera, sino que también nos promete un cheque. Pero está concebida como solución al problema dentro de los límites de los Estados Unidos. Ignora el hecho ineludible de que el problema del calentamiento atmosférico es un problema global. La atmósfera es un recurso global, y la tragedia se desarrolla en la escena global. Un sistema cuyas reglas son cumplidas por unos pocos, o cuya legitimidad no es reconocida por todos, no es un sistema efectivo. Basta sólo imaginar qué sucedería si los miles de millones de pobres del mundo decidieran que es legítimo para ellos alcanzar los niveles de emisión de los ricos. La Profecía de la Vidente dejaría de ser sólo una fúnebre fantasía de la Edda nórdica…

Esta ausencia de una perspectiva de justicia global alcanza también a las más radicales de las visiones ecologistas. Como ejemplo podemos tomar un estudio de la Fundación Dag Hammarskjöld, donde se rechaza tajantemente cualquier apelación a soluciones de mercado, como es el caso de los derechos negociables de emisión (development dialogue, no. 48, 2006). Se propone en cambio la planificación de sociedades locales, ajustadas a las necesidades de su ecología. Pero el problema de la ecología de la atmósfera es que es inevitablemente global. La planificación de una sociedad adaptada a las necesidades de la ecología del clima es forzosamente global. Y también en una economía planificada global son por cierto fundamentales e ineludibles los problemas que se derivan de las enormes diferencias de ingresos existentes.

Permítasenos recordar que el Protocolo de Kyoto tampoco es global. Abarca solamente un 30 por ciento de las emisiones globales, y una proporción mucho menor de la población mundial: ni los Estados Unidos ni los países en desarrollo participan. Muchos observadores piensan que está ya en estado terminal. La reciente reunión de Bali no ha cambiado esta situación.

La gestión de recursos globales impone necesariamente el uso de instrumentos globales. La idea de una fundación pública, aunque inefectiva a nivel local o nacional, podría ser una iniciativa poderosa a nivel global. Una atmosphera.org global podría ser la institución encargada de velar por que la atmósfera pase intacta a las generaciones futuras, y de invertir sus ingresos en programas sociales y ecológicos en todo el mundo de acuerdo al principio de igualdad de derechos.

Este tipo de esquema sería sin duda atractivo para los países en desarrollo, y también estaría en condiciones de responder a dos tipos de objeciones que se suelen formular desde los países ricos. En primer lugar, se suele objetar que gran parte de los ingresos que afluirían a los países pobres podrían terminar en las manos de funcionarios y políticos corruptos. Segundo, se piensa que esos ingresos, aun en ausencia de corrupción, podrían no beneficiar a los más pobres: en muchos países el gasto público no favorece particularmente a los pobres, y hace aún más desiguales distribuciones ya altamente desiguales. Una fundación pública global con un mandato claro, con claros poderes y responsabilidades, y sujeta a los controles y auditorías propias de su estatuto, debería estar en condiciones de asegurar de que el esquema sea impermeable a la corrupción, y de que sus ingresos beneficien a los «pobres en».

Para resumir: el carácter global del problema del cambio climático impone soluciones globales. El principio de igualdad de derechos es un ingrediente natural y racional de toda solución que seriamente busque incluir a todos los países. Existen dos instrumentos, de efectos equivalentes, que pueden ser combinados en distintas proporciones. Uno es la introducción de derechos de emisión negociables, asignados a los países en proporción a la cantidad de habitantes. El otro es un impuesto global a las emisiones, cuyo recaudado es distribuido igualmente entre todos. Para implementar este tipo de ideas es necesario un nuevo tipo de institución; una institución cuya estructura, reglas y mecanismos sean efectivos y creíbles a juicio tanto de los países ricos como de los demás. Una fundación pública global podría ser el tipo de institución necesaria. El objetivo de un nuevo Kyoto, que incluya a todos los habitantes del globo, debería ser arribar a este tipo de institución, reglas y mecanismos. No sólo la atmósfera, sino también los miles de millones de pobres del mundo estarían muy agradecidos.