Conferencia pronunciada en Bilbao en el marco de las jornadas Talka Egin/Talking, dentro del programa ZINEBI 50, el 20 de octubre de 2008.
En 1492, Cuba contaba con casi un millón de habitantes indígenas; 25 años más tarde quedaban apenas dos millares. Desde 1501 se llevaron esclavos negros a América y desde 1512 a la isla caribeña; un poco antes Colón, en uno de sus viajes, había introducido también la caña de azúcar. En el año 1517, el emperador Carlos V establece un sistema de licencias para garantizar a la corona española el monopolio de la trata negrera; y desde ese momento y hasta 1880, fecha de la abolición de la esclavitud en la isla, en torno a 1.200.000 africanos son arrancados de su tierra y trasladados a Cuba. En total, en 300 años fueron acarreados a América entre 10 y 28 millones de esclavos, de los que la cuarta parte murió en el camino. Capturados en el interior, a veces hasta a 1.200 millas de la costa, procedían de los más dispares rincones, naciones y clanes: abalos, abayas, acocúas, achantis, angolas, angungas, apapás, ararás, bambarás, banjelas, bañones, benines, berberíes, bibñis, biringoyos, bondos, bosongos, brícamos, briches, brisuelas, bungaméses, cabendás, cacancás, carabalís, eyos, elugos, fulas, gangás, lucumíes, mandingas, masingas, mombasas, mondongos, orumbos, oros, popós, quisiamas, taquas, zapes y otros más. Durante el viaje hasta los puertos africanos, donde eran vendidos a los tratantes ingleses, portugueses y alemanes, cuatro de cada diez sucumbían a causa de los golpes, la mala alimentación y la fatiga.
En los barracones donde esperaban a los barcos, hacinados y encadenados, los negros se morían también de pena. El vicealmirante Bouet-Villaumez escribía en 1848: «Vanamente procuran los negreros evitar entre los esclavos los efectos de nostalgia y tristeza que los aniquilan rápidamente. Para lograrlo los hacen salir de los barracones dos veces al día y los obligan a sentarse formando círculo, si bien encadenados en el patio del establecimiento de la trata; los carceleros o barraconeros los acompañan. Entonces un sirviente negro armado con un látigo, entona un canto africano y lo acompañan otros golpeando las manos una contra otra. ¡Desgraciado del esclavo que no los imite! El foete con sus trallazos imprime por el terror que produce un movimiento enérgico de alegría, de risas, de cantos y de palmoteos en ese vasto círculo de carne humana. Otro negro se embadurna de blanco o de amarillo y trata de excitar las risas de los esclavos con sus danzas y contorsiones…». Esta práctica continuaba luego durante la travesía y también en las haciendas de destino. Cuando el negro Bailón -que no puede dejar de bailar y cantar- reflexiona en la escena central de «La última Cena» sobre esta pasión musical de los esclavos, no hace sino recoger una lúgubre experiencia histórica: «No hagas caso cuando los negros cantan y ríen», le dice al conde, «no están contentos». Y añade: «Si usted ve a un negro cantando pregunte quién está llorando». Es difícil imaginar un conocimiento más depurado de la naturaleza humana y una crueldad más acendrada que las demostradas por los negreros: «Así», escribe el antropólogo Fernando Ortiz, «una de las diversiones favoritas de los negros resultaba para ellos en un nuevo suplicio». En «Los condenados de la tierra» (1961) Frantz Fanón escribe sobre la afición a bailar de los colonizados: «El rebajamiento del colonizado es precisamente esa orgía muscular en el curso de la cual la agresividad más aguda, la violencia más inmediata se canalizan, se transforman, se escamotean. El círculo de la danza es un círculo permisible. (…) Todo está permitido… en el ámbito de la danza. (…) Todo está permitido porque, en realidad, no se reúnen sino para dejar que surja volcánicamente la líbido acumulada, la agresividad reprimida. Muertes simbólicas, cabalgatas figuradas, múltiples asesinatos imaginarios, todo eso tiene que salir». El canto y el baile de los negros formaban parte de la manutención y lubricación de la esclavitud. Por eso, en efecto, nos dice Fernando Ortiz, «la autoridad veló siempre para que al esclavo se le diese esa ocasión frecuente de expansión para sacudir su nostalgia de desterrado».
Los esclavos se vendían antes de nacer, como hoy las cosechas antes de ser recogidas. La falta de un dedo, de un ojo, de un diente abarataban el precio de los negros; y por lo tanto no sólo se les examinaba con cuidado sino que se les hacía correr, saltar, mover las articulaciones para que se pusiera de manifiesto cualquier tacha o defecto. Algunos traficantes lamían la barbilla del esclavo, convencidos de poder detectar a través del sudor las enfermedades ocultas y también para verificar a través de la dureza de la barba la edad de sus víctimas. Era una suerte ser apto para el desprecio, el trabajo y las palizas. Porque los que no lo eran tenían las horas contadas. En Badagrí, en la costa de Benín, a los enfermos, viejos y débiles se los «depuraba», como en los lager nazis, arrojándolos al mar. Se calculaba en 1825 que cada año los negreros clandestinos arrojaban al océano 3.000 esclavos vivos, bien para escapar de las patrullas, bien para desprenderse de mercancía defectuosa. A la espera de que se decidiera su destino, los negros encerrados en los barracones creían que los blancos compraban y embarcaban a los negros para devorarlos en pantagruélicas fiestas antropofágicas.
Una vez en las haciendas e ingenios azucareros de Cuba, la vida del esclavo dedicado al trabajo no pasaba de cinco años. A los díscolos o perezosos, se les castigaba con el azote en el tumbadero, con el cepo, con el grillete, con la maza que trababa los pies, con el collar de perro, con el pregón (en el que el propio reo pregonaba su falta y su castigo), con la máscara de lata. Al que cometía un delito grave, se le mataba a garrote, atándolo a un poste y rompiéndole las cervicales por detrás. Al cimarrón (como vemos en la película en el caso de Sebastián) se le cortaba la oreja o la nariz como castigo y como estigma: de esa manera todo el mundo podía reconocer de un vistazo su rebeldía.
La única forma de rebelión eficaz que conocían los esclavos era el suicidio. Se mataban por la misma razón por la que un niño le rompe el juguete a un compañero que le ha insultado o por la que tiramos al suelo un vaso cuando estamos enfadados: era también una forma de venganza. Como muchos negros creían que después de muertos se reencarnarían en África, los amos cortaban a los cadáveres de los suicidas la cabeza y las manos para disuadir a los otros: si se mataban -cuidado- no podrían ni comer ni hablar después de la resurrección.
Durante siglos, la corona española trató de regular la relación entre los amos y los esclavos, consciente de su grave responsabilidad ante Dios: las almas de los negros le preocupaban, lógicamente, más que sus cuerpos. Los propietarios de haciendas estaban escandalizados de la promiscuidad sexual, la afición a las peleas de gallo y la inclinación al alcohol de los esclavos. El sínodo diocesano de 1680 fijó algunos preceptos encaminados a la propaganda religiosa entre los negros bozales. El más interesante está recogido en la constitución IV, la cual ordena que en los dos primeros meses se bautice a todos los negros porque «habiendo Dios nuestro señor dado tanta felicidad a los negros bozales, que vienen a esta isla entre cristianos, es una de las mayores dichas el gozar el santo bautismo». En el año 1789 se declaró la libertad de trata y se dictó la Real Cédula que podría ser considerada el Código Negro español. En ella, entre otras cosas, «se impone a los amos la obligación de instruir a los esclavos en los principios de la religión católica; hacerles bautizar dentro de un año; rezar diariamente después de concluidos los trabajos, en su presencia o en la de sus mayordomos; costearles un sacerdote que les diga misa todos los días de precepto; y no obligarles ni permitirles que trabajen los días de fiesta, excepto en el tiempo de la recolección de frutos en que se acostumbra conceder licencia para hacerlo».
El rey Felipe III, en su real cédula de 12 de diciembre de 1619, había llamado a la trata negrera «rescate de esclavos negros». Tras la declaración solemne del Congreso de Viena en 1815, España tuvo que inclinarse ante las presiones abolicionistas y Fernando VII emitió la Real Cédula del 19 de diciembre de 1817 prohibiendo el tráfico, aunque no la posesión, de esclavos. En esa cédula se defiende retrospectivamente la legalidad de la esclavitud africana, se insiste en el incomparable beneficio religioso que recibieron los bozales importados, se marca el carácter excepcional de toda la legislación esclavista, se afirma el temple humano de los amos y se asegura que «el bien que resultaba a los habitantes de África de ser transportados a países cultos no es ya tan urgente y exclusivo desde que una nación ilustrada ha tomado sobre sí la gloriosa empresa de civilizarlos en su propio suelo». Para emanciparlos, hubo primero que tomarse la molestia de sacarlos de sus países; ahora, en cambio, nos tomamos el trabajo, a fin de ahorrarles el viaje, de emanciparlos en sus propias tierras. La empresa colonial, y la inseparable esclavitud de millones de africanos, fue, sobre todo, un acto de generosa preocupación por el otro, la «pesada carga del hombre blanco» de Kipling, «la gran aventura del Espíritu» que Frantz Fanón denuncia como un furioso extravío autista de los europeos.
Estos datos, sacados la mayor parte de los excelentes trabajos de Fernando Ortiz -el discípulo cubano de Malinovski- sirven para dar contexto y legitimidad a la película de Gutiérrez Alea. Rodada en la provincia de Matanzas, la acción discurre después del año 1796, fecha de las sublevaciones de esclavos en Haití y Santo Domingo y en una época en la que los progresos técnicos en los ingenios azucareros y la «liberalización» de la trata negrera habían acelerado la importación de esclavos en Cuba. Entre 1780 y 1820, según datos de aduana, entraron en la isla 236.599 esclavos; si añadimos el tráfico clandestino, esta cifra podría alcanzar los 385.000. En 1792, poco años antes del momento en que arranca la película, casi el 50% de la población cubana era negra (unos 140.000) y podemos imaginar la angustia de los propietarios de las haciendas que recibían, al mismo tiempo, ingenieros franceses y noticias sangrientas del vecino Haití. La larga agonía de la esclavitud en Cuba comienza con este primer boom azucarero y la necesidad de aumentar la fuerza de trabajo en los cañaverales y los ingenios.
Como todos hemos visto la película, recordaré en pocas palabras el argumento desnudo: un conde español acude al ingenio de su propiedad para curarse de sus intensos sufrimientos, físicos y morales. Para eso, como para cortar y elaborar la caña, dispone de un montón de esclavos. Los mismos que salvan su cuerpo deben salvar ahora su alma, prestándose a participar en un remedo escenográfico de la última cena de Cristo. Doce de ellos son llevados a la mesa del propietario, privilegio que en realidad oculta una condena a muerte. La bondad del Conde sólo es posible a condición de una diferencia de clase -que es también diferencia de «espíritu»- que conduce necesariamente a la muy justa destrucción de los esclavos. La conclusión paradójica o moraleja o politeja -que adelantamos- es la de que sin esclavitud no hay bondad o, si se prefiere, que la verdadera bondad se sirve de los mismos medios que la verdadera maldad .
Como bien dice Nelson Rodríguez, el responsable del montaje, «La última cena» contiene una sola escena; lo que la precede y lo que la sigue son sencillamente un prólogo y un epílogo. Desde el punto de vista cinematográfico, esa jerarquía está marcada por el uso de la cámara y la densidad de la acción. Líquidas, rápidas, puramente descriptivas, las escenas del prólogo y el epílogo están rodadas cámara al hombro y se limitan a exponer en orden lo que cabría perfectamente inducir, como una necesidad histórica, de la escena central. Esta, que dura 49 minutos (un minuto menos que el cálculo de guión), fue rodada en orden y sin interrupciones con una cámara fija que, además de sonido directo, proporciona esa rigidez o solemnidad teatral que forma parte inseparable del propio contenido político del film. Toda la riqueza articulada de esa escena, de una sutileza y complejidad admirables, y de una notable e incómoda belleza, puede resumirse en dos movimientos paralelos y una intersección: una elevación, un descenso y una pugna.
La elevación: una escenografía colonial.
En «Piel negra, máscaras blancas» (1959) Frantz Fanon, el psiquiatra negro martiniqués, gran teórico y militante de las independencias coloniales, describe muy bien este movimiento de elevación inscrito en la pasividad de los esclavos, así como el impulso emancipador del Conde bueno.
» Históricamente el negro se precipita en la inesencialidad de la servidumbre, ha sido liberado por el amo. Nunca ha combatido por la libertad. Siendo esclavo, el negro ha hecho irrupción en el recinto donde se encontraban los amos. Como esos criados a los que una vez se permitió bailar en el salón, el negro busca un apoyo. El negro no se ha convertido en un amo. Cuando ya no hay esclavos, no hay amos. El negro es un esclavo a quien se ha permitido adoptar una actitud de amo. El amo es un esclavo que ha permitido a sus esclavos comer a su mesa. Un día, un buen amo blanco que tenía influencia dijo a sus compañeros: «Seamos gentiles con los negros». Entonces los amos blancos, rezongando, pues era un duro sacrificio, decidieron elevar a los hombres-máquinas-bestias al rango supremo de hombres».
Digamos que la escena central de «La última cena» anticipa como excepción festiva (ese ágape fraternal de Jueves Santo) lo que será la norma de las naciones formalmente descolonizadas: un teatro de igualdades nominales dirigido y atrezado por los mismos que siguen siendo los amos.
En la escena de Gutiérrez Alea, los esclavos son elevados a la mesa del amo para que vean el teatro del poder. El colonialismo -dice también Fanon en «Los condenados de la tierra»- es maniqueo, inmóvil, estatuario. La escena es un cuadro, casi un bajorrelieve petrificado que sólo poco a poco, a fuerza de empellones y de deslices, se irá licuefactando. La cámara fija recoge esta escenografía escultural, grave e imponente: la larga mesa con los altos candelabros, las viandas fantásticas bien dispuestas sobre el tablero, el criado vestido con librea de gala a espaldas del conde, de augusto continente, tocado por la peluca atildada que sólo al final de la escena se inclinará sobre su cabeza1. Los esclavos, elevados teatralmente al rango de la humanidad colonial (la humanidad misma), permanecen inmovilizados por la inconsecuencia de su presencia en esa sala y por el propio marco espacial, gélido, sombrío e intimidatorio.
Pero esta elevación del esclavo al teatro colonial, esta inmovilidad solemne a la que se ha visto «ascendido», va poco a poco cobrando vida, inclinándose -clinamen desestabilizador- hacia el movimiento. Hay, digamos, cuatro momentos de ruptura, después de cada uno de los cuales el movimiento se acelera y la licuefacción -como en borbotones- va ganando terreno, cortada y culminada por el anticlimax del fingido sueño final. El ritmo del negro se va imponiendo sobre la submotricidad del blanco; el cuerpo del negro va triunfando sobre la estatua del blanco, que acaba contagiándose y, como en el milagro evangélico de Lázaro, de pronto se levanta y echa a andar.
El primer momento de ruptura o licuefacción del orden escultural es el escupitajo que Sebastián, el negro cimarrón, lanza a la cara del Conde. El conde se alza estremecido, está a punto de golpear al insolente y, tras contenerse cristianamente, vierte de nuevo vino en las copas, acelerando así el derretimiento de los moldes sociales.
El segundo momento de ruptura del orden escultural es la intervención del negro Bailón, cuando -sin poder dejar de cantar y bailar, cantando y bailando- convierte ya en folklore la tristeza de los esclavos. Nos hemos referido más arriba a la exactitud histórica de sus cantarinas reflexiones, a las que sigue la narración de una historia que confirma el exotismo y ferocidad de los negros: la de los parientes que se venden entre sí para obtener comida. Pero este canto y esta historia sólo pueden componerse de pie, en movimiento, sobre compases que alteran la composición del cuadro y ablandan aún más la rigidez de los comensales. El movimiento «natural» se impone sobre el espacio «civilizado».
El tercer momento de licuefacción del orden estatuario es la intervención contrapuntística (en contenido y retórica) del Conde, el cual cuenta con ya balbuciente pomposidad la anécdota de San Francisco mediante la cual llama a los esclavos a la humildad demostrando al mismo tiempo la suya propia. Cada vez más borracho, de vuelta a su asiento, el conde prolonga su alegato con la narración de la caída edénica, mientras todo se va a activando a su alrededor. La estatua se descompone cada vez más; los negros se tiran migas, incluso se las arrojan al propio conde, al cual se le desmorona la peluca. El blanco se ha contagiado y se ha convertido en uno de esos negros que él mismo ha fabricado y que también él, sin saberlo, lleva dentro. No hay clases ni razas ni naciones: sólo la concordia infantil entre inocencias primitivas y niveladas, las únicas merecedoras de salvación. «En el paraíso sólo cabemos nosotros», dice emocionado el propietario esclavista, excluyendo a todos los habitantes de la hacienda, y del mundo entero, antes de derrumbarse dormido -derrumbe también de la estatua- sobre el respaldo de su asiento.
El cuarto momento de ruptura de produce inmediatamente después, y ya no es cinético sino discursivo. Sebastián, el cimarrón, que se ha mantenido impasible durante toda la escena, acorazado en su dignidad de feo Cristo martirizado, rompe a hablar cuando el conde ya no puede hacerlo, desactivando -como un termostato traumático- la hilaridad festiva de sus compañeros. Hiela de nuevo para calentar el ambiente; petrifica para producir lava viva. Cuenta -vértice dramático de la escena, subrayado por notas musicales angustiosas- la historia de lo verdad y lo mentira , que recordamos a continuación:
Olofi jizo lo mundo, lo jizo completo: jizo día, jizo noche; jizo cosa buena, jizo cosa mala; también jizo lo cosa linda y lo cosa fea también jizo. Olofi jizo bien to lo cosa que jay en lo mundo; jizo Verdad y jizo también Mentira. La verdad le salió bonita. Lo Mentira no le salió bueno: era fea y flaca-flaca, como si tuviera enfermedá. A Olofi le da lástima y le da uno machete afilao pa defenderse. Pasó lo tiempo y la gente quería andar siempre con la Verdad, pero nadie, nadie, quería andar con lo Mentira… Un día Verdad y Mentira se encontrá en lo camino y como son enemigo se peleá. Lo Verdad es más fuerte que la Mentira; pero lo Mentira tenía lo machete afilao que Olofi le da. Cuando la verdad se descuidá, lo Mentira ¡saz! y corta lo cabeza de lo Verdad. Lo Verdad ya no tiene ojo y se pone a buscar su cabeza tocando con la mano … [Sebastián tantea la mesa con los ojos cerrados.] Buscando y buscando de pronto si tropieza con cabeza de lo Mentira y se la pone donde iba la suya mismita. [Sebastián agarra la cabeza del puerco que está sobre la mesa con un gesto violento, y se la ponde delante de su rostro.] Y desde entonces anda por lo mundo, engañando a todo lo gente el cuerpo de lo Verdad con lo cabeza de lo Mentira.
Es interesante -lo analizaremos después- el modo en que este relato concibe la relación entre la verdad y la mentira como formando parte del mismo cuerpo, desmintiendo así la idea demasiado simple de que se darían más bien la espalda y se explotarían recíprocamente, sin dejar de mantenerse separados, a partir de esa doblez llamada «hipocresía». Pero la mentira colonial no es hipócrita, no rinde ningún homenaje a la virtud; cree en sí misma, se confunde con su contrario, está encarnada, como Cristo, en un cuerpo-quimera mucho más monstruoso (porque es sincero) que si se tratase sólo de cinismo o hipocresía. El colonialismo, digamos, no es solamente una maniobra de cinismo interesado sino también, y al mismo tiempo, la corporización sincera -la unificación en una sola carne- de dos contrarios que se solicitan mutuamente.
Pero en todo caso el relato estremecedor (muy negro, muy africano) de Sebastián desencadena de nuevo el movimiento, esta vez en forma de acalorada discusión entre los propios negros (estando el conde ya fuera de combate).
La pugna: Escenografía de la alienación.
Al contrario que el colonialismo, la mirada de Gutiérrez Alea sobre el dominio colonial no es ni maniquea ni escultural. Que a lo largo de la cena no haya apenas fricciones entre los dos campos -el colonial y el colonizado- es tan revelador como el hecho de que, en cambio, se insista una y otra vez en las oposiciones internas a los mismos. Del lado del colonizador, el Conde discute en espíritu con los otros representantes del poder esclavista, el padre Gaspar y el mayoral Manuel, a los que ya hemos visto mantener posturas encontradas en el prólogo. Los tres forman un triángulo equilibrante y electrizado; y si al principio el noble toma partido por el cura, al que el capataz se le antoja demasiado rudo e inhumano, al final asumirá el papel violento y punitivo del éste, instrumento y víctima -por su posición social más baja, apenas un grado por encima de los negros- de los intereses contradictorios del conde. Curiosamente, el único al que el Conde no menciona durante la larga conversación con los esclavos es al representante de esa fuerza rampante, irónica y ambigua, que se hincha a sus espaldas como la levadura, y que acabará por sustituir en las colonias al poder decadente de un colonialismo culturalmente subdesarrollado: me refiero a la burguesía criolla encarnada en la figura del ingeniero Duclé. En la entrevista arriba citada, Nelson Rodríguez cuenta que se suprimieron algunas escenas en las que intervenía este personaje, porque su excesiva complejidad exigía un tratamiento más amplio, a expensas de dañar la simplicidad narrativa y la eficacia retórica de la película. Se intuye, en todo caso, la importancia histórica de esta figura en la que se cruzan y aparentemente se apaciguan los conflictos entre todas las partes y que, por eso mismo, está destinada a triunfar en los futuros estados nacionales infrasoberanos.
Pero cuando el Conde, contagiado de «negritud», se duerme y deja expedito el terreno al hablar libre de los esclavos, lo que emerge son las oposiciones entre los sometidos y con ella toda la variada tipología de la alienación colonial, tan bien analizada por Fanon. La discusión vehemente, la defensa del amo, la especulación temerosa sobre sus intenciones, el derrotismo inducido y la esperanza ilusoria, dejan fatalmente claro que ningún poder de clase se reproduce sin la colaboración activa o pasiva de sus sojuzgados.
Están Edmundo, Ambrosio y Antonio, pieles negras y máscaras blancas, cuyo destino es precisamente blanco y que tratan de marcar su distancia respecto de sus propios compañeros de desgracia, a los que describen en los mismos términos que los amos. Es el tipo, agudamente descrito por Fanon, del negro que, frente a la pantalla de una sala de cine en los años 40, se identificaba con Tarzán y no, claro, con sus porteadores africanos o los habitantes salvajes de los poblados.
Está Bachungué, el rey lucumí, gemelo africano del conde, traficante de su propia gente antes de ser capturado y volteado en víctima de su negocio, que no quiere ser blanco como el conde sino tener su mismo poder. Uno triunfante, otro derrotado, el noble español y el reyezuelo negro se reconocen en la misma clase social. Víctima de la esclavitud, Bachungué no es por eso admirable; reivindica, al contrario, su derecho a ser también un verdugo.
Está Pascual, el negro bueno al modo de «La cabaña del tío Tom» , cuya virtud conmovedora habrá que reservar para otro mundo posible en el que la bondad pueda introducir -y alimentar- efectos estructurales, pero que, en un contexto colonial, se limita a legitimar la ideología de los amos -y a deslegitimar la «maldad» de los rebeldes.
Está Bailón, el superviviente individual que roba comida cuando el amo no mira, el negro gracioso, folklórico, hipócrita y astuto, que anticipa la figura neocolonial del «jinetero» universal demandado hoy, y despreciado, por el turista europeo.
Y está finalmente Sebastián, el rebelde instintivo, cuyo nombre, quizás no por casualidad, es asonante con Calibán.
¿Quién es Calibán? Permítasenos un pequeño rodeo para explorar este nombre que resume en una sola cifra todos los mecanismos de construcción del otro colonizado.
Calibán es uno de los personajes de la última tragedia escrita por Shakespeare, «La tempestad» (1611), una extrañísima obra que narra la historia del viejo príncipe Próspero, expulsado del trono de Milán por su hermano y por su cómplice el rey de Nápoles. Abandonado en el mar junto a su hija Miranda, la fortuna quiere que lleguen a una isla tropical donde el príncipe destronado, gracias a sus nobles artes mágicas, somete y esclaviza al legítimo dueño, el salvaje Calibán, y al espíritu del Aire, el incorpóreo e intelectual Ariel. La obra comienza en el momento en que sus enemigos navegan cerca de allí y Próspero levanta con su brujería buena (contrapunto de la brujería negra de la bruja Sycorax, madre de Calibán) una tempestad para hacer naufragar la nave. Las peripecias de la obra -la llegada del usurpador y su cómplice, los amores reparadores entre Miranda y Fernando- son todas ellas periféricas o anecdóticas frente a lo que desde el principio cautivó a los lectores de esta obra: es decir, la relación de Próspero con la isla, por un lado, y con Calibán y Ariel por el otro.
Según demuestra Roberto Fernández Retamar en su imprescindible ensayo de 1971 («Calibán») , Shakespeare, que había leído la traducción de los Ensayos de Montaigne de Giovanni Floro (1603), amigo personal suyo, se basó en el capítulo «De los caníbales» para escribir La Tempestad (1611). Luis Astrana Marín, traductor al castellano del dramaturgo inglés, habla por su parte del «ambiente claramente indiano de la isla», y señala que los nombres de los personajes, con variaciones, se corresponden con el de famosos viajeros y conquistadores (Alonso, Gonzalo, Fernando, Miranda). El nombre mismo de Calibán es una corrupción o metátesis de Canibal, término, como se sabe, emparentado fonéticamente con Caribe, el epónimo del pueblo que Colón identificó, cuando aún creía haber llegado a China, con los súbditos del Gran Kan. Calibán, pues, localiza al mismo tiempo un lugar y un temple, un perfil humano, un grado de civilización menor o imposible: el de los caníbales salvajes que, si fueron primero indígenas americanos, enseguida se identificaron con los negros transportados desde África como esclavos.
Próspero, capaz de dominar los elementos, victorioso sobre la naturaleza agreste de la isla, ha encadenado también a su voluntad a Calibán con una combinación de violencia y engaño. En el acto I, escena 2ª, Calibán maldice a su amo y le recuerda espumajeante de furia: «Tengo derecho a comer mi comida. Esta isla me pertenece por Sycorax y tú me la has robado. Cuando viniste por vez primera, me halagaste, me corrompiste (…) y yo te amé y te hice conocer las propiedades todas de la isla, los frescos manantiales, las cisternas salinas, los parajes desolados y los terrenos fértiles. ¡Maldito sea por haber obrado así! ¡Que todos los hechizos de Sycorax, sapos, escarabajos y murciélagos caigan sobre vos! ¡Porque yo soy el único súbdito que tenéis, que fui rey propio! ¡Y me habéis desterrado aquí, en esta roca desierta, mientras me despojáis del resto de la isla!». Próspero y Miranda (la cual, naturalmente, ha sido víctima del acoso sexual de la bestia) desprecian a ese monstruo deforme y feroz en el que ya se dibujan todos los defectos que la Europa colonialista, aupada en el nombre de la civilización, va a atribuir de manera rutinaria al colonizado, negro o indígena: feo, instintivo, bestial, incapaz de aprender, libidinoso, infantil, rudimentario en sus sentimientos, privado de inteligencia, desprovisto casi de lenguaje, escasamente humano y, por todo ello, en deuda permanente con el hombre blanco del que recibe todo lo que posee, incluido el uso de la palabra. «Esclavo aborrecido, que nunca abrigarás un buen sentimiento, siendo inclinado a todo mal!», responde Próspero a los improperios de Calibán: «Tengo compasión de ti. Me tomé la molestia de que supieses hablar. A cada instante te he enseñado una cosa u otra. Cuando tú, hecho un salvaje, ignorando tu propia significación, balbucías como un bruto, doté tu pensamiento de palabras que lo dieran a conocer. Pero, aunque aprendieses, la bajeza de tu origen te impedía tratar con las naturalezas puras. ¡Por eso has sido justamente confinado en esta roca, aun mereciendo más que una prisión!». Y Calibán se lamenta amargamente: «Me habéis enseñado a hablar y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir. Que caiga sobre vos la peste roja, por haberme inculcado vuestro lenguaje». (Lo que, dicho sea de paso, recuerda la brillante réplica de Sánchez Ferlosio al filósofo Julián Marías, el cual había justificado la conquista o al menos minimizado su barbarie apelando a que, gracias a ella, una parte de América hablaba en castellano: «¡como si de otro modo se hubiesen quedado mudos!»).
El problema es que de esa criatura «atrasada», «deforme», «incapaz de aprender», no pueden prescindir. Así Próspero justifica ante Miranda la necesidad de mantener con vida a Calibán: «No podemos pasarnos sin él. Enciende nuestro fuego, sale a buscarnos leña y nos presta servicios útiles». La paradoja que ya había señalado Sartre es ésta de que el colonialista no puede dejarse llevar por la tentación siempre presente de exterminar al colonizado porque eso sería también el fin del colonialismo.
Esta combinación de irrecuperable mancha original e insustituibles prestaciones económicas preside toda la retórica paternalista del Conde durante la escena central de «La última Cena». «Negro no aprende, negro es bruto», se dirige compasivo a Sebastián antes del escupitajo, que confirma en definitiva su fatal percepción del esclavo. Y porque el colonizado confirma siempre la imagen de la que le ha investido el poder colonial, sin poder hacer otra cosa que mover ese muñeco frente al espejo de su propia inferioridad, también la historia de Bailón reproduce -¡y con alegría!- este estereotipo calibanesco: carecen de sentimientos, no creen en ningún lazo humano, son codiciosos y primitivos, se traicionan y matan entre ellos: ¡los padres, que llevan a sus hijos a vender al mercado, son vendidos por éstos, a los que a su vez sus tíos y primos cambian por comida! A los colonialistas franceses Frantz Fanón les explicó por qué los argelinos de 1960 se mataban entre sí por un pequeño hurto de leña o de leche allí donde no podían confiar en ninguna clase de justicia o protección: porque pasaban hambre. Y lo que confirma la anécdota truculenta de Bailón es sólo que, si a un hombre se le trata como a un animal, se comporta como un animal. Y que el que trata a los otros como a animales puede, por su parte, parecer un hombre.
Pero el Conde no se limita a imponer a sus negros la grosera casulla calibanesca bajo cuya forma puede despreciarles; al mismo tiempo, lo que tanto desprecia -su fuerza bruta, su naturaleza animal- le es providencialmente provechosa. «El negro está mejor preparado por la naturaleza para soportar los golpes. El blanco sufre más que el negro cuando corta caña», proclama el Conde tras narrar, a su vez, la florecilla de San Francisco. Y añade: «El negro tiene una disposición innata para el corte de caña». En 1871, setenta años después del momento en que se desarrolla la película, doscientos sesenta después de Shakespeare, el erudito racista francés Ernest Renan, autor de una nueva versión de «La Tempestad», ya había dejado muy claro hasta qué punto los Calibanes eran a un tiempo irredimibles y necesarios:
» La regeneración de las razas inferiores o bastardas por las razas superiores está en el orden providencial de la humanidad. El hombre de pueblo es casi siempre, entre nosotros, un noble desclasado, su pesada mano está mucho mejor hecha para manejar la espada que el útil siervo. Antes que trabajar, escoge batirse, es decir, regresar a su estado primero. Arrójese esta devorante actividad sobre países que, como China, solicitan la conquista extranjera. (…) La naturaleza ha hecho una raza de obreros, es la raza china, de una destreza de mano maravillosa, sin casi ningún sentimiento de honor, gobiérnesela con justicia, extrayendo de ella, por el beneficio de un gobierno así, abundantes bienes, y ella estará satisfecha; una raza de trabajadores de la tierra es el negro (…); una raza de amos y de soldados, es la raza europea. (…) Que cada uno haga aquello para lo que está preparado, y todo irá bien».
El esquema enterrado en Shakespeare, limpio y crudo en Renan, es desarrollado conscientemente contra el colonialismo en una obra de 1966, titulada también «La Tempestad» y escrita por el gran poeta de la «negritud» Aimé Cesaire (1913-2008). Los personajes de la obra de Cesaire son los mismos, salvo porque Ariel es mulato y Calibán un esclavo negro y porque se añade al reparto un dios-diablo negro de nombre Eshu; y porque, en la escena final, en lugar de abandonar la isla, como en el caso de Shakespeare, Próspero decide significativamente quedarse para cuidar de «su» creación.
Aquí encontramos a un Próspero consciente y orgullosamente colonialista y a un Calibán que ha adquirido, a su vez, una conciencia mucho más refinada y sabe expresar con claridad las razones de su rebeldía. Es interesante citar la versión de Cesaire del diálogo arriba reproducido entre Próspero y su esclavo, al comienzo del acto I.
Próspero: Podrías al menos bendecirme por haberte enseñado a hablar. ¡Un bárbaro! ¡Una bestia bruta que yo he educado, formado, que he sacado de la animalidad que le acosa aún por todas partes!
Calibán: De entrada, eso no es cierto. Tú no me has enseñado nada. Salvo, claro, a balbucear tu lengua para comprender tus órdenes: cortar árboles, lavar los platos, pescar peces, cultivar verduras, puesto que tú eres demasiado perezoso para hacer nada. En cuanto a la ciencia, ¿es que me la has enseñado acaso? ¡Me la has ocultado! Tu ciencia, tú te la quedas egoístamente para ti solo, encerrada en tus gruesos libros.
Próspero: Sin mí, ¿qué serías tú?
Calibán: ¿Sin ti? Yo sería simplemente el rey. ¡El rey de la isla! El rey de mi isla.
Inmediatamente, Calibán se niega a responder a este nombre, que no es el suyo, y Próspero propone como alternativas Caníbal y Hanníbal. Calibán responde: «Llámame X. Será mejor. Como si dijéramos el hombre sin nombre. Más exactamente, el hombre al que se ha robado el nombre. Tú hablas de historia. Y bien, esto es historia y famosa. Cada vez que tú me llames, eso me recordará el hecho fundamental de que tú me has robado hasta la identidad».
En la película de Gutiérrez Alea, Sebastián es aún el Calibán primitivo, el Calibán shakespeariano que se rebela instintivamente, sin descanso pero sin proyecto. De hecho, a la magia colonial, sólo sabe oponer su propia magia «primitiva», esos polvos taumatúrgicos que se atreverá a soplar en la cara del Conde adormecido. Su particular dignidad (frente al Ariel shakespeariano, quien consiente en poner sus competencias intelectuales superiores al servicio del amo) reside en su resistencia ininterrrumpida, elemental, furiosa, al yugo de la esclavitud. Pero su obstinación confirma también la imagen calibanesca del colonizado que los colonialistas han construido con su violencia polícroma; y, en último término, es además inútil.
En este sentido, «La última cena» es una película sombría o, si se quiere, minuciosamente realista. Si es un homenaje a la dignidad de Sebastián, no es, como proclaman tantas críticas fáciles, un «canto a la libertad». Es más bien una análisis de la falta de libertad y de la imposibilidad de alcanzarla en ciertos contextos y bajo ciertas condiciones.
En la obra de Shakespeare, los dos personajes sometidos a la «ciencia» de Próspero buscan de dos maneras distintas su emancipación. Ariel- al que luego se ha identificado con el intelectual criollo colaboracionista- es el manumitido, el que compra su libertad con sus esforzados y voluntariosos servicios. Calibán es el rebelde. En la escena central de la película estos dos personajes -el manumiso y el rebelde- están representados por Pascual, el esclavo bueno, y por Sebastián, el cimarrón irreductible. Cuando obtiene su libertad, que ha comprado durante setenta años de trabajo esclavo, Pascual se echa a llorar, consciente de que a su edad y en esas circunstancias su recién adquirida libertad sólo le sirve para elegir libremente lo mismo que hasta ahora se le imponía por la fuerza. La escena es tan conmovedora como elocuente; y es tan conmovedora precisamente porque deja al desnudo la inutilidad ontológica de la «bondad» frente a a un régimen estructural de dominio. Desde el punto de vista subjetivo, la perplejidad desconsolada de Pascual confirma también la inhumanidad calibanesca del esclavo y su dependencia infantil -incapacitado de raíz para la libertad- y la superioridad, del otro lado, del amo condescendiente. Desde el punto de vista del contexto objetivo, revela -como decía Marx- la identificación negro/esclavo bajo un determinado régimen de producción, de tal manera que no basta con dejar de ser formalmente esclavo si se sigue siendo negro (de ahí, por demás, el impulso característico de aspirar a la «blancura» como única vía de acceso psicológico a la libertad). El llanto de Pascual se corresponde, del otro lado, como su réplica y su espejo, con la preocupación de los propietarios, expresada ya en 1840 por Alexis de Tocqueville en su famoso análisis de la sociedad estadounidense: «Cuando ya no haya esclavitud, ¿qué haremos con los negros?».
Frente al manumitido Pascual, el rebelde Sebastián es un cimarrón; es decir, un fugitivo individual en una sociedad estructurada de tal forma -con guardias, perros y blancos racistas- que su fuga, en el mejor de los casos, sólo puede conducir a una existencia miserable en las sierras, aislado, expuesto al frío, ladrón de comida siempre insuficiente, aterrorizado sin interrupción por la inminencia de un nuevo cautiverio aún más riguroso. «Negro no aprende» es la frase que el conde dirige a Sebastián, compasivamente consciente de que el blanco es un protector de indios y negros y de que, en definitiva, el régimen esclavista -como todos los regímenes de clase- es también, y por eso funciona, un sistema de protección de los sojuzgados. Fuera de él, la libertad es inútil o potencialmente mortal. Dentro, al menos hay de vez en cuando un día de fiesta, un poco de alcohol, peleas de gallos y -como dice el negro Ambrosio- el «endocó», el desahogo sexual de los cuerpos -prácticas todas ellas que sirven al mismo tiempo para confirmar la inferioridad calibanesca de los colonizados y la legitimidad prosperiana de la colonización.
El ya citado Nelson Rodríguez muestra su disconformidad con el final de «La última cena». A su juicio, debería terminar con el zoom que, tras recorrer las cabezas de los rebeldes clavadas en las picas, se cierra sobre la que aún -aún- permanece vacía. Estoy de acuerdo con él. Después de haber expuesto del modo más realista la clausura asfixiante del régimen económico y antropológico esclavista -conocimiento en sí mismo ya liberador- concede a la dignidad de su personaje una salida puramente imaginaria, lírica, simbólica, alegórica, que sobrepasa la coherencia del conjunto. El cimarrón será de nuevo capturado, de nuevo conducido al cepo, de nuevo mutilado, si no asesinado por su obstinación; o se perderá en la selva, donde perecerá de hambre y frío. La única salida es, no una rebelión personal, sino una revolución colectiva2.
Pero hay una forma de salvar también este final, si se considera precisamente, no una salida efectiva (aunque imaginaria) sino un «típico sueño de negro» esclavizado, revelador al mismo tiempo del tamaño de su sufrimiento y de la horma paralizadora de su impotencia. También este final es un acierto de Gutiérrez Alea si lo consideramos -en un film tan refinadamente popular, tan «popularmente» erudito- una cita de «Los condenados de la tierra», de Frantz Fanon, y no una concesión mínimamente hollywoodesca a las demandas libertarias del espectador:
La primera cosa que aprende el indígena -dice Fanon- es a ponerse en su lugar, a no pasarse de sus límites. Por eso sus sueños son sueños musculares, sueños de acción, sueños agresivos. Sueño que salto, que nado, que corro, que brinco. Sueño que río a carcajadas, que atravieso el río de un salto, que me persiguen muchos autos que no me alcanzan jamás».3
El descenso: una escenografía del sacrificio .
El movimiento mismo en virtud del cual el esclavo es elevado a la mesa del amo es también el movimiento mediante el cual el amo desciende hasta los esclavos. Este descenso o degradación -que, hemos visto, se traduce asimismo en una forma de contagio antropológico- responde a un impulso típicamente colonial que mantiene, porque invierte, la relación de explotación y excita los mecanismos de la violencia recíproca. Me refiero a la idea de sacrificio, la cual -claro- adopta en la película, como en la propia historia europea, las vestiduras del cristianismo.
El conde ha acudido a su ingenio a curarse el alma y para ello, como para bañarse, comer y vestirse, necesita a sus esclavos. Necesita sacrificarse por ellos. Necesita hacer como Cristo. La idea de este sacrificio -y de este Cristo redentor de los pecados del mundo- constituye el eje temático y estético de la película e incluso su objeto polémico: todos quieren ser o parecen ser en algún momento ese Cristo deseado y, durante la cena, el hacendado se indigna ante la posibilidad de que el cura o el mayoral pretendan eclipsar, según las confidencias de los negros, su protagonismo sacrificial (sólo Manuel y los apóstoles rebeldes sufrirán al final una parodia de crucifixión). Ahora bien, para que haya sacrificio redentor, para que el Conde pueda parecerse a Cristo liberador, es necesario que haya esclavos y que los esclavos merezcan ese esfuerzo descendente y un poco envilecedor: es decir, es necesario que los esclavos estén muy abajo, que sean sucios, malos, feroces, libidinosos, primitivos, salvajes, paganos, casi inhumanos. No sólo la conquista y la explotación demandan la imagen de este Calibán indígena que las justifica; también el sacrificio y la generosidad. Sin Calibán, no puedo hacer nada contra él; sin Calibán, no puedo hacer tampoco nada en su favor. Sin Calibán, no puedo ser rico; sin Calibán, no puedo ser bueno. Ahora bien, ocurre que Calibán, porque es Calibán, no puede comprender su propia felicidad ni reconocer mi generosidad y abnegación y se rebela una y otra vez, de manera que, para ser bueno, porque él es irremediablemente malo, tengo inevitablemente que matarlo. Cuanto mejor soy, cuanto «más bueno» soy, cuanto más bueno quiero ser, más tengo que matar. El sacrificio del descenso, que presupone un Calibán, lo confirma como Calibán, reproduce y alimenta su calibanismo y es mi propia bondad, al revelar su ingratitud calibanesca, la que me obliga a matarlo. Soy bueno porque mato; mato porque soy bueno. Al primer sacrificio, el del descenso a la «inhumanidad» de los esclavos, sigue el segundo sacrificio supremo: la necesidad de sacrificarlos.
Esta es la trampa que el teólogo liberador Franz Hinkelammert llama el «sacrificio antisacrificial» del cristianismo, raíz -según sus propias palabras- de Occidente. La interrupción del sacrificio de Isaac y su sustitución por una víctima animal, la paradójica autonegación de los sacrificios humanos a través del sacrificio de Cristo, condujo al cristianismo a una frenética actividad antisacrificial, cuya altísima pureza exigía sacrificar a todos los sacrificadores. «El núcleo de esta transformación del propio cristianismo» -dice Hinkelammert- «está precisamente en su no sacrificialidad. Ella es transformada en antisacrificialidad. Como tal puede ahora cometer el asesinato como imperativo categórico». Y añade:
» Este antisacrificialismo es un antiutopismo en nombre de la gran utopía. Ve a todos sus enemigos como sacrificadores que persiguen utopías falsas, que hay que derrotar para que venga la gran utopía de las relaciones humanas sin sacrificios. Toda matanza de esta manera adquiere sacralidad, es el resultado de un imperativo categórico, es intervención humanitaria. Por el antisacrificialismo vuelven los sacrificios humanos sin ser percibidos ya como sacrificios, aunque mantienen su carácter sacral».
El colonialismo, podemos decir, es una de las formas del cristianismo; es una forma de cristianismo. Es una empresa guiada por un sincero y aterrador «espíritu de sacrificio», sin parangón en la historia humana, porque en él el sacrificio de los colonizados es sólo la forma extrema que adopta la vocación de sacrificio de los colonizadores. Me sacrifico sacrificando a los otros; y por ello mismo cuanto más sacrifico más sacrificado soy; cuantas más víctimas produzco, más humano y civilizado me siento.
En 1944, la filósofa Simone Weil no entendía el escándalo de los europeos ante el nazismo, pues los nazis se limitaban a hacer con los europeos lo que los europeos habían hecho siempre con los no-europeos. Por su parte, el ya citado Aimé Cesaire declaraba en su Discurso sobre el colonialismo de 1955:
» Nos asombramos, nos indignamos. Decimos: «Qué curioso, pero bah, es el nazismo, pasará». Y esperamos y tenemos esperanza. Y nos callamos a nosotros mismos la verdad, que es una barbarie, pero la barbarie suprema, la que corona, la que resume la cotidianidad de las barbaries; que es el nazismo, sí, pero que antes de ser sus víctimas hemos sido sus cómplices; que ese nazismo, lo hemos apoyado antes de sufrirlo, lo hemos absuelto, hemos cerrado los ojos ante él, lo hemos legitimado, y lo hemos hecho porque hasta ese momento no se había aplicado más que a pueblos no europeos; que ese nazismo lo hemos cultivado y somos responsables de él, y que mana, penetra, chorrea, antes de engullirlo en sus aguas rojas, por todas las grietas de la civilización occidental y cristiana».
Y Fernández Retamar -al que debo mi interés por la figura de Calibán- escribía a su vez en 1971:
» La población blanca de los Estados Unidos (diversa, pero de común origen europeo) exterminó a la población aborigen y echó a un lado a la población negra, para darse por encima de divergencias esa homogeneidad, ofreciendo así el modelo coherente que sus discípulos los nazis pretendieron aplicar incluso a otros conglomerados europeos, pecado imperdonable que llevó a algunos burgueses a estigmatizar en Hitler lo que aplaudían como sana diversión dominical en westerns y películas de Tarzán».
Pero el asombro, el escándalo, la indignación de los occidentales frente a sus imitadores no es hipocresía. Es, si acaso, una neurosis, como pretende Fanon, el «cuasidelirio narcisista» de una realidad reducida lacanianamente a un diálogo inmanente: «palabras, diversos conjuntos de palabras, las tensiones surgidas de los significados contenidos en las palabras». Hipócritas son los negros y los indígenas, obligados por la violencia a ocultar siempre sus verdaderos pensamientos y a sentirse culpables por ellos. Los colonizadores son de una ingenuidad estremecedora; creen en la obra de la razón, en la trasparencia y luminosidad de su intervención en «la desordenada isla agreste», en la belleza admirable del orden que han impuesto trabajosamente; y hacen enormes sacrificios por conservar los «progresos humanos» acumulados, incluido el sacrificio supremo de sacrificar otros hombres en beneficio de la humanidad. Por eso, la parábola africana de Sebastián es de una precisión deslumbradora y de una desazonante actualidad. Lo Mentira tiene las patas de lo Verdad y cabalga, gracias a eso, muy deprisa. El colonialismo es un centauro y no podemos separar el ser humano del caballo sin matar a la criatura. Hay que matar a la criatura.
En la versión de «La Tempestad» de Aimé Cesaire esta ingenuidad sacrificial de colonialismo queda muy clara. Calibán denuncia a Próspero como un gran mentiroso con estas palabras:
» Próspero, eres un gran ilusionista
la mentira, eso te conoce
y tú me has mentido tanto
mentido sobre el mundo, mentido sobre mí mismo,
que has acabado por imponerme
una imagen de mí mismo
un subdesarrollado, como dices,
un sub-capaz
he aquí cómo me has obligado a verme
y esta imagen la odio ¡es falsa!»
Y ya en la última escena, Próspero responde, contrito y fatigado, de la siguiente manera:
He desarraigado el roble, levantado el mar
sacudido la montaña, y sacando pecho
contra la adversidad
he respondido a Júpiter rayo por rayo.
Más aún. ¡Del monstruo, de la bestia, yo he hecho un hombre
Pero, ¡oh!
he fracasado en encontrar el camino
del corazón del hombre, si es que hay ahí un hombre…
(A Calibán)
Eh, bien, yo también te odio
Pues tú eres aquél que por
primera vez me ha hecho dudar
de mí mismo.
El peligro del movimiento de descenso del Conde no reside en la posibilidad de ese contagio repugnante (que le lleva a divertirse y disfrutar al lado de unos esclavos) sino en el resquebrajamiento de su fe en la misión de Cristo; es decir, de su fe en la misión colonial y sus sacrificios humanos. El Conde, como Próspero, duda de sí mismo y de su obra. Lo que le asquea y le encoleriza no es que la oposición del esclavo haya desenmascarado su hipocresía sino que su sumisión calibanesca haya erosionado la «mala fe» sartreana que le mantenía pegado, agarrado sin fisuras, a su obra civilizatoria. Que Calibán haga dudar a Próspero, que Sebastián haga dudar al Conde, demuestra precisamente que ni Próspero ni el Conde son hipócritas: son monstruosa, sincera, fervorosamente creyentes. Y ningún creyente perdona jamás a quien le hace titubear en su fe (a quien introduce una verdadera «diferencia» en su identidad sin costuras). Desde ese momento Calibán está condenado a rebelarse y está también condenado a muerte.
Esta idea del sacrificio antisacrificial, en el que la luminosa obra de la civilización y la necesidad de no imponerse ningún límite contra los que la amenazan forman un centauro barroco, un gongorino engendro, se revela en ese contrateatro al aire libre, en la última escena, donde la cruz de Cristo comparte el espacio y la altura -oxímoron interno al colonialismo- con las picas coronadas por las cabezas de los rebeldes. El discurso del Conde, ya sin peluca, no puede ser más claro: «Creyendo obedecer los mandamientos de Dios los vi y me apiadé de ellos. Me humillé y los senté a la mesa del señor. Pero nunca se saciaban, porque siempre querían más. Entonces Dios, golpeándome con todas sus fuerzas, me hizo comprender que yo había enredado mi corazón en oscura maleza. No tendré paz hasta no ver mi casa de nuevo levantada y el templo limpio de aquellos que mercaron con mi corazón y todo el ingenio alzándose de las cenizas a la abundancia. Por eso y para que Dios me asista en esta obra levantaré a la memoria de Don Manuel en este mismo sitio una nueva iglesia. Sus imágenes llevarán esculpida toda la tristeza de estos días, pero también toda la alegría del triunfo cristiano sobre la bestialidad y el salvajismo. Así sea».
La noche anterior, cuando el esclavo doméstico consigue despertar al Conde y conducirlo fuera de la sala del sacrificio, señala a los negros dormidos sobre la mesa: «¿Los despierto?». El conde, estremecido de asco, aterrorizado, al borde de un abismo desconocido, sacude la mano en una negativa; y enseguida añade con voz que anticipa ya la sangre del día siguiente: «Ojalá no se despierten nunca».
El Conde se despierta de un mal sueño y pide que no se despierte a los negros. Ojalá no se despierten nunca. Pero como se despiertan, hay que matarlos.
Esta es, sí, la lógica del sacrificio antisacrificial que sigue presidiendo en nuestros días, en Iraq, en Palestina, en Afganistán, y un poco por todas partes (también en nuestras propias relaciones con los inmigrantes), la actividad febril y militante de la llamada «intervención humanitaria». Cada vez que un pueblo se despierta, hay que matarlo. La muerte es suya; el sacrificio es nuestro.
Apéndice
Fragmento de la Conclusión de «Los condenados de la tierra», de Frantz Fanon (1961):
» Dejemos a esa Europa que no deja de hablar del hombre al mismo tiempo que lo asesina dondequiera que lo encuentra, en todas las esquinas de sus propias calles, en todos los rincones del mundo.
Hace siglos que Europa ha detenido el progreso de los demás hombres y los ha sometido a sus designios y a su gloria; hace siglos que en nombre de una pretendida aventura espiritual ahoga a casi toda la humanidad.
Y sin embargo en su interior, en el plano de las realizaciones, puede decirse que ha triunfado en todo.
Europa ha asumido la dirección del mundo con ardor, con cinismo y con violencia. Y vean cómo se extiende y se multiplica la sombra de sus monumentos. Cada movimiento de Europa ha hecho estallar los límites del espacio y los del pensamiento. Europa ha rechazado toda humildad, toda modestia, pero también toda solicitud, toda ternura.
No se ha mostrado parsimoniosa sino con el hombre, mezquina, carnicera, homicida sino con el hombre.
Entonces, hermanos, ¿cómo no comprender que tenemos algo mejor que hacer que seguir a esa Europa?
Esa Europa que nunca ha dejado de hablar del hombre, que nunca ha dejado de proclamar que sólo le preocupaba el hombre, ahora sabemos con qué sufrimientos ha pagado la humanidad cada una de las victorias de su espíritu.
Compañeros, el juego europeo ha terminado definitivamente, hay que encontrar otra cosa. Podemos hacer cualquier cosa ahora, a condición de no imitar a Europa, a condición de no dejarnos obsesionar por el deseo de alcanzar a Europa.
Europa ha adquirido tal velocidad, loca y desordenada, que escapa ahora a todo conductor, a toda razón y va con un vértigo terrible hacia un abismo del que vale más alejarse lo más pronto posible.
Es verdad, sin embargo, que necesitamos un modelo, esquemas, ejemplos. Para muchos de nosotros el modelo europeo es el más exaltante. Pero en las páginas anteriiores hemos visto los chascos a que nos conducía esta imitación. Las realizaciones europeas, la técnica europea, el estilo europeo, deben dejar de tentarnos y desequilibrarnos.
Cuando busco al hombre en la técnica y el estilo europeo, veo una sucesión de negociaciones del hombre, una avalancha de asesinatos.
La condición humana, los proyectos del hombre, la colaboración entre los hombres en tareas que acrecienten la totalidad del hombre son problemas nuevos que exigen nuevos inventos.
Decidamos no imitar a Europa y orientemos nuestros músculos y nuestros cerebros en una dirección nueva. Tratemos de inventar al hombre total que Europa ha sido incapaz de hacer triunfar.
Hace dos siglos, una antigua colonia europea decidió imitar a Europa. Lo logró hasta tal punto que los Estados Unidos de América se han convertido en un monstruo donde las taras, las enfermedades y la inhumanidad de Europa han alcanzado terribles dimensiones.
Compañeros: ¿No tenemos otra cosa que hacer sino crear una tercera Europa? Occidente ha querido ser una aventura del Espíritu. Y en nombre del Espíritu, del espñiritu europeo, por supuesto, Europa ha justificado sus crímenes y legitimado la esclavitud en la que mantiene a las cuatro quintas partes de la humanidad.
(…)
Un diálogo permanente consigo mismo, un narcisismo cada vez más obsceno, no han dejado de preparar el terrreno a un cuasidelirio, donde el trabajo cerebral se convierte en sufrimiento, donde las realidades no son ya las del hombre vivo, que trabaja y se fabrica a sí mismo, sino palabras, diversos conjuntos de palabras, las tensiones surgidas de los significados contenidos en las palabras.
(…)
En general los trabajadores europeos no han respondido a esas llamadas (de los europeos comprometidos). Porque los trabajadores también se han han creído partícipes en la aventura prodigiosa del espíritu europeo.
Todos los elementos de una solución de los grandes problemas de la humanidad han existido, en distintos momentos, en el pensamiento de Europa. Pero los actos de los hombres europeos no han respondido a la misión que les correspondía y que consistía en pesar violentamente sobre esos elementos, en modificar su aspecto, su ser, en cambiarlos, en llevar finalmente el problema del hombre a un nivel incomparablemente superior.
Ahora asistimos a un estancamiento de Europa. Huyamos, compañeros, de ese pensamiento minmóvil en que la dialéctica se ha transformado poco a poco en lógica del equilibrio. Hay que reformular el problema del hombre. Hay que reformular el problema de la realidad cerebral, de la masa cerebral de toda la humanidad cuyas conexiones hay que multiplicar, cuyas redes hay que diversificar y cuyos mensajes hay que rehumanizar.
Hermanos, tenemos demasiado trabajo para divertirnos con los juegos de retaguardia. Europa ha hecho lo que tenía que hacer y, en suma, lo ha hecho bien; dejemos de acusarla, pero digámosle firmemente que no debe seguir haciendo tanto ruido. Ya no tenemos que temerla; dejemos, pues, de envidiarla.
El Tercer Mundo está ahora frente a Europa como una masa colosal cuyo proyecto deber ser tratar de resolver los problemas a los cuales esa Europa no ha sabido aportar soluciones.
(…)
Se trata para el tercer Mundo de reiniciar una historia del hombre que tome en cuenta al mismo tiempo las tesis, algunas veces prodigiosas, sostenidas por Europa, pero también los crímenes de Europa, el más odioso de los cuales habrá sido, en el seno del hombre, el descuartizamiento patológico de sus funciones y la desintegración de su unidad; dentro del marco de una colectividad la ruptura, la estratificación, las tensiones sangrientas alimentadas por las clases; en la inmensa escala de la humanidad, por último, los odios raciales, la esclavitud, la explotación y, sobre todo, el genocidio no sangriento que representa la exclusión de mil quinientos millones de hombres.
No rindamos, pues, compañeros, un tributo a Europa creando estados, instituciones y sociedades inspiradas en ella.
La humanidad espera algo más de nosotros que esa imitación caricaturesca y en general obscena.
Si queremos transformar a Africa en una nueva Europa, a América en una nueva Europa, confiemos entonces a los europeos los destinos de nuestros países. Sabrán hacerlo mejor que los mejor dotados de nosotros.
Pero si queremos que la humandiad avance con audacia, si queremos elevarla a un nivel distinto del que le ha impuesto Europa, entonces hay que inventar, hay que descubrir.
(…)
Por Europa, por nosotros mismos y por la humanidad, compañeros, hay que cambiar de piel, desarrollar un pensamiento nuevo, tratar de crear un hombre nuevo».
NOTAS:
1 Es curiosa la versatilidad semiótica de esta peluca que el conde sólo se quita en la última escena, fuera ya del teatro de la legitimación ideológica, en esa vibrante defensa de la «civilización» ante las cabezas cortadas de las «bestias» que han traicionado su generosidad.
2 La parábola colonial de Gutiérrez Alea justifica retrospectivamente la necesidad histórica de la revolución cubana y al mismo tiempo asocia los obstáculos que encontró y sigue encontrando en su camino con esa estructura antropológico-económica que el propio cineasta llama «subdesarrollo» en su obra maestra de 1968.
3 La película de Gutiérrez Alea parece poblada, en efecto, de este tipo de «citas» (citas de obras o de pensamientos comunes a la reflexión anticolonial). En el epílogo, durante la batida negrera, uno de los feroces hombres del conde se entretiene sádicamente con el negro Ambrosio, al que cede la escopeta sin que éste se atreva a disparar. Inmediatamente, claro, el cazador le enseña a hacerlo descargando una bala sobre el cuerpo del esclavo. ¿Cómo no pensar de nuevo en La Tempestad de Cesaire y concretamente en esa escena, casi idéntica, en que el Calibán rebelde, dueño de un arma, no se atreve a disparar sobre Próspero? «Ah, no te atreves… Ya ves que no eres más que un animal: no sabes matar».