Inútil escrutar tan alto cielo inútil cosmonauta el que no sabe el nombre de las cosas que le ignoran el color del dolor que no le mata inútil cosmonauta el que contempla estrellas para no ver las ratas Manuel Vázquez Montalbán Los pasos nos llevan a viajar, a transitar senderos de prohibición, descubrimiento de espejos […]
Manuel Vázquez Montalbán
Los pasos nos llevan a viajar, a transitar senderos de prohibición, descubrimiento de espejos y espejos para descubrir y descubrirse. Viajar, metáfora de un tiempo inacabado hacia un destino incierto. La historia de la humanidad puede ser el relato de infinitos viajes superpuestos, cruzados y en espiral, de aquellos que estuvieron dispuestos a partir hacia otros lugares. Lugares que nunca fueron iguales a si mismos cuando fueron pensados.
El viaje es siempre itinerante. Si no, sería destino cumplido. Las fronteras se suceden, las normas delimitan la existencia y de nuevo es el momento de partir. El hombre es puesto a prueba por lo impredecible de una largo camino tras el que nunca será el mismo, sea Ulises, Kerouac o Dorothy,… Por momentos, que se llamen Ernesto Guevara y Alberto Granado da igual.
Y que mejor para hablar de transformación que una road-movie. Una película- camino, llena de dudas y contradicciones por las que atraviesa una vida cualquiera. Una vida efímera, donde es tan fácil añorar lo que se deja como vibrar por lo que vendrá.
El film «Diarios de motocicleta» platica, sin subrayados ni grandilocuencia, de las elecciones emocionales y políticas que tenemos que hacer en la vida. Pero sobre todo nos habla de las pequeñas revoluciones cotidianas, «de quien voltea la mesa, de quien arriesga lo incierto para ir detrás de un sueño» que nos susurra Neruda.
Así advierte las líneas del inseparable diario de Guevara De la Serna; «no es este un relato de hazañas impresionantes. Es un trozo de dos vidas tomadas en un momento en que cursaron juntas un determinado trecho». Ernesto y Alberto no son héroes, sus pasos no trazan epopeya alguna, son mas bien como un Quijote y un Sancho que tropiezan muchas veces a lo largo del camino. Una pareja de gauchos que anhelan sacar al Martín Fierro que llevan en su interior.
Pero el relato de amigos con animo aventurero con que comienza la película va dejando paso a la exploración de la conciencia. Mial y Fuser, descubren, en su mayúscula América, campesinos cabizbajos, calor de plomo y marcas imborrables en morenas espaldas. Descubren que las paginas de la historia, fueron cambiando castellanas carabelas por marines norteamericanos, pero no el hambre ni el alcalde.
Los fotogramas en blanco y negro, los rostros que miran a los ojos, la charla nocturna con la pareja de mineros peruanos o la anciana con problemas tumorales, golpetean la conciencia. La voz en off de Guevara tambalea las emociones que (nos) embarga a los protagonistas durante la peripecia vital.
Pero «Diarios de motocicleta» me atrae porque rechaza los vendedores de mitos y el romanticismo clavado a la pared. Alguien dijo que una estrella no nace sin antes haber tenido un caos en su interior. El camino antes de estallar es lo que importa, por eso, del universo Guevara, lo que verdaderamente me enamora es el «Fuser» y no el «Che». El aire de ingenuidad que destila (ingenuo etimológicamente significa, nacido libre), los 500 centímetros cúbicos de ilusiones, la franqueza, el descubrimiento del mundo ancho y ajeno… esos primeros momentos donde es el verbo subvertir, el primero que aprende a conjugar en primera persona del singular. Y es ahí, en ese preciso verbo, en ese instante iluminado por el arrojo de despegarse ligeramente de si mismo, donde empieza a construir una figura por construir.
La juventud de Guevara reaparece como un mal sueño para los asmáticos de la sensatez. El hombre con alas en los pies, vuelve remando sobre la Mambo-Tango para recordarnos que cambiando el envase no cambiamos el producto de la vida. Y donde, voltear la mesa, sacar la lengua al destino y crear el hombre nuevo, es la única manera de cambiar el mundo. Guevara nos recuerda que Rimbaud y Marx deben ir de la mano. Cambiar la Vida, cambiar la Historia.
Para tan ancha empresa, quizás la solución nos la entone Jorge Drexler, en los títulos de crédito: «Clavo mi remo en el agua, llevo tu remo en el mío / creo que he visto una luz, al otro lado del rió / sobre todo creo que, no todo esta perdido / tanta lagrima y yo, soy un vaso vació «. Cada uno debe ser trashumante de si mismo, remar, arrojarse al agua, cruzar la orilla.
Hoy, Petiso, imagina presente al amigo y mira a un ahora que se disfraza de medio siglo atrás. Los nevados andinos siguen intactos, los ríos, el devastado norte de Chile, la devoradora selva peruana; pero también permanece intacta la misma miseria, la misma injusticia, el mismo abandono que les sorprendió a ellos.
Alberto Granado no se fía de la cámara que descaradamente le apunta al rostro y le enfoca el pasado. Sus ojos evocan intercambio de mates e ideas. Lucha contra el temblor de ternura. Ruido de avión, estruendo de motores. Acción y reflexión. Aspiración e inspiración. Vida y muerte. Y otra vez vida.