I
Cuando inauguramos Mientras Tanto digital, en 2003, el capitalismo mundial estaba en auge. En España en plena burbuja. La España que Aznar y los suyos pretendían presentar como un modelo de éxito de las políticas neoliberales. Pero por debajo de las “brillantes” cifras macroeconómicas pululaban muchos problemas que en los años posteriores se han ido haciendo evidentes. Algunos ya eran conocidos, como la enorme inestabilidad de los mercados financieros y la sucesión de crisis bursátiles de la década anterior. La última, en 2002, protagonizada por las “punto com”. Un aperitivo de lo que vendría después. 2003 es también el año de la guerra de Irak. Mi primera colaboración con el digital estuvo dedicada, precisamente, a relacionar la intervención militar con la economía del petróleo, una materia prima básica para sostener el modelo de producción y consumo dominante.
En esta época había pocos economistas teóricos se atrevían a pronosticar la posibilidad de una crisis. La ortodoxia dominante estaba convencida de que sus modelos eran capaces de propiciar una política económica que orillaba las crisis. Sólo algunos economistas postkeynesianos alertaron que la economía de la deuda acabaría generando un estallido. El que se produjo en 2008, y que provocó la quiebra del núcleo duro del sistema financiero internacional, salvada en última instancia por una inyección masiva de recursos por parte del sector público y los bancos centrales. Tuvimos un “momento postkeynesiano”, un pequeño mea culpa de algún gobernante que tuvieron un efecto parecido al del “lo siento” del ex monarca español: un salir del paso cuando todo el mundo vio que el soberano estaba desnudo. Superado este momento, se volvió a lo de siempre. En el sur de Europa se aplicaron duras políticas de austeridad que eran una versión local de los programas aplicados en otras partes al calor del consenso de Washington. Y que hicieron que la posterior reconversión tuviera lugar en un contexto de mayores desigualdades y de un sector público debilitado. Esto se ha hecho especialmente palpable en la nueva crisis que golpea la economía mundial asociada a la pandemia del coronavirus.
La nueva crisis tiene un origen diferente al de 2008. Aquella fue, en cierto sentido, más clásica. Las crisis financieras son recurrentes en la historia del capitalismo, expresan los múltiples desajustes que se generan en una economía descentralizada dominadas por decisiones privadas, a menudo especulativas, en un contexto general de incertidumbre. La hipertrofia de los sistemas financieros, su complejidad y la ausencia de eficientes mecanismos de control explican la sucesión de crisis bursátiles que precedieron a la de 2008, de la que estas fue la expresión más brutal. La crisis actual en cambio ha estado claramente provocada por la decisión de los Gobiernos de bloquear parte de la actividad económica para evitar el caos social. En cierto sentido, es una crisis anticapitalista. Aunque, al mismo tiempo, es la expresión de la propia naturaleza del capitalismo actual: de la presión que ejerce sobre el medio natural (y al mismo tiempo de la incapacidad que tiene el pensamiento económico dominante y la lógica capitalista de asumir la base natural sobre la que descansa toda actividad humana), del papel que juegan la densidad de flujos desatados por la globalización en transmitir problemas, de la incapacidad de las estructuras locales para manejar problemas complejos, de las desigualdades de poder que impiden adoptar soluciones universales… Y sus efectos —así como las respuestas que van a darse en los próximos años—seguirán dominadas por las necesidades de la acumulación y las concepciones ideológicas de las élites capitalistas.
II
Si algo resulta perceptible en este proceso es la evidencia de dos cuestiones clave: el aumento de las desigualdades sociales, y el desafío de la crisis ambiental. Las desigualdades siempre han dominado la historia del capitalismo. Y tienen lugar entre diversos espacios y grupos sociales: desigualdades entre países, de clase, de género… En la fase del capitalismo keynesiano hubo una reducción de desigualdades en los países centrales, pero no a escala planetaria ni tampoco entre hombres y mujeres. Las políticas neoliberales han revertido la situación. Las crecientes desigualdades en los países ricos son producto de diferentes dinámicas combinadas. Entre las principales, destacan los cambios en las legislaciones laborales que han debilitado derechos individuales y colectivos, las nuevos modelos de organización del trabajo y la producción —que han favorecido la fragmentación de las relaciones laborales—, las externalizaciones y los empleos de corta duración, el debilitamiento de los sindicatos por la acción combinada de cambios legislativos y políticas empresariales, las reformas fiscales reaccionarias, las privatizaciones, la desregulación financiera, las políticas migratorias que generan bolsas de personas sin derechos básicos, y las deslocalizaciones empresariales. Esta última cuestión es posiblemente la más controvertida, pues existe evidencia de que, a escala global, planetaria, el desarrollo experimentado por países como China (gran beneficiado de la globalización) ha contribuido a reducir la desigualdad a escala planetaria (aunque la misma aumenta en el interior del país), lo que posiblemente indica que parte del bienestar en los países centrales es producto de un perverso juego de suma cero en el que hasta ahora algunos siempre ganaban. La crisis del 2008 y las políticas que se aplicaron para resolverla no ha hecho más que reforzar esta tendencia a la desigualdad, que empieza a traducirse en fenómenos sociales peligrosos. Entre ellos, el renacimiento de la extrema derecha autoritaria, reaccionaria en muchos países.
La crisis ecológica ha sido por fin reconocida como un desafío humano, al menos en su versión más reducida de calentamiento global y cambio climático. Es obvio que esta es una de las facetas más amenazantes de la crisis ecológica global. Y sus efectos potencialmente devastadores empiezan a traducirse en tormentas catastróficas o incendios forestales incontrolados que han impactado en núcleos centrales del capitalismo global, como California o Australia. También resulta obvio que existe una sólida evidencia científica que impide que sea considerado un delirio catastrofista de los radicales de todo pelaje. Lo erróneo está en pensar que la solución es un mero cambio de recurso energético que no tenga en cuenta las múltiples dimensiones de la crisis en términos no sólo de energía, sino también de materiales, de biodiversidad, de uso del suelo.
Ambos problemas, el de las desigualdades y el de la crisis ecológica, han entrado en todas las agendas retóricas de las grandes instituciones internacionales y de gran parte de los partidos políticos. Incluso, el mundo de las grandes empresas presume de un giro estratégico hacia la sostenibilidad desarrollando una aparatosa política de pintar de verde sus políticas. El caso más espectacular es el de la industria petrolera, que anuncia un giro estratégico de inversiones en energías renovables y salida paulatina del negocio petrolero. Algo que parece más derivado de los problemas de rentabilidad de los nuevos yacimientos que de un convencimiento sobre la necesidad de un cambio radical de modelo. Mientras, la evidencia es tozuda y los problemas de desigualdad —en sus diversas dimensiones— y el deterioro ambiental prosiguen su marcha sin que se divisen en el horizonte propuestas reformistas fuertes que, cuando menos, inviertan esta dinámica suicida.
III
En este período de veinte años se han visto también cambios en la estructura económica mundial, si bien el capitalismo hegemónico sigue siendo el norteamericano. Ello, probablemente, gracias a su tamaño, su papel central en el desarrollo tecnológico y financiero, su poderío militar, y su extensa red de aliados internacionales (no sólo de Estados). La Unión Europea, por el contrario, sigue sumida en una debilidad intrínseca que reposa en lo inadecuado de su estructura institucional y en haberse configurado más como un espacio de confrontación entre estados que un proyecto común de desarrollo compartido. Pero frente a estos dos modelos ha emergido China, una sociedad que practica otro modelo de capitalismo y que ha sabido aprovechar las oportunidades de haberse convertido en la manufactura de la globalización para alcanzar cotas de desarrollo tecnológico impensables hace veinte años.
La cuestión crucial para el futuro es que esta emergencia es vista en términos de competencia “intercapitalista”, de rivalidad, lo que corre el peligro —ya palpable— de un reconocimiento de lo que en términos clásicos llamábamos competencia imperialista, con las graves secuelas del reforzamiento del militarismo, el patrioterismo y las tensiones de todo tipo. Las múltiples variantes de este conflicto (en el que Rusia recobra su parte de protagonismo) pueden no sólo desviarnos aún más de la búsqueda de soluciones efectivas a los problemas sustanciales, sino a la vez añadir otros nuevos en forma de peligros bélicos, guerras informáticas que colapsen parte de la vida social, desabastecimientos y abandono de poblaciones en peligro… El drama de los refugiados, por ejemplo, se inscribe también en esta clave de rivalidad internacional que nunca ha dejado de existir y ahora corre peligro de renacer.
IV
Los defensores del capitalismo aducen en su favor que nunca antes se había alcanzado un nivel de prosperidad como el actual. Y que los intentos de alcanzarlo por otras vías, particularmente la soviética, han fracasado. Fijándonos en unos datos seleccionados hay que darles la razón en ambas cuestiones. Cuestionarlo exige ampliar la mirada. No sólo para tener argumentos de debate, sobre todo para saber hacia dónde deberíamos transitar.
Si evaluamos la economía mundial desde la óptica de las desigualdades y de la ecología, el balance es más que pesimista. En una sociedad que presume de un impresionante desarrollo tecnológico, que ha generado una cultura que habla de derechos universales y respeto, millones de personas viven en un permanente estado de inseguridad material y falta de derechos. Y esta inseguridad se está ampliando, en algunos aspectos, a nuevos sectores. Desde el punto de vista ambiental el balance aún es peor. La prosperidad se ha conseguido a base de un uso tan intensivo de los recursos que está generando una gran variedad de problemas que ponen en peligro el propio marco natural en el que se ha desarrollado la especie humana. Alguno de los recursos cruciales que ha favorecido este pretendido éxito civilizatorio eran recursos dados en cantidades finitas, no reproducibles, lo que obliga a sugerir que la parte de la población que ha vivido holgadamente ha tenido el mismo comportamiento que los ricos herederos que han vivido a todo tren dilapidando una fortuna. Y este es el dilema que cada vez resulta más acuciante: si los recursos escasean y no hay sustitutos eficientes, todo el complejo edificio social puede tambalear, con el peligro de un derrumbe que caiga sobre nuestras cabezas. La literatura de ciencia ficción proporciona pistas sobre las distopías a las que puede conducir el fracaso de la utopía capitalista.
Hay una toma de conciencia creciente sobre las amenazas. El trabajo de años de movimientos sociales, de una parte del mundo científico, de buenos divulgadores, ha ayudado a ello. Pero las respuestas se demoran y tienen muchas probabilidades de tomar vías incorrectas. En buena parte, éstas obedecen a lo que podríamos llamar respuestas evolutivas: favorecer pequeños cambios para adaptarse a lo nuevo. Una respuesta que resulta útil para la supervivencia de muchas especies pero que no sirve cuando el cambio que hay que afrontar es radical. Los dinosaurios no pudieron adaptarse salvo en una muy pequeña proporción. Y la respuesta evolutiva no es otra que confiar en que la tecnología y la ciencia encontrarán el camino para seguir haciendo más o menos lo mismo. Una propuesta que ya está sobre la mesa en forma de energías renovables, coches eléctricos, hidrógeno, biotecnología, digitalización (que teóricamente optimiza los procesos productivos), etc. Pero que está construida sin calcular balances energéticos y de materiales complejos, sin considerar los impactos sociales y distributivos. Posiblemente, esta es la única respuesta que es aceptable para las grandes corporaciones, para las élites socializadas en la cultura económica del crecimiento y para una parte de la élite tecno-científica. Y también la que genera más consenso social, porque promete más bienestar sin grandes sacrificios. Solo hay que ver el entusiasmo con que se ha acogido la sugerencia de Volkswagen de reconvertir Seat en una fábrica de coches eléctricos y de crear un consorcio con el estado para producir baterías. O sea, prometer empleo y automoción sostenible. Alguna de las propuestas de cambio puede ser útil. Pero muchas otras van a ir orientadas a sostener al entramado de grandes empresas y de intereses rentistas que constituyen el centro de la actual estructura de poder. Este es la orientación del Next Generation. En el mejor de los casos, mantendrá empleos por un tiempo. En el peor, puede acabar convirtiéndose en una nueva versión del “salvar al soldado banca”, mientras prosigue a marchas forzadas el deterioro ambiental y social.
V
La izquierda, en sus muy diferentes versiones, sigue desaparecida. Ello no quiere decir que no haya propuestas sobre la mesa, pues las hay y en muy variados campos: la lucha contra las desigualdades, la defensa de servicios públicos universales, la necesidad de una reconversión ecológica de la sociedad, la reivindicación de la cooperación por encima de la competencia…Son todos ellos temas que están ciertamente presentes en las propuestas y las prácticas de movimientos sociales y fuerzas de izquierda. Lo que no hay es un marco de referencia en el que situar un mínimo esbozo de como reestructurar la sociedad. Hay una buena capacidad de detectar dónde está el origen de muchos problemas, así como de denunciar sus efectos. Pero no de proponer una mínima guía de transición hacia un mundo deseable. Y es esta debilidad la que esteriliza muchas de las propuestas y la que permite seguir presentando como sensato el “modelo europeo”, cuando éste lleva años haciendo aguas y es todo menos una propuesta a la altura de una crisis civilizatoria. Casi nunca hay respuestas ante los que nos recuerda, de buena o mala fe, que los intentos de superar el capitalismo fueron un fracaso. Unas respuestas que exigirían tanto un buen análisis de las razones del fracaso como una reformulación de las alternativas que lo tuviera en cuenta. De los fracasos se aprende o se convierten en una experiencia paralizadora. Limitarse a denunciar los males del sistema y hablar de la necesidad de cambiarlo es sencillo. Pero puede resultar inútil si no hay una mínima idea de hacia donde se quiere ir y de que pasos dar.
Hay varias cuestiones a superar. Una de ellas es la propia compatibilidad de muchas de las ideas que mueven los movimientos sociales y que resultan contradictorias. El ejemplo citado del coche eléctrico es ilustrativo: para los sindicatos es una buena noticia porque puede mantener el empleo, para los ecologistas y los movimientos urbanos puede resultar nefasto porque conllevará costosas inversiones públicas de dudosa eficiencia y, seguramente, presiones para mantener el destructivo modelo espacial que ha generado el uso masivo del automóvil. Son contradicciones inevitables que sólo es posible resolver si se tiene una perspectiva que sitúa adecuadamente todas las piezas de un modelo social. Otra cuestión tiene que ver con la relación entre estructura científica y proceso de cambio. El conocimiento científico ha alcanzado un desarrollo notable, no siempre ha contribuido al bienestar de la gente y demasiadas veces ha sido penetrado por los intereses capitalistas. Pero su aportación ha sido básica para situar cuestiones esenciales y no parece factible que podamos hacer ningún tipo de transición sin implicar al mundo de la ciencia en ello. Pensar una política de transformación conlleva también tener una política respecto a la ciencia y la tecnología no siempre presente en el pensamiento y la acción de la izquierda que presume de transformadora. Y por último hay que resolver el siempre complejo problema de los espacios de acción, organización y reflexión. La vieja izquierda intentó resolver la cuestión del intelectual orgánico con la forma partido central. No está claro que funcionara satisfactoriamente, pero no parece que hoy sea posible restablecer sin más el modelo. Estamos en una sociedad distinta de la que engendró los viejos partidos, con personas socializadas de forma diferente, con estructuras sociales distintas, y hace falta también en este campo proponer medidas que ayuden a construir este intelectual colectivo capaz de aglutinar experiencias diversas. No se trata de construir una vanguardia intelectual, sino de generar los mecanismos de formación y reflexión que ayuden a potenciar movimientos transformadores.
Estamos en tiempos peligrosos. Con un capitalismo esclerótico que bloquea respuestas sociales justas e inteligentes. El navío de contenedores que ha bloqueado el canal de Suez es una clara metáfora de este sistema social. Un sistema que activa flujos y al mismo tiempo los bloquea. Un sistema de una enorme inflexibilidad a la hora de responder a las necesidades sociales básicas. Por eso es tan urgente elaborar nuevos mapas que, al menos, den pistas y posibilidades de hacia dónde transitar. Y esto requiere trabajo, cooperación y fraternidad.