El pasado mes de septiembre, Richard Horton publicaba en la conocida revista The Lancet un artículo cuyo título puede resultar provocativo o sospechoso: No es una pandemia. Obviamente, no se trata de que uno de los medios científicos más prestigiosos del mundo hubiese colado entre sus páginas la opinión de un negacionista. Horton no negaba la existencia de la covid-19 ni alimentaba delirios conspirativos. Basándose en un concepto forjado en 1990 por el epidemiólogo Merrill Singer, Horton sostenía que no nos enfrentamos hoy a una pandemia sino a algo más complejo y, por lo tanto, más peligroso: una “sindemia”; es decir, un cuadro epidémico en el que la enfermedad infecciosa se entrelaza con otras enfermedades, crónicas o recurrentes, asociadas a su vez a la distribución desigual de la riqueza, la jerarquía social, el mayor o menor acceso a vivienda o salud, etc., factores todos ellos atravesados por una inevitable marca de raza, de clase y de género. La sindemia es una pandemia en la que los factores biológicos, económicos y sociales se entreveran de tal modo que hacen imposible una solución parcial o especializada y menos mágica y definitiva.
El problema no es, pues, el coronavirus. El problema es un capitalismo “sindémico” en el que ya no es fácil distinguir entre naturaleza y cultura ni, por lo tanto, entre muerte natural y muerte artificial. El capitalismo es la “sindemia” Pensemos, de entrada, en la multiplicación muy reciente de nuevos virus (gripe aviar, SARS), inseparables de la industria agroalimentaria y de la presión extractiva sobre el mundo animal. En un libro inquietante y riguroso, Grandes granjas, grandes gripes, Rob Wallace describe un modelo de producción cárnica en el que todo el proceso –desde la alimentación de aves y ganado hasta la aglomeración en las granjas– no solo facilita sino que hace inevitable la generación de nuevas cepas virales y su transmisión a los seres humanos. No hace falta recurrir a teorías de la conspiración, dice Wallace; los nuevos virus han sido creados, por supuesto, en un laboratorio, pero solo en el sentido de que el capitalismo ha convertido la naturaleza misma en un laboratorio vivo, en permanente ebullición patológica, incontrolable incluso para sus gestores y beneficiarios. El término “iatrogenia” se utiliza en general para referirse a los muertos producidos, sin dolo ni finalidad espuria, por la institución médica: el caso, por ejemplo, de las infecciones hospitalarias, responsables todos los años de más muertes que las gripes comunes. Pues bien, si un hospital, concebido como una unidad de seguridad sanitaria y sometido, por tanto, a toda clase de garantías asépticas, produce, pese a todo, infecciones mortales, ¿qué no ocurrirá en granjas proyectadas expresamente para acelerar el crecimiento de los animales mediante cócteles antibióticos y en condiciones de concentración literalmente infernales? La voluntad podría, sí, desmontar la máquina, pero la máquina se mueve ya al margen de nuestra voluntad. Wallace dice: “Al hacer capitalista a la naturaleza se hace que el capitalismo sea algo natural”, y ello de tal manera que “las disparidades en nuestra salud surgen de nuestros genes o de nuestras entrañas, no de los sistema de apartheid”.
El capitalismo ha inscrito en la naturaleza sus propias leyes mortales pero el apartheid, más allá del trabajo de Wallace, sigue incidiendo de modo determinante en la distribución y en las consecuencias de las infecciones víricas. Es aquí donde nos interpela el concepto muy técnico de “sindemia” propuesto por Singer y Horton. Los nuevos virus, nacidos en los “laboratorios naturales” de las grandes granjas agropecuarias, sin intervención de ningún maligno conspirador, pasan a sociedades humanas muy estratificadas en las que las mujeres, las minorías racializadas y las poblaciones urbanas marginadas, más expuestas a contactos de riesgo y víctimas ya de enfermedades no infecciosas o crónicas, acaban sucumbiendo a la epidemia y justificando, además, aislamientos selectivos y discriminaciones adicionales que, en una nueva vuelta de tuerca, agravan sus condiciones sociales y multiplican los riesgos de contagio global. Los virus pasan de animales maltratados a humanos maltratados en una sinergia potencialmente apocalíptica.
Ahora bien, si el capitalismo es una sindemia que convierte las granjas en laboratorios bioquímicos y las ciudades en focos de desigualdad epidémica, ¿cuál será la solución a la pandemia de covid? Anticipemos que una de las paradojas inseparables de esta dimensión “sindémica” es el hecho de que el mismo capitalismo que ha roto las fronteras naturales –y las sigue rompiendo sin parar– se sostiene sobre la ilusión de una “seguridad total”.
Demos un rodeo. Desde que la OMS declaró el carácter pandémico –es decir, global– del coronavirus en marzo de 2020, el combate local contra su difusión ha adoptado formas diversas según regímenes y tradiciones. China apostó por el control social y tecnológico; Inglaterra, Brasil, EE.UU. por la inhibición neoliberal; la UE por una fórmula mixta en la que las medidas sanitarias se combinaban a veces con alguna medidas sociales que frenaban parcialmente nuestro modelo de trabajo y consumo, basado en la movilidad. El debate se ha centrado, en todo caso, en un presunto conflicto entre políticos y científicos. ¿Hay que hacer política o dejar decidir a los médicos y epidemiólogos? La pandemia, ¿pone fin a la intervención política, ya muy desprestigiada en un mundo presidido por la des-democratización global? ¿No es mejor dejar gobernar directamente a los científicos?
El problema de este debate es que es falso, y lo es porque parte de un doble presupuesto erróneo: el de que en un sistema sindémico, como decíamos, puede haber una solución especializada y el de que, aún más, los políticos y los científicos siguen siendo poderes realmente determinantes. Tanto los políticos como los científicos están, si no secuestrados, al menos sí dirigidos o limitados por las mismas fuerzas económicas. Durante las cuatro últimas décadas, sobre todo tras la derrota de la URSS en la Guerra Fría, movimientos altermundialistas de renovación democrática recuperaron el concepto anticolonial de “soberanía” para reclamar la emancipación de la esfera pública –el Estado y sus instituciones– respecto de la economía y sus empresas; no es laico, desde luego, un Estado que confunde las esferas política y religiosa, pero tampoco lo es, o no lo es verdaderamente, el que confunde las esferas política y económica. En casi todos los países del mundo, como consecuencia de esta “falta de laicismo”, trágica en tiempos de crisis económica y gestión neoliberal, se llegó a la pandemia con una confianza muy deteriorada en los políticos y las instituciones públicas, y ello con los efectos de todos conocidos. Eso explica que, ante la eclosión inesperada de la catástrofe sanitaria, muchos ciudadanos dirigieran sus esperanzas hacia la ciencia. Ahora bien, lo que nos ha revelado la covid-19 es que la ciencia está no menos amenazada que la política por el capitalismo sindémico y sus espontaneidades destructivas.
Históricamente las pandemias (desde la peste de Atenas a la gripe española de 1919) han generado reacciones de pánico individual y colectivo, caldo de cultivo muy propicio para las teorías conspiratorias. Por muy descorazonador que resulte, es antropológicamente normal defenderse de la ceguera del azar y de la arbitrariedad biológica buscando un culpable concreto: los judíos, los extranjeros, los pecadores, los curas, los chinos, Bill Gates. Nada nos da tanto miedo como la contingencia, que nos vuelve al mismo tiempo vulnerables e intercambiables, y por eso, frente a ella, nos inclinamos a concebir los destinos del mundo en términos de “voluntad”, aunque sea adversa y negativa, y no de aleatoriedad. Preferimos, en definitiva, un Dios malvado –un demonio providente– a un virus geométrico que no podemos controlar pero tampoco insultar o denunciar; nos aterra esa abstracción ciega que no reconoce nuestra existencia ni siquiera para matarnos. Preferimos siempre, sí, un relato en el que el Mal omnipotente tenga una identidad corporal, nombrable y visible, porque el odio es un ansiolítico muy poderoso; y en el que las víctimas tengan protagonismo, al menos como objetos de una persecución premeditada y sujetos de un saber superior, pues nada tranquiliza tanto, en una situación incontrolable, como justificar nuestra impotencia y afirmar nuestra autoestima. Pues bien, todos estos factores antropológicos se han conjugado del modo más favorable –es decir, más peligroso– en el contexto de una pandemia sindémica que venía socialmente precedida por la disolución de los vínculos comunitarios y la pérdida de credibilidad de los políticos y las instituciones.
Lo que quiero decir es que, en el debate entre políticos y científicos, los delirios complotistas tienen el valor de señalar de un modo falso la falsedad de ese conflicto. Negando la existencia de un virus que no pueden ver, atribuyendo su aparición a una “mala voluntad” entre bastidores o denunciando en las vacunas una estrategia de ingeniería social y de control mundial, las teorías de la conspiración han iluminado la inconsistencia del conflicto políticos/científicos en la medida en que, errando peligrosamente el camino, han situado en otro marco, sin embargo, el origen y la solución de la pandemia. La han iluminado falsamente porque han elegido un marco tranquilizadoramente personal y, por lo tanto, narrativo y no sistémico. Pero la han iluminado a su manera. El covid, como he dicho, fue efectivamente creado en un laboratorio porque el capitalismo ha convertido la naturaleza entera en un laboratorio; las vacunas, por su parte, traducen efectivamente ambiciones de poder porque el poder económico penetra ya todas las esferas del conocimiento y, aún más, del conocimiento aplicado. Hay muchos motivos para desconfiar del origen “natural” del coronavirus y muchos motivos también para desconfiar de esas vacunas desarrolladas a velocidad sideral para contenerlo; pero ninguno de ellos tiene nada que ver con la maldad del gobierno chino o el afán de dominio mundial de Bill Gates. Ojalá fuera todo tan sencillo y tranquilizador.
Queremos creer en los políticos y resulta que la política está secuestrada por los índices bursátiles, la prima de riesgo y los límites draconianos de déficit público. Queremos creer en los científicos y resulta que la ciencia está secuestrada por las farmacéuticas. El mercado, en efecto, es la sindemia. Fijémonos en lo que significa “ciencia”: la idea hermosísima de una comunidad efectiva de intercambio transparente y generalizado en la que el progreso, necesariamente lento, sólo puede ser garantizado por la colaboración entre sus miembros y el apoyo de la ciudadanía exterior a través del Estado. Esa comunidad existe y sigue produciendo resultados epistemológicamente fundados; si no fuera así, si las farmacéuticas sólo vendieran aire y humo, habrían patentado y comercializado el cuerno de rinoceronte, el bálsamo de Fierabrás y los abracadabra de las magias blanca y negra. Esa comunidad existe y trabaja sin parar, pero ha sido intervenida, fragmentada y redirigida por un mercado paradójico que necesita verdadera ciencia y científicos convencidos, pero que sólo puede funcionar, al contrario que la ciencia y sus científicos, con opacidad, insolidaridad y precipitación; es decir, que sólo puede funcionar violando las reglas íntimas de la comunidad científica. El mercado, digamos, necesita vender verdadera ciencia y necesita disolver, al mismo tiempo, las únicas condiciones en las que la humanidad puede producir verdadera ciencia; necesita una comunidad científica universal y efectiva y necesita –y no sólo en el ámbito de la ciencia– destruir todos los vínculos comunitarios universales y efectivos. Cuando no somos capaces de advertir y afrontar esta contradicción, acabamos cediendo sin remedio a una de estas dos tentaciones: la de confiar en el mercado, confundiéndolo con la ciencia, o la de desconfiar de la ciencia, confundiéndola con el mercado. Una y otra tentación alimentan la sindemia; la primera, la de los consumidores pasivos, porque acepta sin protesta la pérdida de transparencia, universalidad y eficacia médica; la segunda, la de los conspiranoicos totalitarios, porque no deja ninguna grieta por la que pueda colarse la verdadera política y la verdadera ciencia. La verdadera política, por cierto, nada tiene que ver con la gobernanza neoliberal y la verdadera ciencia no se agota ni en las enfermedades ni en los remedios que reconoce y rentabiliza la farmacéutica privada o el “sistema médico” en general.
La cuestión es la siguiente: la producción y distribución de vacunas –cuya existencia hay que celebrar con alborozo– reproduce el modelo sindémico de la producción y distribución del virus. Es decir: hay presión sobre la comunidad científica desde las farmacéuticas como hay presión sobre los animales y sobre la naturaleza desde las empresas agroalimentarias; y hay desigualdad social –y por lo tanto geográfica– en la distribución de las vacunas como la hay en la distribución e incidencia de la enfermedad. Eso es, en realidad, lo que quiere decir “sindemia”.
Como sabemos, la velocidad con la que se han desarrollado las primeras vacunas contra la covid-19 (Moderna, Pfizer, Oxford) no tiene precedentes en la historia de la medicina. Siguiendo a la profesora Charlotte Summers, podemos aceptar que eso se debe en parte a los conocimientos acumulados en los últimos años, que garantizan a los hallazgos un mínimo de seguridad epistemológica; es decir, el mínimo de fiabilidad que los hace vendibles en el mercado. Pero esa velocidad despierta también justificadas reservas dentro de la propia comunidad científica, algunos de cuyos miembros consideran, con no menos fundamento epistemológico, que la presión sindémica ha impedido agotar los plazos cautelares aplicados a investigaciones anteriores, de manera que –como explica Els Torreele, fundadora de la iniciativa Medicamentos para Enfermedades Olvidadas– no tenemos ninguna certeza acerca de la duración de la cobertura inmunológica de estas vacunas ni está claro que los vacunados no puedan transmitir el virus. Esta incertidumbre, añade la científica belga, está asociada a la competencia entre empresas farmacéuticas rivales que han mantenido en secreto sus investigaciones, contraviniendo las reglas de la práctica científica misma; así que al final las agencias sanitarias de los Estados han autorizado muchas veces estos productos “sin más datos que una nota de prensa de la empresa”. La velocidad, pues, es inseparable de la opacidad y de la falta de colaboración y genera un resultado inseguro que –añade Torreele– puede acabar siendo contraproducente, no sólo por los eventuales efectos colaterales para la salud sino porque puede minar además la confianza en la vacunación en general, alimentando las peligrosas teorías de la conspiración. La urgencia ha estado, sin duda, justificada, pero no conviene ignorar los riesgos potenciales –incluso para la credibilidad de la ciencia– de esta precipitación inducida extramuros de la comunidad científica.
¿Y por qué esta velocidad? Las presiones, externas e internas, son obvias. Las internas tienen que ver con el hecho de que, aunque buena parte de la financiación es pública, las patentes de explotación comercial son privadas. El capitalismo sindémico, que ha seleccionado siempre y sigue seleccionando qué enfermedades son curables y cuáles no en virtud de criterios puramente económicos, ha encontrado la más fabulosa oportunidad de negocio en un mercado literalmente global que convierte a 7.600 millones de seres humanos en potenciales clientes de sus productos. La misma lógica extractiva que se aplica a otros sectores –del petrolero al agroalimentario– se ha aplicado aquí para extraer fondos de los Estados y conocimientos de la comunidad científica. En cuanto a las presiones externas, cabe señalar dos orgánicamente asociadas: la de los gobiernos nacionales a los que ha tocado gestionar la pandemia y que –incluso por razones electorales– tienen que responder ante sus ciudadanos; y la de la población mundial, sobre todo la clase media occidental, a la que se prometió “seguridad total” y que, por eso mismo, temblorosa y levantisca, exige una solución inmediata y definitiva. Ni el capitalismo sindémico ni sus víctimas humanas –al menos en Occidente– pueden aceptar la idea de la muerte y la fragilidad. La paradoja es que, para satisfacer la demanda de inmortalidad individual, una vacuna insuficientemente testada puede aumentar, al contrario, la vulnerabilidad e inseguridad generales.
La producción de vacunas remeda, pues, la del propio virus. Ahora bien, eso mismo ocurre en el ámbito de la distribución farmacéutica, donde la velocidad de la rivalidad empresarial impide la falta de colaboración; es decir, la universalización de los beneficios. Como recordaba Juan Elman en un reciente artículo “la gran mayoría de los países no tienen garantizadas las dosis necesarias para vacunar a su población”. Mientras que Canadá, Reino Unido, Estados Unidos, la UE, Australia y Japón tienen ya aseguradas entre 4 y 8 dosis por persona, son muy pocos los países de renta media que llegan a una sola dosis (cuando se necesitan dos para la inmunización) y ninguno de los más pobres ha firmado acuerdo alguno para acceder a la vacuna. La propuesta inicial de India y Sudáfrica para liberar las patentes y suspender cualquier derecho intelectual sobre medicamentos o vacunas –al menos hasta que el 70% de la población mundial estuviera inmunizado– fue rechazada en la OMS por los países europeos, Estados Unidos, Canadá y Brasil. Por otro lado, el fondo Covax, supervisado por la propia Organización Mundial de la Salud y destinado a vacunar a poblaciones de bajos recursos, no ha sido apoyado por Estados Unidos y no recibe más que migajas de los países que acordaron su creación. Las vacunas, como vemos, reproducen, en lugar de interrumpir, el movimiento en bucle, articulado y sin salida, de la sindemia capitalista.
En definitiva, si el capitalismo es una sindemia, va a seguir produciendo sin parar virus y pandemias; y va a seguir produciendo, también sin parar, vacunas y medicamentos selectivos y mal distribuidos. Ese es el futuro y no es halagüeño para la humanidad. Pero si el capitalismo es una sindemia, entonces la política y la ciencia, hoy cautivas, deberían estar luchando para liberar a la humanidad y a sí mismas del capitalismo. Eso sí sería bueno para todos.
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Este artículo fue originalmente publicado el pasado 24 de diciembre en el periódico digital en lengua árabe aljumhuriya.net, fundado en el año 2012 por intelectuales y académicos sirios. Agradezco a su jefe de redacción, Yassin Swehat, su precisa y brillante traducción al árabe.