I
Si uno es optimista por naturaleza (o por necesidad tras tantos años de negrura), el plan Biden (de momento una declaración de intenciones que habrá que ver qué recorrido tiene) y la música que lo acompaña son una buena noticia. Y si uno está dispuesto a venirse arriba en su optimismo, puede considerar que el plan español constituye la primera entrega de un Green New Deal. Volvemos a Keynes y nos alejamos del neoliberalismo.
Es cierto que en ambos casos la retórica y alguna de las propuestas representan una clara inflexión cultural: en lugar de una confianza ciega en el mercado, las políticas y las inversiones públicas juegan un papel central, se reconoce la relevancia de las cuestiones ambientales, se incluyen los cuidados como un elemento esencial de ambos planes, se admite la existencia de desigualdades intolerables y se apunta a revertirlas, se habla de reformas fiscales (con propuestas más claras en el caso del de Biden) y de políticas industriales, etc. Si nos limitamos a este aspecto declarativo, hay en efecto un cierto cambio. Refleja, entre otras cosas, que muchas acciones de movimientos sociales diversos (sindicales, ecologistas, feministas…) han conseguido cuando menos influir en los discursos y las propuestas políticas, así como los continuos fracasos de las políticas neoliberales y una cierta autocrítica de alguno de sus principales defensores. Lo que ya no está tan claro es si se trata de un discurso lleno de buenas intenciones o hay algo más.
II
El plan Biden (se puede consultar aquí) es, fundamentalmente, una propuesta de corte keynesiano clásico: un potente plan de inversiones orientado sobre todo a reforzar una amplia gama de infraestructuras muy deterioradas por años de subinversión: carreteras, puentes, puertos, edificios públicos, redes de banda ancha, vivienda… Hace mucho tiempo que el país sufre graves situaciones que justifican de sobra estas inversiones. Las desastrosas inundaciones de Nueva Orleans, los problemas con las redes eléctricas y los apagones en diversos estados son ejemplos de unas infraestructuras colapsadas y mal conservadas. El retrato que hace el documento resulta devastador cuando, por ejemplo, se refiere a la necesidad de invertir en todo el ciclo del agua para garantizar su calidad. Es posible que, además, este programa de inversiones esté diseñado para mejorar las condiciones de vida en el vasto mundo rural, el principal granero de votos de la derecha. Hay también alusiones, cómo no, a las mejoras medioambientales y a políticas industriales que quedan sin definir.
Más allá de estas cuestiones que pueden considerarse “clásicas” del Estado promotor, hay tres novedades esenciales que merece la pena comentar. En primer lugar, la consideración de que hay que generar un sistema de cuidados con buenas condiciones laborales. Para ello se anuncia la creación de un sistema de financiación a través de Medicaid, el mecanismo que financia el acceso de los jubilados a la sanidad. La necesidad de un buen sistema de cuidados es una consecuencia clara del crecimiento de la población de edad avanzada, reforzado en el caso estadounidense por que se trata de una sociedad donde las familias suelen desempeñar un papel marginal como redes de apoyo. El creciente reconocimiento del papel de los cuidados resulta relevante en diversos aspectos. Durante mucho tiempo el pensamiento económico dominante ha ignorado tanto la necesidad de cuidados como el papel que juega la actividad no mercantil, el trabajo doméstico. También durante muchos años la economía oficial ha centrado la cuestión del envejecimiento en el tema de las pensiones, de su sostenibilidad, de su coste financiero. No ha advertido que una sociedad con gente envejecida, en la que proliferan patologías y en la que casi siempre se produce un proceso de deterioro progresivo, genera a su vez necesidades crecientes de cuidados. Ahora se está produciendo un cambio de sensibilidad. En el caso del plan Biden se reconocen, además, la baja calidad y los bajos salarios que suelen acompañar a estas actividades, la necesidad de mejora, aunque ahí la propuesta queda en el limbo de las buenas intenciones. La única forma de garantizar buenos servicios universales y buenas condiciones laborales pasaría por el establecimiento de algún sistema de cuidados nacional que está fuera de la política estadounidense (y posiblemente de la mayoría de los países europeos). De hecho, la propuesta de promocionar el servicio a través de Medicaid es una renuncia explícita a ello. En Estados Unidos tampoco hay un sistema nacional de salud. Medicaid lo que hace es dar fondos a la gente para que contrate seguros privados, que son los que de hecho controlan el sistema junto con la red de sanidad privada y que han constituido un espacio donde proliferan las malas prácticas. Cuesta creer que el mismo modelo aplicado a los cuidados vaya a dar mejores resultados en cuanto a calidad de servicios y condiciones laborales.
La segunda novedad es el objetivo de mejorar las condiciones laborales y aquellas en que se realiza la actividad sindical. En el plano de las intenciones es una novedad relevante, posiblemente un reflejo de los compromisos que Biden ha tenido que alcanzar para ganarse el apoyo del ala izquierda del Partido Demócrata. En todo el mundo hay evidencias de que el nivel de desigualdad salarial en cada país está relacionado con la influencia que tienen los sindicatos: a mayor influencia, menor desigualdad. Estados Unidos es un territorio con un largo historial de fuerte hostilidad patronal hacia la acción sindical. Sólo en el período del New Deal, y en respuesta a una enorme movilización social, los sindicatos consiguieron leyes favorables a su implantación, pero tras la Segunda Guerra Mundial volvieron a aprobarse leyes antisindicales con la excusa del derecho al trabajo. El macartismo no sólo fue una política orientada a eliminar intelectuales y artistas críticos, sino que jugó también un importante papel represivo en las organizaciones sindicales. Tras la victoria de Reagan, esta presión antisindical se reforzó y prácticamente desmanteló a las organizaciones obreras en gran parte del sector privado. Casi todas las empresas punteras son abiertamente antisindicales. Cuentan en su favor con un sistema legal que sólo garantiza presencia sindical si un grupo de trabajadores pide su creación y consigue que la mayoría de los empleados voten a favor de la propuesta. Es un proceso largo y enrevesado que permite a las empresas manipular los resultados con todo tipo de instrumentos (propaganda, represión, coacciones, compra de voluntades…), y que a menudo cuenta con la complicidad de los jueces locales, que dan carta blanca a todas las maniobras de la empresa. La reciente derrota de los sindicatos en el centro de Amazon en Bessemer (Alabama) es un caso más de los muchos que jalonan la vida laboral norteamericana. Si bien comercial, el filme Norma Rae lo explicó bastante bien, aunque en este caso con final feliz. (Cuando se estrenó, a finales de los años setenta, mi compañera, sindicalista, fue a verla con unas amigas. Cuando le pregunté por la película me comentó que no entendía que el conflicto fuera sólo por la creación del sindicato y no por una reivindicación. Para una sindicalista española sin información del modelo estadounidense era difícil captar que en un país teóricamente democrático fuera tan difícil crear un sindicato en una empresa.) Para que la propuesta se materialice hace falta una reforma legal profunda que, dada la composición del Senado y del Congreso, es improbable que llegue a buen término. Habrá que ver si se trata sólo de un guiño bienintencionado o si al final, con la fuerza del Me Too o del Black Lives Matter, se genera algún proceso que provoque un cambio profundo.
La tercera novedad es la apelación a un aumento del impuesto de sociedades y la propuesta de establecer un impuesto mínimo a las empresas a escala internacional. Tras años de recortes es sin duda una buena idea. A veces la necesidad provoca respuestas adecuadas, y los excesos y abusos de las grandes corporaciones han alcanzado tal nivel que favorecen este nuevo clima fiscal. Habrá que ver si finalmente estas propuestas se imponen o si las alianzas de las grandes empresas con los principales paraísos fiscales (Reino Unido, Irlanda —una vez un sociólogo británico afincado en Dublín nos explicó que el poder real del país está en Boston—, Países Bajos, Luxemburgo…) echan por tierra esta mínima propuesta reformista. No deja de ser irónico que sea un senador de Delaware, el mayor paraíso fiscal de Estados Unidos, quien proponga medidas para reducir su impacto.
En suma, keynesianismo bienintencionado pero dudas enormes acerca del recorrido que puedan tener las propuestas más interesantes.
III
El Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia presentado por el Gobierno español tiene otro tono y obedece a una lógica algo distinta. Es un texto farragoso en el que los mismos conceptos se repiten una y otra vez en presentaciones diferentes y en que las intenciones son siempre muy superiores a la concreción.
En teoría se trata de un programa ambicioso que reconoce la existencia de problemas estructurales en la economía y la sociedad españolas y que identifica diez grandes espacios de transformación: agenda urbana y rural, infraestructura y ecosistemas resilientes, transición energética justa, administración del siglo XXI, modernización, digitalización y tejido industrial, pacto por la ciencia y la innovación, educación y formación profesional, nueva economía de los cuidados y política de empleo, impulso a la cultura y el deporte, y modernización del sistema fiscal. Al leer la relación y los subapartados, no queda claro si estamos ante un ambicioso proyecto de transformación o simplemente se ha tratado de incluirlo todo para contentar a las diferentes sensibilidades del Gobierno y a los distintos agentes sociales.
Según las previsiones de fondo para cada componente del plan, la parte del león se dedica a las líneas de digitalización y modernización del tejido productivo (23,1%), a agenda urbana y movilidad sostenible (20,7%, básicamente movilidad sostenible y rehabilitación de viviendas) y a infraestructuras y ecosistemas resilientes (15%, donde la movilidad es la partida mejor dotada). No hay grandes concreciones ni ideas sobre qué modelo de movilidad se pretende ni sobre otras muchas cuestiones. Especialmente hueca es la propuesta de reforma fiscal. De hecho, no parece que exista un plan claro del Gobierno acerca de cómo concretar este plan. Queda pendiente de las propuestas que emerjan del mundo empresarial (a través de catorce presentaciones de manifestaciones de interés para temas específicos) y de las Comunidades Autónomas y las entidades locales (a través de tres líneas de propuesta), lo que puede condicionar mucho el tipo de iniciativas que al final se concreten.
Se puede estar de acuerdo con muchas de las propuestas genéricas, pero como éstas pueden concretarse de multitud de formas, lo que cuenta es cuál será la orientación final. Por poner un ejemplo concreto: hablar de cambiar el modelo de movilidad sin especificar si se pretende simplemente alterar la fuente energética del modelo actual o transformar por completo el modelo incentivando el transporte público y reduciendo una movilidad insostenible, resulta muy ambiguo. Y, en este caso, en el texto hay muchas pistas que apuntan a que la opción es favorable al primer modelo, pues explícitamente se incluyen muchas propuestas orientadas a la creación de puntos de recarga, al hidrógeno sostenible para vehículos pesados o a la generalización de las zonas de bajas emisiones (que contrasta con las escasas referencias al transporte público o las nulas a los peajes urbanos). Es una orientación reforzada por el anuncio de un nuevo Plan Moves que concede suculentas subvenciones (de hasta 9.000 euros) a los compradores de vehículos eléctricos.
Si alguna concreción cabe deducir del documento es el persistente recurso a la tecnología digital como cambio en la mayoría de las líneas. Es una visión acrítica que ni siquiera tiene en consideración las posibilidades materiales de llevarla a cabo dado lo que vamos sabiendo de la crisis energética y de materiales. Tampoco hay ninguna reflexión sobre los impactos sociales de la digitalización. Es una visión acrítica que obedece tanto a las ideas del establishment científico-técnico y a los intereses de grandes grupos empresariales como, seguramente, a las propias ideas de los políticos. Llevamos muchos años de desarrollo tecnológico y científico, imbuidos de una cultura de progreso y crecimiento sostenido, y es difícil que a corto plazo las ideas cambien con facilidad, máxime cuando las ideas dominantes están sostenidas desde grandes instituciones —la Unión Europea, la OCDE, el FMI— que tienen una enorme capacidad de influir y condicionar las líneas de actuación que se adopten. Todo parece indicar que la concreción irá más en la línea que planteen los grupos económicos dominantes que hacia un giro más radical y alternativo.
IV
Comparadas con propuestas anteriores, éstas incluyen algunas buenas intenciones, aunque parece que en muchos casos tienen más que ver con necesidades de legitimación ante problemas que no se pueden esconder que con una reflexión profunda sobre su naturaleza. Las enormes y crecientes desigualdades sociales y la crisis ecológica, para mí las dos cuestiones centrales que debería abordar la política económica, difícilmente van a resolverse con lo planteado. En algunos casos pueden incluso empeorar, como en el de las infraestructuras inadecuadas, o en el del modelo del coche eléctrico y las zonas de baja emisión, o en el de la digitalización, que puede redundar en desigualdades diversas (lo de la brecha digital es sólo una parte del problema, y a menudo se puede convertir en otro motivo de estigmatización de los pobres). Siguen faltando una comprensión completa de los problemas ecológicos y una reflexión sobre los mecanismos que generan desigualdades profundas. Por ejemplo, nadie reconoce que en temas como el de los cuidados una parte de la indignidad de las condiciones laborales radica en unas políticas migratorias generadoras de exclusión (ni nadie repara en que estas mismas migraciones pueden facilitar la transición demográfica, pues la demografía se sigue pensando en clave local).
A corto plazo los ganadores van a ser, sin duda, los grandes grupos empresariales. No puede ser de otro modo, pues tienen el acceso a los mercados financieros, los conocimientos, la capacidad organizativa, las conexiones políticas y las ideas que van a funcionar. Posiblemente muchos de los proyectos ya estén pensados para cubrir sus demandas. El capitalismo es hoy una compleja trama de grandes organizaciones que interaccionan entre sí y con el Estado y que realmente tratan de conformar el mundo a sus intereses. Que a pesar de ello alguna de las cuestiones planteadas vayan en beneficio del conjunto depende de la capacidad de presión e influencia que podamos seguir ejerciendo desde movimientos sociales e instituciones diversas. Y ello va a ser esencial para conseguir que los elementos más interesantes de estas propuestas, como una reforma fiscal progresiva o del marco institucional de las relaciones laborales, puedan llegar a buen puerto.
V
Para la izquierda alternativa y para muchos movimientos sociales es fácil analizar estos planes, criticarlos duramente y decir que no son adecuados. Lo llevamos haciendo desde hace mucho tiempo. Ello refleja, a la vez, nuestra capacidad crítica y nuestra impotencia. Capacidad crítica porque, en efecto, estamos saturados de propuestas que incluyen bellos objetivos, pero que casi siempre los olvidan y en el peor de los casos los combaten. En el marco actual de hegemonía capitalista, en lo cultural y lo organizativo, con una conciencia ecológica e igualitaria débil, lo más probable es que las políticas tengan más de continuidad que de transformación. Y muchas de nuestras críticas son certeras y pertinentes.
Sin embargo, refleja también nuestra impotencia para presentar proyectos que trasciendan estos límites. Los proyectos del poder no tienen ante sí propuestas serias y coherentes que planteen una transición social y ecológica aceptable. Somos organizativamente demasiado débiles, sin recursos suficientes, demasiado poco cooperativos para desarrollar estas propuestas, para popularizarlas, para tejer alianzas que trasciendan al pequeño mundo de la izquierda. No es culpa nuestra que seamos tan débiles; somos un reflejo de las desigualdades que engendra el sistema. Pero sí tenemos una responsabilidad que nos atañe, la de pensar que para tener alternativas, por provisionales que sean (un plan nunca se cumple como está previsto, es sobre todo una buena base de orientación), mucha gente tiene que cooperar para hallar propuestas satisfactorias. Sobran en nuestras filas los Peter Pan que se limitan a criticar las maldades del capitalismo esperando que caiga como fruta madura y sobran los aspirantes a montar su propio negociado en forma de movimiento social o político sectario.
Si en algo los planes que comento introducen alguna novedad aceptable es precisamente porque ha habido movimientos que llevan años presionando, haciendo propuestas, creando culturas que obligan a transformar las propias formulaciones dominantes. Lo que hace falta ahora es que estas iniciativas avancen en un proceso más intenso de elaboración colectiva y permitan imponer propuestas que vayan más allá de las pacatas y en parte erróneas de los planes actuales. Porque la crisis ecológica y la social seguirán estando ahí.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-201/notas/capitalismo-reformado-comentario-a-dos-planes