Traducido para Rebelión por Susana Merino.
Mi querido Stéphane, allí adonde esté, sé que estará bien y en paz. También sé que usted no quería haber partido apenas a unas semanas antes de la sesión final del Tribunal Russell sobre Palestina, una iniciativa en la que estaba profundamente involucrado desde sus comienzos. Tiene que saber que nos sentimos absolutamente turbados y perdidos sabiendo que, esta vez, no estará con nosotros para celebrar la resistencia, para celebrar la vida.
Desde que supe de su muerte me he sorprendido hablando silenciosamente con usted. No había pensado en escribir hasta que me lo pidió mi amigo Hicham como usted mismo lo hubiera hecho seguramente y no he podido negarme.
No he llorado Stéphane – no le podía hacer eso. En todo caso, hasta esta mañana. Esta mañana otra amiga, suya también (usted tenía tantas), Prattiba, me envió una foto suya tomada en Ciudad del Cabo. Esa foto tan expresiva de lo que usted era me hizo darme cuenta mucho más que todos los «homenajes» que actualmente le rinden las cadenas de televisión del hecho de que usted se había ido, en todo caso solo físicamente, y de que lo iba a echar enormemente de menos.
Yo y tantos otros.
Stéphane, usted era una de esas pocas personas que hacen sentirse amados e importantes a los demás (cualesquiera que fueren sus posiciones, sus orígenes). El «Frank, mi querido Frank, ¿cómo le va?» con el que usted solía recibirme me hacía sentir siempre en el lugar adecuado, rodeado de buenas personas, en el momento oportuno. Su forma de bromear acerca de la muerte constituía también una excelente lección. Cada vez que me despedía de usted, luego de nuestras largas reuniones parisinas por el Tribunal, me recordaba: «Frank, quizá ya no esté en la próxima«.
Me acuerdo el día en que obtuvo junto a su mujer Christiane una visa de seis meses para los EE.UU. antes de la sesión neoyorquina del Tribunal. Ustedes se rieron: «¡Seis meses, ya estaremos muertos para entonces!«.
¿Una premonición realizada?.
No exactamente porque escribirle ahora me hace tomar conciencia de que usted no estará muerto, Stéphane, puesto que su espíritu estará siempre profundamente presente entre nosotros.
La última vez que nos vimos fue en su modesto departamento de París hace unos meses. Tenía un aspecto débil, los rasgos cansados pero, como siempre, había dando lo mejor de sí mismo. Hablamos muchas horas, mucho más de lo previsto, de ese último combate en que se hallaba comprometido: Palestina y los niños, el futuro. Antes de partir me hizo junto a su mujer un ofrecimiento imposible de rechazar. Y, sin embargo, lo hice. Pero cuando le anuncié mi decisión algunos días más tarde, me apoyó a pesar de su decepción (que no podía ocultar). Y sé bien por qué. Yo quería priorizar el bienestar de mi familia. No lo había decidido con la cabeza, sino con el corazón y usted lo respetó. Usted no era políticamente radical, en cambio su visión ante la vida de nuestra época lo era. El amor debía ser la consigna. Amor y resistencia. Su amor por la vida, el amor del hijo de Jules y Jim, era contagioso. Era su motor y hablaba siempre tan bien de él.
Usted era una fuerza de la naturaleza, Stéphane. Recuerdo su llegada a Ciudad del Cabo luego de doce horas de estresante vuelo. Con el equipo del Tribunal habíamos decidido suspender todas sus entrevistas y varios compromisos para ese día. Saliendo del taxi y entrando al hotel preguntó: «¿Y bien, ¿cual es el programa? ¿Qué se supone que debo hacer ahora?». Cuando le dijimos que podía ir a descansar, se impacientó: «¿Descansar? Descansaré cuando me muera!«.
Su sentido del humor y su optimismo contagiaron a menudo a todo el equipo del Tribunal, Stéphane. Fue un ejemplo a seguir, sin que usted pidiera jamás a nadie hacerlo.
Evidentemente, también tenía sus debilidades. Yo había advertido algunos signos de ello. Pero el que hablaba en cada ocasión era su corazón. Me acuerdo que una vez, siempre en Suráfrica, en que estaba muy preocupado por no hallar a Christiane, su bienamada, en el hotel. Cada vez que nos cruzábamos me preguntaba : «¿Has visto a Christiane? «Donde está?». Y cada vez yo le respondía lo mismo: «Ha ido a dar un paseo con una amiga». Sin embargo me lo preguntó una y otra vez. Sin ella su corazón se sentía perdido.
Un acontecimiento ha quedado grabado en mi memoria y es porque, para mí, es particularmente representativo de su persona. Comíamos en Londres con Christiane y Jeanne, mi compañera, en un congestionado hotel de Piccadilly Circus puesto a su disposición por el gobierno francés para celebrar un acuerdo franco-británico. Luego de algunos comentarios algo virulentos sobre Sarkozy, usted se disponía a pedir el vino, momento en que Jeanne y yo aprovechamos para contarle que estaba encinta. Ambos se mostraron muy contentos y usted dijo: «Entonces, encarguemos el mejor vino!». Entonces Jeanne hizo notar un tanto incómoda: «Como estoy encinta, no debo tomar vino». A lo que ambos contestaron al unísono: «Ten un embarazo feliz y tu hijo también será feliz. Vamos, ¡bebamos vino!». Y así lo hicimos. Y, efectivamente, todo salió fantásticamente bien.
Usted estuvo con mi hijo varias veces. Tengo una hermosa foto de Leo sobre sus rodillas, en Ciudad del Cabo, con 93 años de diferencia y, sin embargo, la expresión de alegría en ambos rostros es la misma. Leo y yo guardaremos esa foto como algo precioso.
Querido Stéphane, ahora usted pertenece al pueblo. Le hubiera encantado la manifestación espontánea que tuvo lugar ayer en la Plaza de la Bastilla en París. Estoy seguro que la hubiera contemplado y sonreído. Es el mejor homenaje que la gente pudo haberle rendido. La gente pide que su nombre se ponga en el Panteón ¿lo sabe? Lo imagino levantando sus cejas ante esta loca idea.
Ahora nos toca a nosotros llevar esa antorcha y lo haremos. Guiados por su sonrisa resistiremos y lucharemos hasta el final. Y seremos, querido Stéphane, aún más radicales y más revolucionarios que lo que usted hubiera deseado. Pero estoy seguro de que usted comprenderá que es necesario, hoy más que nunca.
Nos falta el tiempo, Stéphane, como nos falta usted.
No puedo terminar esta carta pública sin citar sus reflexiones sobre la muerte y lo que para usted representaba:
Hasta la vista, Stéphane, y hasta pronto.
«La muerte es un proyecto inmenso. Es probablemente la más interesante de todas las experiencias. Veremos bien que es lo que queda y lo que será. La vida ha sido bella con momentos terribles y otros admirables. Puede que la muerte sea aún más bella ¿quién sabe?» .
Fuente: http://www.michelcollon.info/Lettre-a-Stephane-Hessel.html?lang=fr
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