Estimado Benedicto XVI: Te escribo desde la atalaya del desencanto y la rabia contenida para exponerte mis razones, las razones que me llevan a acudir a ti, en mi desesperación, como último recurso. Oficialmente pertenezco a tu rebaño, aunque personalmente nunca me ha interesado formar parte de ninguno. Oficialmente soy católico, pero realmente nunca lo […]
Estimado Benedicto XVI:
Te escribo desde la atalaya del desencanto y la rabia contenida para exponerte mis razones, las razones que me llevan a acudir a ti, en mi desesperación, como último recurso.
Oficialmente pertenezco a tu rebaño, aunque personalmente nunca me ha interesado formar parte de ninguno. Oficialmente soy católico, pero realmente nunca lo he sido. Soy consciente de que lo real y lo aparente a menudo están en contradicción en este mundo en el que vivimos -qué te voy a contar que tú no sepas-, pero siendo este un hecho que afecta tan directamente a mi persona, a mi forma de vida, a mis pensamientos e ideas, a mi dignidad como ser humano, no tengo por menos que indignarme.
Poco después de asomar por primera vez la cabeza al mundo, hace ya unos cuantos años, mis padres, sin contar conmigo y sin pensar en mí, atendiendo sólo a razones que no logro entender, decidieron bautizarme. La opinión que pudiese tener yo al cabo de los años pareció no importarles. No se lo recrimino, simplemente se dejaron llevar por una tradición secular.
Estoy bautizado, por lo que para la Iglesia soy un católico más, pero se da la circunstancia de que yo no me siento católico, nunca me he sentido como tal. No creo en tu Dios ni en ningún otro. El único dios al que respondo soy yo mismo. Por si fuera poco, mi forma de vida está muy alejada de las normas de conducta que dicta tu Iglesia -no entraré en detalles porque mi vida es sólo mía y de quienes me rodean-. No creo en vuestra moral farisea, creo en el amor y en la libertad más allá de las reglas absurdas que tratáis de imponer, no sólo a quienes se declaran cristianos, sino -lo que es más grave- a todos los seres humanos. A eso creo que se le llama totalitarismo, algo de lo que dicen las malas lenguas tú sabes mucho.
Son muchas las razones por las que no quiero seguir formando parte, aunque sólo sea nominalmente, de tu Iglesia, pero todos los intentos para dejar de pertenecer a la misma han sido infructuosos. He tratado de apostatar por diversos medios, pero jamás he recibido ni tan siquiera una contestación. Si yo formase parte de alguna organización y uno de sus miembros manifestase su intención de darse de baja porque disiente de la misma, no dudaría en hacer todo lo posible para que esa persona pudiese hacerlo, por su bien y por el de la propia organización. Parece lógico, ¿no? Entonces, ¿por qué ese interés en que yo siga perteneciendo a la Iglesia a pesar de que me manifiesto públicamente en contra de la misma y reniego de todos sus dogmas? Creo haber encontrado una respuesta.
Siglos atrás, a la gente que pensaba y actuaba como yo se la quemaba en una hoguera en el centro de alguna plaza para dar ejemplo a las masas. Y no hace muchos años, en este país, me hubiesen pegado un tiro en la nuca y me hubiesen arrojado a una fosa por pensar lo que pienso y atreverme a expresarlo en público. Los tiempos cambian, afortunadamente. Hoy puedo criticar todo lo que quiera a la Iglesia, nadie me lo impide, pero no puedo abandonar su seno. ¿Por qué? Habéis descubierto que en una época de retroceso de la influencia y poder de la Iglesia es mucho más útil mantenernos en vuestro seno, aún a costa de nuestra voluntad.
La Iglesia se apoya en las cifras que hablan de los millones de católicos que hay en este país -de personas bautizadas deberíamos decir- para tratar de conservar una situación privilegiada en relación con el poder, seguir imponiendo sus ideas a toda la sociedad y, sobre todo, continuar recibiendo dinero del Estado. Ésas son las razones por las que es útil que gente como yo -y son muchas las personas que se ven en mi caso- siga perteneciendo a la Iglesia, aunque pensemos y actuemos de forma radicalmente distinta a los preceptos de la misma. La moralidad nunca ha sido el fuerte de la Iglesia Católica. Es mejor mantener a todas estas personas en el seno de la Iglesia que dejar que la abandonen y perder una fuerza numérica considerable. De ahí las trabas para conseguir apostatar. Una estrategia muy inteligente, pero bastante rastrera en mi opinión. La libertad de elección y de acción siempre ha chocado con los intereses de la Iglesia.
Te escribo a ti, Benedicto, porque sé que tú puedes si no ayudarme, al menos comprenderme. Sé que tú también formaste parte en tu juventud de una organización que, con buen criterio, finalmente abandonaste. No se puede decir que sean casos iguales porque a mi nadie me dio a elegir, mientras que tú sí pudiste elegir. Decidiste unirte a esa organización con todas sus consecuencias, pero después las circunstancias o tus ideas cambiaron y dejaste de pertenecer a la misma. Me alegro de que así fuese. Por ello te escribo, tú puedes comprenderme, puedes entender que no quiera seguir formando parte de la organización que diriges.
Apelo a ti como último recurso. Como máximo representante de la Iglesia tú puedes concederme lo que pido. Te exhorto públicamente a que atiendas mi demanda. Quiero dejar de pertenecer a la Iglesia católica. Lo dejo en tus manos.
Pero como mi fe en lo relativo a la dignidad de la Iglesia es muy pequeña temo que mi llamada no obtenga respuesta. En ese caso, sé que existe un atajo para conseguir lo que pido: la excomunión. Pero creo que este atajo resultaría desagradable tanto para la Iglesia como para mí. No me gustaría tener que recurrir a esa estrategia, pero la paciencia tiene un límite y hace ya tiempo que fue rebasado. Cuidado, porque sabemos odiar tan intensamente como amamos…