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Para Miquel Barceló

Charla en el estudio

Fuentes: La Jornada

En el suelo del estudio, entre los lienzos sin bastidor sobre los que te mueves, hay un trozo de papel pisoteado; hay además cubetas con pigmentos, algunos mezclados con arcilla, un cazo viejo, unos carboncillos rotos, trapos, dibujos desechados, dos tazas vacías. En el otro trozo de papel se ven dos palabras escritas: cara y […]

En el suelo del estudio, entre los lienzos sin bastidor sobre los que te mueves, hay un trozo de papel pisoteado; hay además cubetas con pigmentos, algunos mezclados con arcilla, un cazo viejo, unos carboncillos rotos, trapos, dibujos desechados, dos tazas vacías. En el otro trozo de papel se ven dos palabras escritas: cara y lugar.

El estudio fue antes una fábrica de bicicletas, ¿no? Vas y vienes en tus ropas de trabajo. La camisa y los pantalones fueron de rayas en algún momento. Ahora están cubiertos de pigmentos, como los zapatos. Así que te imaginas como dos personas: un hombre a punto de alejarse en bicicleta y un preso.

Sin embargo, lo único que importa al acabar el día de trabajo es lo que queda pintado extendido en el suelo o apoyado en las paredes, esperando para ser visto a la mañana siguiente. Lo que importa es lo que la luz cambiante nunca llega a revelar realmente: esa cosa a la que uno más se ha aproximado cuando teme haberla perdido.

Cara. Sea lo que sea lo que esté persiguiendo, lo que el pintor quiere encontrar es la cara de lo que busca. Toda la búsqueda y la pérdida y el reencuentro no es más que eso, ¿ no? Y ¿qué es eso de «la cara»? Persigue que la cosa le devuelva la mirada, persigue su expresión: un signo por pequeño que sea de su vida interior. Igual da que esté pintando una cereza o una rueda de bicicleta o un rectángulo azul, un animal abierto en canal, un río, un arbusto, una colina o su propia imagen en el espejo.

A las fotos, los videos, las películas, no se les encuentra nunca la cara: no la tienen; como muchos se encuentran recuerdos de apariencias y de parecidos. La cara, por el contrario, siempre es nueva: algo que no has visto nunca, pero que sin embargo te resulta conocido. (Conocido porque dormimos, soñamos con la cara del mundo entero, el mundo al que fuimos lanzados atropelladamente al nacer.)

Sólo vemos las caras que nos miran. (Como el girasol de Vicent.) Un perfil nunca es una cara, y las cámaras convierten todas las caras en perfiles.

Cuando un cuadro terminado hace que nos paremos delante, nos paramos como si el cuadro fuera un animal que nos está mirando. Sí, e incluso en un cuadro como la Piedad con un ángel de Antonello de Messina. La pintura extendida con el pincel o con la espátula en la superficie es el animal, y su «apariencia» es la cara. Pensemos en la cara de la Vista de Dellft de Vermeer. Luego puede que el animal se oculte, pero siempre está allí cuando nos obliga a detenernos y nos deja marchar. Una vieja historia que se remonta a las cavernas.

Lugar. Lugar en el sentido de lieu, luogo, ort, mestopolojenie. Esta última palabra rusa significa también «situación». No lo olvidemos.

Un lugar es más que una zona. Un lugar está alrededor de algo. Un lugar es la extensión de una presencia o la consecuencia de una acción. Un lugar es lo opuesto a un espacio vacío. Un lugar es donde sucede o ha sucedido algo.

EL pintor está siempre intentando descubrir, tropezarse con ese lugar que contiene y rodea su acto de pintar en ese momento. Idealmente debería haber tantos lugares como cuadros. El problema es que muchos cuadros no llegan a convertirse en lugares. Y cuando un cuadro no llega a convertirse en lugar, no pasa de ser una presentación o un objeto decorativo, una pieza del mobiliario.

¿Cómo logra un cuadro convertirse en lugar? No vale de nada que el pintor busque el lugar en la naturaleza -no fue en Delft donde lo encontró Vermeer. También lo puede buscar en el arte, porque pese a ciertas teorías postmodernas, las referencias no constituyen el lugar. Cuando se encuentra, el lugar se halla en algún lugar de la frontera entre la naturaleza y el arte. Es semejante a un agujero en la arena dentro del cual se ha borrado la frontera. El lugar de la pintura empieza en este agujero. Empieza con una práctica, con algo que se está haciendo con las manos, las cuales buscan luego la aprobación del ojo, hasta que el cuerpo entero está contenido en el agujero. Entonces hay una posibilidad de que éste se convierta en un lugar. Una pequeña posibilidad.

Dos ejemplos. En la Olimpia de Manet, el agujero, el lugar (que, por supuesto, no tiene nada que ver con el boudoir en el que está reclinada la mujer) empezó con los pliegues que forma la colcha junto a su pie izquierdo.

En un dibujo tuyo de un mango y un cuchillo -son negros y más o menos de tamaño natural sobre un papel amarillento cubierto de polvo-, el lugar empezó a surgir cuando colocaste la fruta en la curva de la hoja del cuchillo. En ese momento, el papel se convirtió en su lugar.

La noción renacentista de la perspectiva, que favorece el punto de vista exterior, tuvo oculta para muchos durante varios siglos la realidad de la pintura como un lugar. En vez de ello, se decía que un cuadro representaba una «vista» de un lugar. Pero eso era sólo una teoría. En la práctica, los propios pintores no se dejaban engañar. Tintoretto, el gran maestro de la perspectiva, le dio vueltas y más vueltas en su cabeza a esa teoría.

En el Robo del cuerpo de San Marcos, el cuadro, como lugar, no tiene nada que ver con la perspectiva de la inmensa plaza porticada y el pavimento de mármol; tiene que ver con la leña apilada en segundo plano, donde será incinerado el cuerpo del santo. De las pinceladas que forman las ramas amontonadas sin orden ni concierto surge todo el cuadro: las figuras sigilosas, el pelo del camello, la iluminación del cielo, los miembros escorzados del santo… O, para decirlo de otro modo, la pila de leña es la madeja con la que se ha tejido este cuadro colosal.

Y como Jacopo Robusti, el Tintoretto, nos obsesiona a los dos, ahí va otro ejemplo. En su Susana y los viejos, el cuadro como lugar no surge del incomparable cuerpo de la mujer ni del ingenioso espejo ni del agua que la cubre hasta las rodillas; no, no surge de ahí, sino del extraño y artificial seto de flores tras el cual se esconden los viejos. Al tocar, con una pincelada maestra, las flores del seto, Jacopo dispuso el lugar al que habría de llegar todo lo demás. El seto asumió el papel de anfitrión y amo.

El pintor, en su soledad, sabe que lejos de ser capaz de controlar el cuadro desde fuera, tiene que habitarlo, dejar que éste lo cobije. Trabaja a tientas.

La luz de tu estudio cambia al caer la tarde, y los lienzos se transforman más que cualquier otra cosa de las que se ven (mucho más que el papel arrugado con las dos palabras escritas). ¿Qué es lo que cambia exactamente en ellos? Es difícil saberlo. La temperatura, tal vez, y la presión del aire. Pues como pinturas esta luz no los cambia. Cada uno de ellos cambia como un terreno conocido al otro lado de una puerta abierta. Como cambian los lugares.

¿Cómo trabaja un pintor en la oscuridad? Tiene que someterse. A veces tiene que dar vueltas y más vueltas en lugar de avanzar. Suplica colaboración de fuera. (En tu caso, del viento, de las termitas, de la arena del desierto.) Constituye un refugio desde el que hacer incursiones a fin de estudiar el terreno. Y todo ello lo hace con los pigmentos, las pinceladas, los trapos, un cuchillo, los dedos. El proceso es táctil. Pero lo que el pintor espera tocar no es por lo general tangible. Este es el único misterio real, y es la razón por la que algunos -como tú- se hacen pintores.

Cuando un cuadro se transforma en un lugar, hay la posibilidad de que aparezca en éste la cara de aquello que el pintor está buscando. Esa «mirada» que el pintor espera, anhela, que le devuelva el lienzo nunca es directa, sólo puede llegarle a través de un lugar.

Si la cara llega a aparecer realmente, será, en parte, pigmento, polvo coloreado; y, en parte, formas dibujadas, corregidas una y otra vez. Pero lo más importante será el proceso, el proceso de que llegue a existir lo que se está buscando. Y esa existencia todavía no es -y, de hecho, no lo será nunca- tangible, al igual que nunca fue comestible el bisonte pintado en las cuevas rupestres.

Lo que toca toda pintura verdadera es una ausencia, una ausencia de la que, de no ser por la pintura, no seríamos conscientes. Y eso sería lo que perderíamos.

Lo que el pintor busca sin cesar es un lugar para recibir a la ausencia. Si lo encuentra, lo dispone, lo ordena, y reza por que aparezca la cara de la ausencia.

Como bien sabes, la cara de la ausencia puede ser, por ejemplo, el ijar de una mula. A Dios gracias no hay jerarquías.

¿ Y se salva algo?, preguntas.

Esta vez, sí.

¿Qué?

Una parte, Miquel, de aquello que no hace sino comenzar una y otra vez.