Sin la menor duda, el fenómeno social, político y cultural que ahora denominamos chavismo transformó a Venezuela. Además, afecta los modos de pensar la política en gran parte de América Latina. Los simpatizantes y detractores del Presidente Chávez no coinciden en cómo será el futuro de su país, pero todos saben que Venezuela ya nunca […]
Sin la menor duda, el fenómeno social, político y cultural que ahora denominamos chavismo transformó a Venezuela. Además, afecta los modos de pensar la política en gran parte de América Latina. Los simpatizantes y detractores del Presidente Chávez no coinciden en cómo será el futuro de su país, pero todos saben que Venezuela ya nunca volverá a ser la del pasado.
¿Dónde fue el punto de quiebre? Hasta el levantamiento popular del Caracazo de 1989 Venezuela vivió para próximos y extraños la ficción de la democracia restringida que, tras la caída del dictador Pérez Jiménez, se pactó en la localidad de Punto Fijo en 1958. Mediante ese acuerdo las cúpulas o «cogollos» de dos partidos tradicionales COPEI y Acción Democrática se turnaron en el gobierno nacional, marginando a los demás sectores.
Eso originó la llamada IV República. Años de relativa estabilidad política, periódicamente legitimada por elecciones de sabor populista, en las que la mayor parte de la población no participaba. Muchos dejaban de hacerlo porque no se les documentaba para votar y otros muchos se abstenían porque tales comicios solo repetían más de lo mismo. Mientras, Venezuela contrajo serias malformaciones estructurales: se hundió en el rentismo petrolero y el parasitismo económico; la agricultura hizo crisis y el campo se despobló; la incipiente industria decayó; la cultura del trabajo se degradó; la inflación creció hasta cifras que duplican las actuales.
A eso se añadió la crisis y la adopción de las drásticas medidas neoliberales que, rápida y espontáneamente, sublevaron al pueblo de una capital que tenía varios lustros de relativa pasividad. Se afirma que cerca de 3,000 personas perdieron la vida en unos días de represión. Por órdenes del gobierno constitucional, el ejército disparó hasta agotar las municiones de fusil que tenía en Caracas y fue preciso organizar un puente aéreo para traer más balas con que aplacar a una población inerme.
Con el Caracazo se acabó la magia de la flauta de Hamelin. En 1992, estremecidos por el rol que la política tradicional les asignó durante ese brutal episodio, una parte de la oficialidad se sublevó, liderada por Hugo Chávez. Poco después, en las elecciones de 1994 el binomio de Punto Fijo fue echado del gobierno. Sin embargo, la abigarrada coalición el «chiripero» que lo remplazó dejó de reformar el sistema político heredado.
Por eso cinco años después la mayoría popular eligió a Chávez, lo opuesto de la política tradicional, quien prometía convocar enseguida una Constituyente para rehacer el sistema político. La nueva Constitución fue arrolladoramente aprobada el siguiente año en referéndum. Eso abrió otra página de la historia venezolana. La base de la democracia tuvo una rápida ampliación: varios millones de ciudadanos en su mayoría pobres fueron habilitados para votar; se creó el referendo de revocatoria de mandato; surgió el sistema de consulta popular; la rendición de cuentas; la democracia participativa y la comunitaria.
El sistema electoral se perfeccionó y pasó a contar con amplia supervisión internacional (Jimmy Carter lo describió como el mejor sistema de su género en el mundo). Por su parte, en 14 años, el presidente Chávez se sometió a 16 procesos electorales, entre ellos un referendo revocatorio, referendos constitucionales y reelecciones. Lo que no impide que el gobierno de Washington, la prensa mundial y local de las derechas, y los despistados de siempre, lo sigan tildando de dictatorial, aduciendo dichos sin lógica ni verificación.
Que los frustrados amos del mundo y los privilegiados de siempre lo hagan es natural; pero que los papagayos de clase media repitan sus bulos revela que se quedaron pegados al pasado o que querían democracia pero no tanta, o sin tanta participación plebeya. Lo que ya los llevó, en 2002 y 2003, a apoyar un golpe de estado oligárquico y, más recientemente, al anticipar nuevas derrotas electorales, a secundar llamados a la violencia y a desacreditar a los órganos electorales.
Para ser breve y porque es otro el tema de hoy no mencionaré aquí los notables progresos de la economía venezolana en estos 14 años, tanto en materia de fortalecimiento como, sobre todo, de reinversión social y justicia redistributiva. Son éxitos cuantiosos, pero lo fundamental es que los disfruta la mayor parte de la población, principalmente la que antes estuvo más marginada.
Al repasar estos lustros de los acontecimientos venezolanos lo que sobresale es la legitimidad del proceso sociopolítico que Chávez calificó de bolivariano. Los sucesos de los años 90 cuando en el resto del Continente campeaba el neoliberalismo en Venezuela tomaron un giro que rechazó la tendencia dominante y eligió otro camino. Uno que por más de 10 años venía madurando en el pueblo venezolano sin que su senil dirigencia lo percibiera, y que un buen día hizo eclosión. Pudo haber sido otro el nombre del movimiento que así emergió, y otro su líder, pero a Chávez le corresponden los méritos del talento y el coraje de asumirlo en el instante preciso, y en sintonía con su pueblo.
El mérito, asimismo, de apreciar que el camino emprendido por los abnegados revolucionarios de los años 60 y 70, aunque moralmente correcto, no era eficaz. Como igualmente el de comprender que la ruta de la asonada que él mismo intentó en 1992 tampoco llevaba adonde se quería. Y de concebir la vía, más larga pero socialmente mejor sustentada, de llegar a la Presidencia, a la Constituyente y a construir de allí en adelante una ruta hacia el futuro por medio de la movilización, la concientización y la organización popular, y de su impacto electoral.
Y el mérito de despejarle así un camino alternativo a los demás movimientos y liderazgos latinoamericanos.
El propio Chávez entendió y enseñó que esa ruta tiene, a su vez, un límite y una fuerza. El límite de que no se puede ir más allá ni más a prisa de lo que el pueblo movilizado ya puede comprender y hacer suyo de que el éxito de la marcha reclama un constante pero creativo esfuerzo pedagógico . Y la enorme fuerza que el nuevo proyecto adquiere enseguida que ese pueblo, a despecho de los papagayos, lo hace suyo y lo empuja más allá del actual horizonte.
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