«Si un hombre fuese necesario para sostener el Estado, ese Estado No debería existir; y al fin no existiría».- Simón Bolívar, libertador. Comandante Presidente Hugo Chávez, entre gitanos no nos leemos la mano. Y yo lo supe, lo sabía. Y no por los mercachifles de la desinformación, a esos no les hago caso, ni […]
«Si un hombre fuese necesario para sostener el Estado, ese Estado
No debería existir; y al fin no existiría».- Simón Bolívar, libertador.
Comandante Presidente Hugo Chávez, entre gitanos no nos leemos la mano.
Y yo lo supe, lo sabía. Y no por los mercachifles de la desinformación, a esos no
les hago caso, ni siquiera omiso. Pero de eso hablemos más tarde, por ahora
viajemos en el tiempo hacia atrás, no tan lejos.
No se me olvida ese día, me dirigía a la cafetería de uno de los primeros pisos, casi subterráneo, de las Naciones Unidas, a encontrarme con colegas de la prensa de Honduras para coordinar la transmisión de quien entonces presidía mi país. Pasé frente a la librería de la ONU y di un vistazo, la vista se autobligó a un regreso hacia ese rostro conocido, reconocido por mis ojos.
Allí lo vi, (h) ojeando un libro, a su lado dos o tres personas, la librería casi vacía, y como buen gitano intuí que la estrategia era importante al momento de presentarme. A alguien como usted llegarle con la estampa de diplomático no le diría nada, uno mas de los miles que deambulan por allí, por eso saqué la contraseña inequívoca para alguien de su nivel humano y cultural: «Buenos días Presidente, soy Roberto Quesada, escritor hondureño y trabajo aquí en la embajada».
Allí se crió la magia, la palabra funcionó «escritor», e inmediatamente me dio la mano, me presentó al entonces canciller José Vicente Rangel y a su jefe de seguridad. Se interesó por mis títulos y yo le resumía Los barcos, una novela de amor y guerra sobre la conspiración desde Honduras, de la contra nicaragüense y Washington contra la Revolución Sandinista; Big Banana, que recién había salido en España, sobre los inmigrantes latinoamericanos en Nueva York, y así le fui contando. Y, por supuesto, no podía faltar en la conversación la literatura venezolana, con Rómulo Gallegos, entre otros. «Tienes que enviarme tus libros», y llamó al edecán para que me diera la dirección.
Recuerdo que no encontraba como decírselo pero se lo dije: «Presidente, ¿usted va a estar algunos minutos más aquí? Quisiera que unos colegas de Honduras lo saludaran». Y esa espontaneidad, esa humildad suya, siempre la revivo como un instante que nunca pasará: «¿Dónde están? Llévame, vamos.» Y salíamos de la librería cuando los colegas se aproximaban a nosotros, alguien me había visto ya, y había dado la alerta, de que yo estaba conversando con el presidente Chávez.
Los presenté uno a uno, pero enfaticé en David Romero Ellner, pues uno o dos días antes David me había invitado a cenar a un bar-restaurante de Manhattan, y mi sorpresa fue que era un periodista hondureño que leía: hablamos de Marx, de la dialéctica revolucionaria contemporánea, de literatura rusa, de Morazán y Froylan Turcios. Me contó cuando lo secuestraron y torturaron por su ideología de izquierda (por cierto, David Romero Ellner saltó a la palestra internacional cuando durante el golpe de Estado el ejercito asaltó Radio Globo y él y Rony Martínez, entre otros, tuvieron que huir a tiempo). Entonces era el perfecto para que no dejara el país mal parado. David conversaba con el comandante y yo con el canciller Rangel. Eso fue en el 2000, en la Cumbre del Milenio. Y nos tomamos muchas fotos que hizo el fotógrafo oficial Mario Fajardo.
Uno o dos años después volví a encontrarlo, el presidente Chávez con su séquito salía de la Asamblea General y yo entraba. Vi el alboroto y me acerqué, era él. Lo saludé dándole la mano, él agarró el gafete que colgaba en mi pecho, lo leyó, me miró muy serio, y me dijo: «No me has mandado tus libros». Me avergoncé y él lo notó. Me puso una mano en el hombro invitándome a caminar con él, así fuimos conversando bajando las escaleras principales de las Naciones Unidas. Al día siguiente lo vi cuando entraba a pie en las Naciones Unidas, siempre con ese montón de gente alrededor, yo le dije: «Buenos días, Presidente». El me saludó con la mano y mientras caminaba repitió omitiendo la letra ‘s’:»Hondura, Hondura, Hondura».
En el 2009, cuando supe que el presidente Chávez estaba en Nueva York, ya no fue casualidad, lo busqué. Lo encontré, él tenía allí una reunión bilateral. Nos saludamos de estrechón de manos, me dijo que la reunión que tenía era «ya mismo», pero que lo esperara allí, con su jefe de seguridad. En ese lapsus llamé al periodista Arnulfo Aguilar, de Radio Uno de Honduras, y le dije de la posibilidad de una entrevista con el presidente Chávez sobre el golpe de Estado asestado en Honduras el 28 junio del 2009, que estuviera listo.
Cuando el Comandante salió, se dirigió hacia mi y me dijo con nombre y todo: «Roberto, ¿y tú qué haces aquí… no deberías de estar en la embajada de Brasil acompañando a Mel?» Le expliqué que yo coordinaba la resistencia contra el golpe de Estado en Nueva York y, además, seguía en la ONU ahora peleando contra el golpe. «Miré la gran manifestación hondureña apoyando a Mel cuando venía, los felicito», afirmó. Le propuse la entrevista y me dijo que con gusto. Volví a contactar al amigo Arnulfo, y le hice la primera pregunta al Comandante, le acercaba el teléfono cuando un zarpazo me bajó la mano, casi violentamente, el jefe de seguridad, y me dijo muy en serio: «¡Con teléfono no! Si no hay micrófono no hay entrevista. Nada de celulares».
Entonces el presidente Chávez no dijo nada al respecto, su seguridad tenía licencia para actuar en lo que creía conveniente. Cambió de tema y me dijo:»Acabo de hablar con Mel, hace como una hora». Y yo le agradecí en nombre del pueblo hondureño, y le conté que allí habíamos estado varios días con el canciller Nicolás Maduro, el padre D’Escoto (entonces presidente de la Asamblea General de la ONU), con el presidente Zelaya, quien, por cierto, me había dicho con su acostumbrado humor: «Fijate que de la noche a la mañana sos mi secretario, lo malo es que ahora no puedo aumentarte el sueldo.» A Nicolás esto le causó mucha gracia, pero yo le respondí muy en serio: «De un presidente como usted es un honor ser su secretario, aun cuando sea Ad honorem».
Al despedirme le pedí al presidente Chávez si nos tomábamos una foto, de inmediato posó a mi lado. Una mujer que estaba por allí la tomó. Vi que no servía y se lo dije a él. «No hay problema, tomemos otra», respondió. La mujer se ofreció pero yo no acepté, le pasé la cámara al jefe de seguridad que no me dejó hacer la entrevista y esto le causó mucha risa al Comandante Chávez, de allí la foto: El presidente Chávez con tremenda risa y yo muy serio, dándole instrucciones a su jefe de seguridad, que «¡cuidadito no me sale bien esa foto!».
¡Qué honor haber estado contigo Comandante Chávez! Ser testigo de esa capacidad de trasmitir tu cariño con tanta facilidad. Y lo que decía al principio «entre gitanos no nos leemos la mano», es porque ese 17 de febrero, mientras celebrábamos el triunfo de Correa del Sur y su pueblo ecuatoriano, regresaste sigiloso, casi clandestino a Venezuela, a tu tierra bolivariana. Y le dije a mi compañera Lucy Pagoada, coordinadora del FNRP/Libre EEUU/Canadá: «Creo que el Comandante Chávez tomó la decisión de regresar a morir a su patria, no quiere morir en otra tierra».
Quizá por eso no lloré cuando lo anunció el vicepresidente Maduro a través de TeleSur, porque ya lo sabía. Lo que no sabía es que morirías por tan poco tiempo, solo los segundos del impacto de saberlo, porque este día sí he llorado, de la emoción, cuando te he visto y escuchado hablar a través de la boca de tu pueblo, de gente común, que el azar le puso una cámara y un micrófono y no eran ellos, eras tú, eres tú Comandante. ¿A quién quieres echarle el cuento de que descansas en paz? A mi no. Trabajas en paz, con tu pueblo, con los pueblos.
* Roberto Quesada es escritor y periodista hondureño. Reside en Nueva York.
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