El temor a las masas, siempre presto a convertirse en odio, es un sentimiento aristocrático. Cuando, la noche del domingo 7 de octubre, la periodista de la agencia Reuter increpó a Jorge Rodríguez, jefe del Comando Carabobo, por los «motorizados» que se apresuraban a celebrar la victoria chavista, delataba este mismo temor. Si al temor […]
El temor a las masas, siempre presto a convertirse en odio, es un sentimiento aristocrático. Cuando, la noche del domingo 7 de octubre, la periodista de la agencia Reuter increpó a Jorge Rodríguez, jefe del Comando Carabobo, por los «motorizados» que se apresuraban a celebrar la victoria chavista, delataba este mismo temor. Si al temor a las masas se agrega el rechazo a los jefes, lo que resulta es el socialmente extendido pathos antipopulista. Aquel temor y este rechazo, desde distintas proveniencias, convergen en la percepción del populismo como una pulsión irracional, desenfrenada y destructiva, que irrumpe en la política, arrastrando consigo todo aquello que, por su elevado status, merecería ser conservado.
Entre 1992 y 2012 en Venezuela ha tenido lugar un intenso proceso de racionalización política, contradictorio e inacabado, como todo lo que es histórico: renovada legalidad republicana, soberanía estatal, inclusión socioeconómica e instituciones de participación y decisión democráticas. Cada una de estas conquistas ha sido sucesivamente legitimada mediante el recurso, a veces hiperbólico, a los procedimientos electorales. El 4 de febrero de 1992 Chávez era un militar desconocido que prometía un futuro mejor. El 7 de octubre de 2012 es un jefe mayoritariamente reconocido por sus aciertos en el ejercicio de sus funciones públicas. Un síntoma de la distancia entre 1992 y 2012 son los programas políticos; compárese El Libro azul: el árbol de las tres raíces, documento programático previo al alzamiento militar de 1992, con el Programa de Gobierno (2013-1019). Aquella legitimidad, carismática por su origen, ha devenido legal y racional. No tenía otra manera de permanecer: el carisma se funda en pasiones, pero no sobrevive sólo con ellas.
Del Chávez de 1992 perviven en 2012, no obstante, dos rasgos que lo han convertido en el jefe popular que actualmente es. Ambos apuntan al mismo proceso de racionalización. Primero, la disposición a luchar, incluso poniendo en riesgo la propia vida, por sus convicciones políticas. El Chávez que ayer conducía una rebelión armada teniendo la democracia en el horizonte, hoy, sometido a las crudas secuelas de una enfermedad mortal, encuentra en sí mismo la fuerza suficiente para conducir, a lo largo del territorio, una campaña electoral considerada decisiva para el proceso revolucionario. Segundo, la asunción plena de la responsabilidad política por las consecuencias de las propias decisiones y actos. El Chávez que ayer decía ante las cámaras de televisión «asumo la responsabilidad por este movimiento bolivariano», hoy hace una campaña electoral basada, entre otras cosas, en el reconocimiento de los propios errores y la promesa de rectificación.
Lo que niegan los antipopulistas de toda índole, como la periodista de Reuter, es ese proceso de racionalización que se confunde con la historia misma de la Revolución bolivariana. En el ruido ensordecedor de unas masas que, alegremente, la noche del 7 de octubre, frente a El balcón del pueblo, celebraban el triunfo electoral, no se manifestaba la adhesión pasional a un demagogo desconocido cuyo lenguaje evocaba un futuro lejano e incierto. Ese ruido era la convicción racional de que, cuando las masas combaten, sus necesidades radicales, siempre postergadas por un orden económico que sólo cuenta con ellas como material de desecho, pueden encontrar cumplimiento, o al menos transitar hacia él. Y la convicción, asimismo racional, de que la legalidad democrática no siempre es el instrumento con el que los que dominan resguardan sus privilegios, o el complemento sádico con el que «democráticamente» son golpeadas, sometidas. En el mundo que apenas empiezan a crear, las masas, cuando obedecen, también mandan. Construyen y legitiman, en las calles y en las urnas, una forma de autoridad que, quienes la desconocen, temen y adversan, suelen llamar populista, pero que las masas reconocen como una autoridad en la que su vida comienza a hacerse posible. La reconocen, en una palabra, como el único sentido de democracia con el que, racionalmente, pueden estar comprometidas.
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