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Chávez se ha ido, ¿qué queda?

Fuentes: Las Provincias

La primera vez que pisé Caracas, en 1998, yo era un veinteañero aspirante a profesor con una maleta llena de ilusiones. Conocía Venezuela por los sellos que mi primo Juan Fernando me enviaba desde Maracay, nombre que recordaba a selva y playas, y intercambio filatélico que me proporcionó placeres a raudales. Todavía recuerdo aquella primera […]

La primera vez que pisé Caracas, en 1998, yo era un veinteañero aspirante a profesor con una maleta llena de ilusiones. Conocía Venezuela por los sellos que mi primo Juan Fernando me enviaba desde Maracay, nombre que recordaba a selva y playas, y intercambio filatélico que me proporcionó placeres a raudales. Todavía recuerdo aquella primera y pálida estampilla de Bolívar que Juanfer me regaló cuando cumplí dieciocho años. En el aeropuerto de Maiquetía me esperaba Gilberto Buenaño con su esposa, y me recibieron con un caluroso «bienvenido al Caribe». Me llevaron a picar algo y tomar cerveza en un local de la Guaira que hace tiempo reposa en el fondo del mar, después del deslave de Vargas. Esa noche dormí en su casa y me desperté en otro mundo, rodeado de bosques y agua. Al poco me instalé en un hotelito de la avenida Casanova, cerca de donde Rafael Caldera tenía su casa, «Punto Fijo», el origen real del puntofijismo.

Conocí al chavismo antes que a Chávez. Era una tensión palpable en las calles, en el miradas de las personas, en cualquier conversación de bar. Las tertulias de la tarde del Gran Café, en Sabana Grande, eran sobre Chávez y el fin del puntofijismo, mientras los veteranos del lugar ojeaban el Nacional, el Universal, o el Mundo, el único periódico vespertino que he conocido. «El Mundo lo dice antes», rezaba el eslogan rojo en uno de los altos edificios de la ciudad producto del desarrollismo de los años setenta, de la Venezuela saudí, la de Carlos Andrés Pérez; la misma que construyó una autopista desde el este hasta el oeste que hace imposible cruzar a pie desde Chacao a Las Mercedes y que quizás es lo único que une actualmente los ricos barrios caraqueños con los pobres. Caracas estaba construida para los coches, para lo espacioso, para el alarde. Cómo si no se explica un campo de golf en medio de la ciudad. En alguna medida los venezolanos aún piensan así: piensan en grande. Tanto territorio libre, tanto petróleo, tanto recurso fácil, condicionan la forma de entender lo que les rodea. Chávez sólo podía existir en un contexto como ese.

Cuando aterricé al año siguiente de nuevo en Maiquetía iba derecho a asistir como asesor en la asamblea constituyente. Con Roberto Viciano como pilar desde la distancia, y gracias al buen hacer de varios amigos que aún conservo, me incorporé de lleno al trabajo en pleno y en comisiones. Fue una experiencia única. Por el Palacio legislativo desfilaron las mujeres, los discapacitados, los homosexuales, los sordomudos, los maestros y los niños. Todos encontraron su lugar en la Constitución de 1999. Si existe una primera Constitución integradora en el más fundamental significado de la palabra fue ésa. Cuando se finalizó la redacción del borrador constitucional lo velamos toda la noche y, casi un año después de conocer al chavismo, conocí a Chávez.

Como soy mediterráneo, los míos me ha enseñado a respetar a los muertos. El respeto, en mi entorno, significa no hablar ni bien ni mal, sino guardar silencio. No es el momento de decir en qué acertó Chávez ni en qué se equivocó, porque siempre -en todo- nos quedaremos cortos. Es el momento de comprender que sólo el hecho de que una persona no deje inmutable a nadie que la conozca ya es un mérito que la mayor parte del resto de los mortales no poseemos. «No soy una tacita de oro que le guste a todo el mundo», comentó Chávez alguna vez en uno de sus interminables Aló Presidente, que escuchaba el ama de casa mientras fregaba el piso o el taxista de Cuaricuao.

Por eso no quiero hablar más de Chávez, ni del chavismo. Quiero hablar de lo que quedará, si todo va por donde tiene que ir, después de Chávez: la Constitución de 1999. Un texto abierto que para él fue un éxito y un fracaso a la vez: el único proceso electoral que perdió en sus catorce años de gobierno fue cuando propuso una reforma constitucional y el pueblo, en referéndum, votó «No». Los votantes diferenciaron entre apoyar al Presidente y cambiar la Constitución. Porque sí, en Venezuela el cambio constitucional se vota, y no como en otras latitudes, donde las reformas se negocian con nocturnidad y premeditación.

Con Juan Torres pasé en Caracas quizás los momentos más tensos y más vitales que puedo recordar. En una de esas noches de insomnio en la casa del pez que escupe el agua -parafraseando a Herrera Luque- a alguien se le ocurrió reflexionar sobre lo principal que se había conseguido con la Constitución bolivariana. Marta Harnecker comentó en voz alta algo brillante, en lo que ninguno había caído: lo más importante era que el pueblo había recuperado la dignidad. Y en eso no tuvo que ver poco la Constitución de 1999.

Créanme cuando les insisto en que sobre Chávez se harán muchos y muy diferentes análisis, desde todas las ópticas posibles. Y todas, o la mayor parte, tendrán algo de razón. Pero si una cosa es indiscutible es que existe un antes y un después de Hugo Chávez. Y me alegro de haber estado tanto en el antes como en el después, porque nadie me va contar historias que no conozca por mí mismo.

Profesor de Derecho Constitucional. Universitat de València. Fundación CEPS