En estos tiempos cuando la internet supera con ventaja las características de inmediatez que la radio y la televisión estaban supuestas a enarbolar. Cuando los portales o páginas web, dejan atrás los egos o intereses de mandos medios de las empresas periodísticas y cuando el teléfono celular se presenta como herramienta determinante al momento de […]
En estos tiempos cuando la internet supera con ventaja las características de inmediatez que la radio y la televisión estaban supuestas a enarbolar. Cuando los portales o páginas web, dejan atrás los egos o intereses de mandos medios de las empresas periodísticas y cuando el teléfono celular se presenta como herramienta determinante al momento de planificar marchas o contramarchas, es hora de replantearse para qué sirve el ejercer la carrera del periodismo que glorias y desgracias ha dejado a su paso.
Quienes vivimos en Venezuela para el momento del golpe de estado de 2002 y los posteriores paros empresariales fuimos testigos de cómo la manipulación mediática mostró sin caretas su objetivo de desinformar, aún a costa de poner en peligro el futuro de un electorado entusiasta con un nuevo camino político.
Las lejanamente recordadas clases de Etica y Legislación de Medios, o los Informativos que nos permitían diferenciar una opinión, de una simple redacción o narración noticiosa, fueron a tener al cesto de la basura, con la complicidad de muchos de los mismos profesores y escritores que tan ardorosamente hablaban de segregación o censura en los medios.
Sorprendidos, pudimos ver como narradores (as) de noticias luego de comentar cualquier información gubernamental asomaban una extensa colección de gestos, levantadas de cejas y hasta sacudidas de cabeza contra los papeles que reposan sobre su mostrador de mercancías. Algo dejado en los países denominados desarrollados a comediantes de la medianoche como Jay Leno o David Letterman.
Ni hablar de los narradores quienes, minutos después del golpe de estado del 11 de abril de 2002, aupaban a los seguidores del breve ‘gobierno’ a perseguir a dirigentes políticos que sacrificando sus vidas personales habían aceptado desempeñar puestos de responsabilidad en el gobierno de Hugo Chávez.
Cuando mencionamos, vidas personales, lo hacemos porque nunca antes habían sido tan expuestas intimidades (falsas o no) y direcciones de habitación de ministros, gobernadores y asambleístas como en los últimos ocho años, incitando a crímenes de odio descaradamente. Esta función fue de nuevo designada a licenciados en Comunicación Social quienes llenos de prejuicios, ignorancia y rabia fabricaban biografías en los periódicos y escenificaban chistes con eco sólo en los estudios de grabación, en las salas de redacción o en las oficinas semi-clausuradas de los partidos políticos tradicionales.
Sobre el televidente, el votante, el ciudadano, el cliente que compra el producto, el disco o la revista, el desprecio fue todavía más manifiesto. Aún se recuerdan calificativos provenientes de periodistas hacia miembros de la comunidad identificados con el gobierno como: marginales, monos, hordas, turbas, círculos de terror, brujos y hasta moluscos.
Cinco años después del golpe de estado todavía pululan por los estudios televisivos unos cuantos de estos personajes que por su escasa solidaridad humana y por su precaria actuación profesional estarían condenados a la soledad (¡Quizá lo están y no lo sabemos!).
Así observamos y especialmente en momentos de elección como la última referente a la Reforma Constitucional como los eufemismos substituyen a los titulares, las ollas periodísticas a las informaciones y la conspiración descarada a las opiniones.
Igualmente se omiten con desparpajo, las noticias positivas que podían ayudar a aumentar la autoestima de todo un país que por siglos ha sido saqueado. Si aparece alguna cifra que estimularía al sector de la economía, de immediato y antes de divulgarse la misma, los «profesionales» una vez más salen corriendo a entrevistar a uno de los ocho patéticos personajes que vemos a diario en los medios, entre los cuales nunca faltan los representantes de la alta jerarquía de la iglesia católica.
Si lo que se trata es de obtener una noticia que podría incomodar al presidente o a la archi-comprobada y vituperada mayoría que le eligió, entonces hay que asaltar las ‘boutiques’ de luto activo para mostrar su vestimenta negra o uniforme, como señal de rechazo al gobierno actual.
Los colegas no tendrán otro camino que aceptar los cambios drásticos desarrollados en Venezuela. Es el momento de verificar que hay una mayoría, la cual es la llamada a decidir en cualquier democracia que se respete. Hay que aprender a vivir con que el presidente Hugo Chávez es tan atípico como lo son las misiones sociales de su gobierno. Que lo genuino de su persona amparado con unas políticas masivas de educación y salud es lo que le ha mantenido con el apoyo de la mayor parte del país. ¿Al fin y al cabo la mayoría de nosotros no trabaja por garantizarnos la educación y la salud? ¿Qué de malo tiene que la mayoría de los venezolanos desee lo mismo que algunos periodistas ya poseen? ¿Será que en realidad los periodistas nos creemos especiales? Ya deberíamos conocer que los cambios se pueden conseguir por caminos diferentes a la manipulación, la mentira y la omisión de información.
La aparición de Chávez en el panorama político venezolano hace rato opacó lo vacuo, lo superficial, lo estereotipado de los medios en Venezuela.
Ya no queda duda de que, aparte de ser un presidente masivamente apoyado, se ha mostrado cientos de veces como el comunicador con más credibilidad en el país. ¿Es pecado acaso que informe, explique y aconseje a sus seguidores? ¿Es inapropiado que cante como lo hace cualquier hijo de vecino? ¿O que cite algún libro que le haya impresionado? ¿O que le aconseje al pueblo que no maneje como loco o tome licor en exceso? ¿O que revise la historia como lo hacíamos en los campos universitarios cuando las asambleas servían para algo más que escoger el lacito negro a lucir frente a las cámaras?
A estas alturas es harto conocido por los consumidores de periódicos que la «objetividad» se pierde hasta en el momento de «escoger» una carta de los lectores y que, incluso, los niños pueden llegar a conocer el lenguaje del cuerpo, ese que desde la mañanitas nos presentan quienes se han mostrado como los más peligrosos enemigos de las mayorías.
Los otros ejemplos venezolanos los constituyen el portal de internet ‘Aporrea’, desde donde una noticia a menudo es tomada por diarios nacionales e internacionales y por otros sitios de internet del mundo, con una velocidad que desearían para sí muchas agencias de noticias. Y en igual lugar se debe mencionar a un comunicador igualmente atípico, Mario Silva quien acapara la teleaudiencia desde el canal del Estado (VTV) con su programa La Hojilla. Precisamente Silva emergió de ‘Aporrea’ con una columna donde desmontaba el mensaje manipulativo de los medios conservadores. En su espacio diario, con su peculiar humor y un fresco equipo de trabajo, Silva se carcajea, se enfurece o se sorprende de la realidad política del país con un rico apoyo audivisual. Lo que dice o denuncia en su espacio nocturno, de inmediato tiene resonancia nacional y hasta en Miami provoca escalofríos. El mismo productor confiesa casi a diario que no estudió periodismo en la universidad, pero sus seguidores le siguen y repiten sus denucias y apodos con una velocidad sorprendente.
Frente a este panorama es necesario repensar nuestros objetivos evitando todo el tiempo caer en el banal purismo que algunos comunicadores de gobierno y oposición han asomado. Habría que plantearse entonces, qué es más útil para el momento político o para la mayoría sedienta de atención de todo un país, un «doctor» en Comunicación Social que presta su micrófono para vejar, tergiversar, condenar, marginar y despreciar a sus coterráneos o un comunicador alternativo (natural), emergente que se muestre como sencillamente útil a su patria?
Lo interesante del caso de los medios venezolanos es que capítulo a capítulo se ha empezado a repetir en países que votaron por un cambio como Bolivia, Ecuador y Argentina. Sin duda, aún faltan episodios mediáticos por presenciar en nuestra América.
(*)Periodista y autor de «La mitad de un tamarindo».