Chavismo es el nombre de una inspiración Latinoamericana. El chavismo, como nombre propio de una experiencia colectiva (el movimiento bolivariano) que no es tanto un modelo (nacional) sino una incitación para todos los movimientos populares del continente (¿y del mundo?). La irrupción del chavismo logró poner sobre el escenario político Latinoamericano una serie de cuestiones […]
Chavismo es el nombre de una inspiración Latinoamericana. El chavismo, como nombre propio de una experiencia colectiva (el movimiento bolivariano) que no es tanto un modelo (nacional) sino una incitación para todos los movimientos populares del continente (¿y del mundo?).
La irrupción del chavismo logró poner sobre el escenario político Latinoamericano una serie de cuestiones que colocaron a la Revolución Bolivariana a la vanguardia de las experiencias de lucha y organización popular del continente, y del mundo.
Si bien los orígenes de esta experiencia pueden rastrearse en los inicios de la década del 80 del siglo pasado (en 1983, para el bicentenario del nacimiento de Simón Bolívar, se conforma el Movimiento Bolivariano Revolucionario, el MBR-200), tal vez el hecho de que su visibilidad primera se deba a un frustrado intento de golpe de Estado, casi una década después (con la sublevación del 4 de febrero de 1992), pueda ayudarnos a entender por qué este movimiento no tuvo eco en el ámbito de las izquierdas latinoamericanas hasta 2002, o incluso después, más allá de que la revuelta popular de 1989, conocida como el «Caracazo», suela ser contada entre las batallas (de hecho, una de las pioneras) libradas en el continente contra el «Nuevo Orden Mundial». Seguramente la sombra del «Plan Cóndor» y las huellas de los procesos de Terrorismo de Estado todavía estaban muy frescas en el Cono Sur, como para mirar con buenos ojos el accionar de algún grupo de militares nacionalistas. El hecho es que -la bibliografía al respecto es abundante- el «caso venezolano» fue un poco a contramarcha de ese proceso de dictaduras que partió en dos la historia reciente de nuestros países, dejando a sus espaldas una verdadera fosa de sangre, huesos maltrechos y cadáveres aun sin enterrar.
Con una composición social proveniente mayoritariamente de los sectores populares, muchos de ellos empobrecidos (en la década del 90 los hogares pobres del país llegaron a abarcar el 40% de la población), sin intervenir como en otros sitios de la represión interna y con una formación de los miembros de sus Fuerzas Armadas atravesada por el «profesionalismo» y el tránsito por los claustros universitarios (donde los cuadros militares se familiarizaron con los estudios económicos y políticos, pero también sociológicos y culturales), lejos -muy lejos- de la de sus pares latinoamericanos (cuya formación estuvo centrada en la doctrina promovida por la Escuela de las Américas), la oficialidad joven venezolana creció con un ideal ligado al orgullo nacional de sus ancestros patriotas, en clara contradicción con su realidad más inmediata, signada por un contexto de profundas asimetrías económicas y sociales y una intensa degradación política.
Esta «rareza» puede explicar entonces, en algún punto, por qué recién con el golpe de Estado de abril de 2002 contra el presidente constitucional Hugo Chávez Frías, la experiencia bolivariana aparece como interesante ante la mirada de las izquierdas -sobre todo las «nuevas»-, hasta entonces referenciadas casi exclusivamente con el desarrollo alcanzado en Brasil por el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierras (MST) y los indígenas alzados en armas el 1 de enero de 1994 en las montañas del sures mexicano, cuyos pasamontañas, junto con nombre -Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) -, se transformaron en un emblema, en una marca identitaria de las rebeldías y ansias de transformación política y social de las nuevas camadas de jóvenes militantes de todo el continente.
Por supuesto, con la declaración de diciembre de 2004 junto a Fidel Castro, donde se lanza la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), el rol del «chavismo» en las batallas contra el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y la posterior asunción de la Revolución Bolivariana como socialista (además de nacionalista-anti-imperialista), este proceso se acentúa, al punto de colocarse -Venezuela- a la cabeza de las referencias continentales (incluso por encima del «proceso de cambio» boliviano, que más allá de contar con un mayor dinamismo -y radicalización- de los movimientos sociales, adoptó en sus primeros pasos la triste definición, de boca del vicepresidente Álvaro García Linera, de un «capitalismo andino-amazónico» para «desarrollar por etapas» al país).
En este marco, los posicionamientos geopolíticos tomados por los denominados «gobiernos progresistas» de la región tuvieron a la figura de Chávez como uno de sus promotores centrales. La Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), que a siete años de su primera cumbre hoy está integrada por 13 países (Venezuela, Bolivia, Argentina, Brasil, Chile, Uruguay, Colombia, Paraguay, Perú, Chile, Ecuador, Guyana, Surim); la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), esa comunidad política de 33 países en el continente americano que, sin la intervención de EE.UU ni la presencia de Canadá, en enero pasado realizó en Costa Rica su tercera cumbre, a la que asistieron casi todos los países de la región, menos Paraguay, México y Perú, socios de Washington.
Del ALBA a la CELAC. De la UNASUR al ALBA de los movimientos sociales, entonces, como contracara de la «Alianza para el Pacífico» y la subordinación continental a los planteos del imperialismo norteamericano, tuvieron en Chávez no solo un promotor sino una figura central de ejecución de esas políticas.
Así y todo, algunos sectores de las izquierdas nuestramericanas, sobre todo la que hemos calificado como «tradicional» (por sus apegos a las tendencias e «ismos» del siglo XX) suelen criticarle al chavismo el hecho de que no haya logrado avanzar en la práctica en aquello que sostiene retóricamente. Y el hecho de que la Revolución Bolivariana no haya sido un parte-aguas de la historia reciente -como sí lo fueron las revoluciones del siglo XX-, tal vez debería ser asumido como parcialmente cierto. La «cuestión democrática» es un elemento central en su desarrollo, instalando de este modo una amplia gama de complejidades para pensar el proceso, entre ellas, precisamente, que la revolución no es un acto único centrado en la toma del poder del Estado sino más bien un proceso, en el cual la transición -o una serie de transiciones- se presentan como uno de los elementos a tener en cuenta para pensar la «ruptura» revolucionaria.
La cuestión democrática no es un elemento solo presente en el proceso venezolano sino también en el boliviano («La Revolución Democrática y Cultural» encabezada por Evo Morales), y una bandera que parece estar ahí, para ser problematizada por gran parte de las organizaciones más contestatarias de la región, desde el zapatismo mexicano (a su manera, con los Caracoles y las Juntas de Buen Gobierno encontraron otra salida, por «fuera» del Estado), hasta los Sin Tierra de Brasil (que combinaron durante años «autogobierno» es sus asentamientos, con un apoyo -a veces más crítico, a veces más entusiasta- al gobierno del Partido de los Trabajadores), pasando por casi todos los movimientos sociales que, con mayor o menor desarrollo según los países, no dejan de interrogarse en cuanto a los nuevos modos de pensar-imaginar-intervenir para concretar cambios sustanciales en las desiguales sociedades que seguimos habitando en este nuevo siglo. De allí que el socialismo del siglo XXI no sea una simple retórica sino, de nuevo, una inspiración para pensar en la emancipación del trabajo frente al capital en estas circunstancias históricas. Emancipación que, de todos modos, no puede dejar de contemplar la necesidad -a su vez- de emancipar al ser humano del propio trabajo, en tanto apuesta por redefinir no solo el vínculo entre las personas, sino entre éstas y la naturaleza.
Pero vayamos por punto, y antes de meternos con la «cuestión democrática» y el «socialismo del siglo XXI» repasemos algunas conquistas fundamentales del proceso bolivariano en esta década y media.
Avances en el proceso. Perspectivas
En estos 15 años la Revolución Bolivariana ha logrado incrementar un 15% el acceso de los venezolanos al agua potable, siendo en la actualidad más del 95% de la población la que puede acceder a este servicio fundamental. En una década -entre 1999 y 2010- la pobreza, la miseria, la desocupación y la desigualdad económica se redujeron notablemente. En este período la pobreza pasó del 50 al 23%; la miseria, del 20 al 7%; la desocupación, del 16,6 al 7,9%. La desigualdad económica se redujo en un 18%.
Por otra parte, las denominadas «Misiones», no solo fueron significativas en el plano social y educativo, sino también en el pedagógico-político, en tanto que se constituyeron en verdaderos espacios de auto-organización popular. Siete importantes misiones implementadas entre 2003 y 2008 dan cuenta de este proceso. La misión «Sucre» (para llevar las universidades a las comunidades); la «Robinson» (para implementar la alfabetización y la terminalidad educativa); la «Operación Milagro» y «Barrio Adentro» (para salud ocular la primera, y consolidación de atención médica general en la segunda, con una auténtica «tropa» de más de 10.000 médicos cubanos que se hicieron presentes en 23 de los 26 estados del país), además de la «José Gregorio Hernández» (para atención primaria de la salud a personas con discapacidad); la «Mercal» (para vender a bajo costo alimentos en las barriadas) y la «Negra Hipólita» (priorizando los derechos de las personas en situación de calle). También algunas de las «grandes misiones» desarrolladas durante 2011: «Saber y trabajo» para promover el empleo; «Hijas e hijos de Venezuela», «En amor mayor» y «Vivienda Venezuela» para combatir la pobreza extrema, la pobreza de adultos mayores y la crisis habitacional, junto con la misión «Agro Venezuela» (que buscó aportar a los pequeños productores del agro, desde el Estado, financiamiento necesario para fortalecer la producción de alimentos), dan cuenta del camino de conquistas sociales recorrido.
La muerte del Comandante Chávez llega en un momento emblemático del proceso, cuando líder y movimientos populares se planteaban precisamente atravesar algunos tramos realmente problemáticos, pero centrales para el desarrollo estratégico de la revolución. Tanto el «Segundo Plan Socialista de la Nación» como las «Cinco propuestas de los Movimientos Populares» de cara al período 2013-2019 dieron cuenta de un estado del «debate» muy interesante, tanto en el seno de los movimientos populares como en las caras más lúcidas del Estado. La propuesta de Chávez buscaba «hacer irreversible» el socialismo en Venezuela y contaba a la «participación popular» en las decisiones del país como un eje transversal, sea para defender, expandir y consolidar la soberanía nacional como para superar el estado «rentista-petrolero» (de allí que el objetivo de garantizar la «soberanía alimentaria» se tornara fundamental). El aporte «desde abajo» a la propuesta de Chávez no fue menor. Recordemos los cinco puntos: superación de la estructura del Estado burgués (con miras a avanzar en formas de autogobierno que garantizaran el «Estado comunal»); un marcado antiburocratismo (graficado en la propuesta de avanzar en el combate «contra el reformismo y la corrupción»); el desafío de trastocar el modelo productivo dominante (diversificar la economía y hacer hegemónica la propiedad social de los medios de producción); fortalecer la «dirección colectiva» del proceso (democratizando y ampliando los liderazgos, planteo realizado aun con Chávez en vida) y, por último, el siempre mentado problema de cómo garantizar, en última instancia, la sobrevivencia del proceso ante ataques externos o golpes internos: la conformación de una autodefensa revolucionaria.
Tras el fallecimiento de Chávez la derecha interna, con el apoyo externo del imperialismo, buscó tumbar el proceso, sea con las «guarismas» como con las incesantes desestabilizaciones. Dos años después, la Revolución Bolivariana sigue en pie, con un liderazgo que supo sortear los peores momentos y un pueblo que se encuentra ante el desafío de suplantar la figura de Chávez con el chavismo, es decir, con un proceso colectivo cuyo vértice no es una jefatura empírica sino una figura ideológica, sentimental y política que incita a tomar el cielo por asalto, y dejar de delegar en otros el destino común.
Genealogías (I)
El chavismo (el propio Chávez) fue un verdadero hacedor en el trazado de genealogías. Basta recordar la historia, relatada por el propio Chávez, en la que cuenta cómo su bisabuelo pasa de ser un bandido que huía de la autoridad, a prácticamente un héroe de la independencia, todo mediante una investigación que él mismo realiza para desmentir las versiones que circulaban en su familia. El chavismo como movimiento, desde el vamos, buscó tender puentes entre la experiencia que comenzaban a transitar, con figuras de la talla de Simón Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora.
«Que los pueblos se gobernasen por sí mismos» (Bolívar), que «aprendan a gobernarse por sí mismos» (Rodríguez) y «Tierras y hombres libres; elección popular; horror a la oligarquía» (Zamora), son lemas que el chavismo supo encontrar en la historia nacional, y ponerlos a jugar en nuevas coyunturas, en esa operación típicamente benjaminiana, tan frecuentemente repetida, que sostiene que «un secreto compromiso de encuentro» se teje entre las generaciones del pasado y las actuales. «¿Acaso no nos roza, a nosotros también, una ráfaga del aire que envolvía a los de antes? ¿Acaso en las voces a las que prestamos oído no resuena el eco de otras voces que dejaron de sonar?», se preguntaba Walter Benjamin en sus Tesis sobre el concepto de historia (Tesis II). Siguiendo al autor de «La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica», podemos decir entonces que la valentía y el humor, la confianza en sí mismo están presentes en la lucha de clases de modo tal que ponen en cuestión «los triunfos que alguna vez favorecieron a los dominadores» (Tesis IV), porque «quienes dominan en cada caso son los herederos de todos los que vencieron alguna vez» (Tesis VII)1. Valentía, humor y confianza en sí mismo que Chávez supo cultivar en vida, y que hoy se presenta como legado en el chavismo, es decir, en el pueblo venezolano encolumnado para sostener, defender y profundizar la Revolución Bolivariana.
Por supuesto, no es por afán historicista que Chávez apeló, y hoy el chavismo sigue apelando, a esas figuras y momentos clave del pasado nacional. Se sabe: rescatar una historia tiene sentido si sirve para poder interrumpir el andar y mirar hacia atrás, para tomar aliento y continuar con la marcha, como alguna vez escribió Federico Nietzsche en sus «Intempestivas» sobre la historia. Entonces, si sirve, tomar del autor de Genealogía de la moral su «consideración monumental de la historia» para poner el foco en que lo grande que alguna vez ha existido puede existir otra vez, sea los momentos de la independencia o los mejores tramos del chavismo, con Chávez aún con vida. La nostalgia chavista, la idolatría chavista, puede asimismo ser el peor enemigo del chavismo, en tanto apuesta por una revolucionar de manera permanente el proceso bolivariano. Entonces, junto con una consideración monumental de la historia, una «consideración crítica de la historia», esa que de tanto en tanto toma el martillo para despedazar el pasado, porque todo lo que fue, también, en algún punto, merece ser sentenciado: disolución del ayer por la fuerza, dejando espacio para la invención en el presente. Porque -tal como señaló Miguel Mazzeo en su texto titulado «La izquierda iterativa. Breves reflexiones sobre la estrategia expresiva de la vieja izquierda»- debemos tener siempre presente la «orientación fanoniana» (ofrendada en Los condenados de la tierra): esa que establece que «el verdadero salto dialéctico consiste en introducir la invención en la existencia»2.
Comunidades
«Comunas o nada». Con este «mandato chavista» podríamos introducirnos en el debate sobre «la cuestión democrática» y el «socialismo del siglo XXI». Respecto del «socialismo del siglo XXI», solo dos o tres cuestiones breves. En primer lugar, destacar la importancia de este aditivo de «siglo XXI», no tanto por una exacerbación de cronologías, sino porque logra dar cuenta de una característica de la época: las apuestas de transformación revolucionaria de las sociedades capitalistas actuales transitan por un suelo de enormes incertidumbres, sin garantías, y se distancian tanto del «utopismo» como del «cientificismo» (del siglo XIX y XX). Por eso, en el contexto de derrota mundial de las políticas emancipatorias, tanto el «abajo y a la izquierda» zapatista como el «socialismo del siglo XXI» propugnado por Chávez colocan a las experiencias populares gestadas en los últimos años ante un doble desafío: asumir el ideario libertario, la búsqueda por construir una sociedad no-capitalista, a la vez que seguir entendiendo a la política como un proceso creativo, de invención de los pueblos y no como resultado de una doctrina científica o un ideal a implantar.
En ese marco, la experiencia del chavismo logró combinar aquello que el marxista peruano José Carlos Mariátegui denominó como » elementos de socialismo práctico» con avances en un Estado que, a su vez, busca dejar de ser Estado (en términos clásicos) para convertirse en otra cosa (que aún no se ha evidenciado qué puede llegar a ser). Elementos de socialismo práctico, entonces, desplegados en la cotidianidad por un sin-número de organizaciones de base, del campo y la ciudad, pero que aspiran a no quedarse en una pequeña escala, sino que buscan extenderse. Y para ello ha sido y resulta aún fundamental, encontrar formas propicias de intervención en las coyunturas, abonar a los cambios en las relaciones de fuerzas (no solo a nivel nacional sino también continental e internacional, que es algo que a veces olvidan quienes criticaron históricamente el intento de construir «el socialismo en un solo país», pero ahora le exigen al chavismo -en un contexto internacional completamente adverso- que «demuestre» como es que ha avanzado en la construcción socialista en Venezuela).
Un poco en la línea de aquello que Mabel Thwaites Rey señaló en su libro La autonomía como búsqueda, el Estado como contradicción, siguiendo los rastros de lectura del marxista italiano Antonio Gramsci, podemos afirmar que «las formas no-capitalistas nunca podrán ser completas ni suficientes hasta que no se alcance un horizonte general de superación del capitalismo como sistema económico y social global»3. El problema es cuando se cree que el socialismo es una cuestión que atañe a «especialistas» y no se comprende que no se llega al socialismo de un plumazo, y por lo tanto, que no se trata tanto de convencer como de predicar con el ejemplo. Contagiar con el ejemplo. Algo que Ernesto Guevara nunca dejó de tener en cuenta. «Siempre quedan rezagados, y nuestra función no es la de liquidar a los rezagados, no es la de aplastarlos y obligarlos a que acaten a una vanguardia armada, sino la de educarlos, la de llevarlos adelante, la de hacer que nos sigan por nuestro ejemplo… el ejemplo de sus mejores compañeros, que lo están haciendo con entusiasmo, con fervor, con alegría día a día. El ejemplo, el buen ejemplo, como el mal ejemplo, es muy contagioso, y nosotros tenemos que contagiar con buenos ejemplos… demostrar de lo que somos capaces; demostrar de lo que es capaz una revolución cuando está en el poder, y cuando tiene fe»4, decía el Che. Ejemplo que hará falta no solo extender en mayores franjas de la población venezolana, sino en los pueblos de Nuestra América, condición indispensable para que, en este siglo XXI, podamos seguir hablando de socialismo, y no solo del eterno retorno del capitalismo, no importa bajo que rótulos.
Un proceso difícil y «raro»
La «rareza» del proceso venezolano mostró también dos grandes certezas, que pueden parecer antagónicas pero no lo son. Una: que en este momento histórico es posible avanzar en procesos de cambio transitando conflictivamente la «institucionalidad democrática» y perdurar en el tiempo (conflictivamente en tanto que, sin generar una «ruptura revolucionaria», sí se busca trastocar la democracia representativa). Dos: que, en última instancia, sigue siendo la fuerza siempre la que define y pone el último acento en una oración. El caso bolivariano así lo atestigua. Es decir, se pudo ganar elecciones, reformar la constitución y emprender cambios sin «romper» la lógica democrática. Eso llevó necesariamente a intentos de desestabilización e incluso de desalojo (temporario) del gobierno por la fuerza. Y si bien la movilización popular fue clave a la hora de restituir a Chávez a la presidencia y retomar las sendas de la Revolución Bolivariana -tras el golpe de abril de 2002-, no menos cierto es que esa conquista pudo obtenerse -en última instancia- porque el chavismo contaba con «fieles» entre sus Fuerzas Armadas.
Aunque, como hemos dicho ya, si bien esa situación de los militares venezolanos es una «excepción» difícil de verse replicada en otros puntos del continente, el hecho de que un proceso cuente con la fuerza capaz de defenderlo no es un dato menor. Allí están los zapatistas con su poesía, y sus armas. Y allí está instalado el debate en numerosas organizaciones populares del continente que, sin aventurerismos pero sin ingenuidad tampoco, no dejan de preguntarse una y otra vez por este desafío.
Desde que Chávez ganó las elecciones presidenciales con el 57% de los votos, en diciembre de 1998, a hoy -febrero de 2015- la Revolución Bolivariana se ha legitimado y relegitimado en innumerables procesos eleccionarios (más de 20). Esta fue una de sus características centrales. Por eso no se entiende -más que por la «mala fe» de sus detractores- cómo puede hablarse de un «antidemocratismo chavista». La democracia, en un sentido que excede al postulado «representativo» del sistema de partidos, es una marca distintiva de la Revolución Bolivariana, que deja una profunda lección al resto de los países latinoamericanos. En primer lugar, que los cambios se dieron de la mano de un protagonismo popular, con nuevas fuerzas políticas y no a partir de un reacomodo dentro de los partidos existentes. En segundo lugar, que se han revalidado electoralmente las propuestas y se han realizado cambios en la institucionalidad vigente hasta entonces (incluso cambiando la Constitución). En el caso venezolano, esos primeros años en el gobierno fueron por demás intensos, y en algún punto esa aceleración del proceso político explica la violencia del 2002, donde el chavismo logró sortear un golpe de Estado (abril) y un «golpe petrolero» (diciembre) que, por instantes, pusieron en jaque al proceso de cambio. Y aun cuando el resultado electoral fuera adverso para el chavismo, cabe destacar que el proyecto se fortaleció, porque demostró que era capaz de «mandar obedeciendo» y porque, como el mismo Chávez remarcó -con astucia- al aceptar la derrota, era un triunfo en tanto que toda la oposición festejaba… legitimando la Constitución que hasta entonces había desconocido.
Podríamos decir que es con la sanción de la Ley de Consejos Comunales, en 2006, cuando comienzan a gestarse las condiciones jurídico-políticas para que el pueblo venezolano se empodere y apueste por un auténtico proceso de «desmonte» del Estado representativo. En ese camino, la conformación en 2012 de la Alianza Popular Revolucionaria es fundamental, ya que coloca en el horizonte político las posibilidades organizativas de movilizar al movimiento popular tras un programa unificado, que priorice una orientación socialista y una búsqueda por cambiar el Estado (fortalecer la perspectiva comunal) y no reformarlo. En ese mismo año, en el marco del 10° aniversario de ANMCLA, dicho organismo emite un documento en el que remarca que «para cambiar la comunicación hay que cambiar el sistema». Son síntomas de un estado de ánimo que comienza a tomar mayor relevancia. Son 10 años en donde el Estado registra 280 medios comunitarios (244 radios y 36 señales de televisión, en 19 de los 26 estados venezolanos). La década en la que la Ley Orgánica de Telecomunicaciones (2010/2011) viene a coronar un marco legal regulatorio para garantizar que la comunicación no sea una simple mercancía sino un derecho humano que es necesario garantizar para toda la población, en un país en donde -antes del chavismo- 5 redes privadas manejaban el 90% del mercado y en donde 9 de 10 periódicos eran opositores al incipiente proceso de cambio. En términos continentales (e incluso de lo que alguna vez se llamó el «Tercer mundo»), el rol de Telesur fue en esta disputa de sentidos también fue fundamental.
Destacar la importancia de la democratización de la comunicación dentro del proceso de la Revolución Bolivariana, en el marco de una ampliación de derechos democráticos más generales, no tiene que ver con que este cronista desempeñe el oficio de periodista, sino con una comprensión del lugar que la comunicación viene ocupando en el mundo en las últimas décadas. El entramado empresarial del periodismo, que lo excede, convierte a los denominados «medios de comunicación» no solo en formadores de opinión, sino en empresas con un poder económico que excede el rubro, ya que suelen formar parte de conglomerados económicos mucho mayor. Además, en el caso venezolano, la importancia de la democratización de la comunicación no puede soslayar el rol que jugaron las empresas periodísticas en el golpe de abril de 2002. Respecto de ese componente dentro de un proceso cultural mayor, hay que destacar que -a diferencia de cierta «pulsión a la censura» y un marcado dogmatismo en las políticas culturales de los estados socialistas realmente existente durante el siglo XX-, la Revolución Bolivariana tiene una profunda generosidad, de la que tal vez aún no se haya tomado dimensiones en otras parte del continente. Sin el prestigio de una «Casa de las Américas», la labor cultural venezolana ha generado sin embargo importantes avances para hacer de la cultura un tema de todos (y todas) y no solo de especialistas (aunque se digan de izquierda). El carácter polimorfo del chavismo hace, además, que se coloque lejos de los «comisariados ideológicos» que, en nombre de la revolución, recortan el horizonte cultural, en vez de ampliarlo.
Lo que un cuerpo puede
Retomando de Claude Lefort el concepto de «democracia salvaje» como «continua irrupción de derechos», podríamos pensar el actual «momento Latinoamericano» en esa clave: la que pone el acento en el protagonismo que las experiencias colectivas realizan en post de avanzar en una serie de conquistas que, a la vez que mejoran las condiciones de vida, promueven otro vínculo entre las personas. Una política que, teniendo en cuenta las necesidades, se nutre del deseo de quienes participan; que no parte de una división tajante entre «bases y militantes» (la vieja distancia entre «vanguardias y masas»), sino que busca romper la lógica política que toma la forma de un hacer que coloca a los otros en el lugar de objetos. Cerca de la concepción «dialógica» propuesta hace décadas por la educación popular de Paulo Freire, o más recientemente por la «idea de justicia» del pensador francés Alain Badiou («pasar del estado de víctima al estado de alguien que está de pie, eso es la justicia»5), una política democrática no será tanto la que siga las normas de la democracia burguesa (representativa) sino aquella que promueva que los sujetos se construyan sobre la base de una composición. «En la filosofía de Spinoza no se trata de víctimas, sino de seres humanos capaces, cualquiera sea la condición en la que se encuentren», subraya Diego Tatián, haciendo suya la máxima del filósofo que sostiene que «no sabemos nunca lo que puede y de lo que es capaz un cuerpo»6. Y mucho menos un cuerpo colectivo. De allí que en este ensayo intentemos pensar la experiencia chavista un poco en esa clave que Tatián sugiere en dos de sus libros sobre este pensador irreverente. Es decir, pensar el chavismo no tanto por lo que no es, sino por lo que fue, lo que es, y lo que puede llegar a ser. Esa «alegría integral» de la que es capaz un cuerpo que, pensado en clave colectiva -como sugiere Tatián- se encuentre en plena posesión de su potencia de afectar y de ser afectado, en el «ejercicio pleno y extenso» de los derechos, que no es otra cosa que la «capacidad imprevista» de conquistar «derechos siempre nuevos»7. Un «deseo de comunidad» presente en una concepción que no entienda a la política como un hacer por otros (el cuero víctima que sufre), sino hacer con otros. Porque una política auténticamente democrática será aquella que nos proponga salirnos de la despolitizadora compasión, para adentrarnos en un tránsito común con otros. O no será nada.
Porque en última instancia -lo sabemos- así como la soberanía popular legitima las formas del poder parlamentario, también puede derribarlo. Es decir, toda soberanía popular se encuentra en los fundamentos del Estado democrático, pero hay algo de ella que accede, desborda a cualquier forma instituida. Es la «energía anarquista» o el «principio de revolución permanente en el interior de cualquier orden democrático» del que hablaba Judith Butler, en el que sostiene que «las condiciones de un Estado democrático dependen finalmente de un ejercicio de la soberanía popular que ningún orden democrático logra contener del todo»8.
Y tal vez haya llegado la hora de pensar el chavismo en su capacidad de desborde. Y la potencia de los movimientos populares como una fuerza creadora que, a la vez que apuesta por gestar instancias de democracia protagónica real, combate tenazmente a quienes -también en nombre del chavismo- no hacen más que conducir a la experiencia a un callejón sin salida. La propia constitución venezolana legítima que el gobierno sea democrático, participativo, electivo, descentralizado, alternativo, responsable, pluralista y de mandatos revocables. Una «democracia participativa y protagónica» cuyo eje vertebrador ya no sea el liderazgo unipersonal (aunque en este contexto Nicolás Maduro sea mucho más que un presidente) sino la construcción del «Estado Comunal», es el desafío del hora.
Genealogías (II)
«¿Qué es la comuna, esa esfinge que tanto exaspera a las mentes burguesas?». Con esa pregunta, Karl Marx abre en La guerra civil en Francia una serie de preguntas en torno a la importancia histórica de la Comuna de París (marzo-junio de 1871). Una de las conclusiones a la que arriba es que «la clase obrera no puede limitarse a hacerse cargo de la maquinaria del Estado ya existente y utilizarla para sus propios fines». En ese sentido, destaca la importancia que tuvo el hecho de que los «consejeros municipales» fueran elegidos por sufragio universal en los distintos barrios y que sus mandatos fueran «revocables». También que percibieran un salario igual al de un obrero.
Muchas veces se critica este tipo de idearios en nombre de lo imposible que resulta organizar así un país y no un pequeño poblado. Sin embargo, Marx pone de relieve que «en manos de la Comuna se pusieron no solamente la administración municipal, sino toda la iniciativa ejercida hasta entonces por el Estado». Por otra parte, al autor de El Capital señala que «en el esbozo preliminar de organización nacional, que la Comuna no tuvo tiempo de desarrollar, se establece claramente que la Comuna habría de ser la forma política que revistiese hasta el más pequeño caserío del país».
La lección no es menor, por más que -como se sabe- la Comuna de París fue aplastada a sangre y fuego por el poder de los capitalistas. «La Comuna dotó a la República de una base de instituciones realmente democráticas», comenta Marx. E insiste: la Comuna fue «la forma política al fin descubierta bajo la cual ensayar la emancipación económica del trabajo». Es decir, la Comuna estableció un horizonte en el que era posible pensar «abolir la propiedad privada» («expropiación de los expropiadores») y establecer una dinámica de «trabajo libre y asociado». Más allá de las distancias geográficas y temporales, hay una lección del París insurrecto de 1871 que sigue instando a reinstalar la hipótesis comunista. Y es la siguiente: la Comuna «tomó en sus propias manos la dirección de la revolución; cuando por primera vez, simples trabajadores se atrevieron a transgredir el privilegio gubernamental de sus ´superiores naturales´»9.
El «atrevimiento» de «simples» trabajadores para «ensayar» la emancipación sigue siendo una dinámica que, por aquí o por allá, parece inquietar las almas bellas que administran los intereses del capital. Por eso la experiencia de democracia participativa y protagónica que vienen ensayando el pueblo venezolano en estos años -a través de las Comunas, los Consejos Comunales, los Círculos Bolivarianos, las Salas de Batalla Social, las Milicias Bolivarianas- es tan importante, no solo para quienes habitan ese suelo, sino para otros pueblos. Es ese rasgo el que transforma a la Revolución Bolivariana en una auténtica vanguardia de Nuestra América y el mundo.
«La grandeza de la Comuna -sostiene Abensour- es haber alcanzado la existencia contra todas las formas de Estado que le negaban el derecho a existir»10. La grandeza del legado de Chávez, podríamos agregar, es haber sostenido, en última instancia, un enunciado tan subversivo como «Comuna o nada». Y aferrarse, contra todo burocratismo, al ideal libertario que parte del presupuesto de que la Comuna es «el Alma» del Proyecto Bolivariano. Como reconoce un militante chavista en un artículo publicado recientemente por el Portal de Pensamiento Crítico Contrahegemonía, la territorialización comunal «ha generado una interesante oleada organizativa que ha permitido la actualización de las vocerías de los consejos comunales y la activación de los movimientos sociales con el franco anhelo de ir avanzando hacia la Comuna»11. La chispa ya está encendida. Dependerá del protagonismo del pueblo venezolano expandirla por todo el territorio nacional. Y de todos nosotros, acompañar ese proceso, sin pretender erigirlo en modelo a implantar en otras latitudes.
Modelo (s) para (des) armar
Resulta difícil, pero quizás sea hora de que asumamos que tendremos que acostumbrarnos tanto a transitar la incertidumbre como a evitar buscar modelos que sustituyan los que ya no están, los que -definitivamente- quedaron en el pasado. «No necesito modelos para hacer lo que yo quiero hacer», cantaba Ricky Espinoza, líder de Flema, la emblemática banda de punk-rock argentino. Algo similar plantea el dramaturgo (también argentino) Jorge Villegas, y el grupo que dirige, Zéppelin Teatro, cuando en su obra «KyS» (iniciales de «Kosteki y Santillán», los apellidos de Maximiliano y Darío, los jóvenes militantes asesinados el 26 de junio de 2002 en la denominada «Masacre de Avellaneda»), abordaron al modelo como inscripto en las lógicas del poder, como modelo económico, modelo de vida burguesa, modelo que debe ser derribado sin modelos. «Modelo. La palabra modelo me distrae. La palabra modelo me atrae. La palabra modelo me contrae. Modelo. Contractura. Modelo es igual a contractura. Soltura no. Contractura. Yo no soy un modelo. ¿Quién es un modelo? Modelo publicitario. Modelo económico. Modelo es raro. Modelo es feo. Yo no soy un modelo… La bloquera es un lugar. Un lugar donde se hacen bloques. Bloques para la construcción. Allí trabaja este modelo. Un modelo explotado. Un modelo desclazado. Tengo frio. Tengo ganas de ser un modelo. Distinto. Distinto No. Diferente. Un modelo social. Eso me gusta. Hablar. Pensar. Vivir. Modelar. Modelemos. Todos a modelar otro modelo. Voy a devolver este modelo. Vacío. Sentido. Llenar de sentido. Un modelo. En mi voy a crear uno nuevo. Uno mejor. Uno personal. Uno distinto. Distinto No. Diferente. Eso. Diferente. Un buen modelo. Modelo sin modelos»12.
Retorno al principio (del texto, aunque no de la historia).
El chavismo como experiencia venezolana y como inspiración Latinoamericana. Sin modelos entonces. Porque si, tal como sostuvo Badiou (en su conferencia titulada «La figura del soldado»), necesitamos encontrar «un nuevo sol», un «nuevo paisaje mental» que nos ayude a «crear nuevas formas simbólicas para nuestra acción colectiva»13, no podemos más que partir de las referencias gestadas en este nuevo tramo de las luchas de los pueblos por su emancipación. La experiencia colectiva de la Revolución Bolivariana -cuyo líder emblemático fue sin lugar Hugo Chávez Frías-, corre el riesgo de reducirse -leída desde afuera de Venezuela- en «caricatura de revolución». La reducción de bolivarianismo a chavismo y de éste a la figura personal de Chávez no hace más que encajonar a las nuevas experiencias en los parámetros conceptuales que han quedado ya a nuestras espaldas. Y lo que es peor, coloca a la Revolución Bolivariana un paso más atrás de lo que la propia experiencia pudo empíricamente ya realizar: continuar como proceso colectivo más allá de la vida de su líder. El actual liderazgo del presidente-compañero Nicolás Maduro ratifica una doble enseñanza que ha brindado en estos meses el pueblo venezolano. En primer lugar, que en términos afectivos y simbólicos, el carisma de la figura de un líder no es sustituible, pero que esa experiencia «única e irrepetible» puede ser tramitada en términos políticos como construcción de un mito que incite a la acción colectiva. Por otro lado, que la vocación de persistencia de un proceso de cambio necesita ir gestando transiciones. En ese marco, los Consejos Comunales no son solo una experiencia formidable de auto-organización popular (parcial) en el «aquí y ahora», sino que además prefiguran las batallas en el Estado contra ese mismo Estado. Y la jefatura de Maduro podría ser pensada, en esa línea argumental, como la transición de una política colectiva con fuertes liderazgos unipersonales, a una política sin nombres propios. Ya que la política de nombres propios parece ser más un lastre del siglo XX que una invención política del nuevo siglo. El socialismo del siglo XXI se las ingeniará seguramente para ir gestando una camada de liderazgos colectivos que «manden obedeciendo». Como en Bolivia, Venezuela deberá asumir en los próximos años tamaña tarea. Ese parece ser el desafío que la hora reclama no solo para Venezuela, sino para América Latina y el mundo entero.
Bibliografía consultada
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1 Benjamin, Walter, Tesis sobre filosofía de la historia, Piedras de papel, Buenos Aires, 2007.
2 Mazzeo, Miguel, «La izquierda iterativa. Breves reflexiones sobre la estrategia expresiva de la vieja izquierda», en: http://contrahegemoniaweb.com.ar/la-izquierda-iterativa/
3 Thwaites Rey, Mabel, La autonomía como búsqueda. El Estado como contradicción, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2004.
4 Guevara, Ernesto, «Sobre la construcción del partido», en Obras completas, Buenos Aires, Macla, 1997.
5 Badiou, Alain, «La idea de justicia» (conferencia pronunciada el 2 de junio de 2004 en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario), revista Acontecimiento N° 28, Buenos Aires, 2004.
6 Tatián, Diego, Spinoza, el don de la filosofía, Buenos Aires, Colihue, 2012.
7 Tatián, Diego, Spinoza. Filosofía terrena, Buenos Aires, Colihue, 2014.
8 Butler, Judith, «Nosotros el pueblo». Apuntes sobre la libertad de reunión, en AA.VV, ¿Qué es un pueblo?, Buenos Aires, Eterna cadencia, 2014.
9 Marx, Karl, La guerra civil en Francia, Buenos Aires, Libros de Anarres, 2009.
10 Abensour, Miguel, La democracia contra el Estado, Buenos Aires, Coliuhe, 1998.
11 Claros, Richard, «Venezuela: construyendo socialismo desde abajo», en http://contrahegemoniaweb.com.ar/venezuela-construyendo-socialismo-desde-abajo/
12 Villegas, Jorge, Incompleto. Obra teatral (2007-2013) , Córdoba, Ediciones Recovecos, 2013.
13 Badiou, Alain, Filosofía y política: una relación enigmática, Buenos Aires, Amorrortu, 2014.
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