Pese a que Santiago O’Donnell y otros periodistas propusieron publicar la nota de Pablo Stefanoni, después de los varios «disparen contra O’Donnell» por su columna «No estuvo bien» (ver más abajo), la dirección de Página/12 consideró que no era publicable. Sin duda, la comparación de Hugo Chávez con el comunismo genera muchos equívocos a la […]
Pese a que Santiago O’Donnell y otros periodistas propusieron publicar la nota de Pablo Stefanoni, después de los varios «disparen contra O’Donnell» por su columna «No estuvo bien» (ver más abajo), la dirección de Página/12 consideró que no era publicable.
Sin duda, la comparación de Hugo Chávez con el comunismo genera muchos equívocos a la hora de captar las diferentes y a menudo contradictorias dimensiones del chavismo, un fenómenos complejo si los hay, e incómodo para las izquierdas. Una parte minoritaria de ellas (la más dogmáticas) simplemente lo rechaza por nacionalismo burgués; una versión socialdemócrata lo desaprueba por tensar hasta el límite las instituciones; y finalmente una gran parte de las izquierdas radicales y nacional-populares lo reivindican como quien después de la caída del muro de Berlín -cuyos cascotes estuvieron lejos de limitarse a golpear a las izquierdas estalinistas- sacó al socialismo y el latinoamericanismo del baúl de los trastos viejos y oxidados y le insufló una nueva vida. Cómo captar la mezcla entre movilización popular y regimentación estatal, voluntarismo socialista y pervivencia de culturas «miamescas», disminución de las desigualdades y sedimentación de una nueva «boliburguesía», y un larguísimo etcétera de luces y sombras, es una tarea compleja que requiere, además, de información empírica.
De todos modos, a riesgo de interpretar mal, es posible leer la columna de Santiago O’Donnel del domingo («No estuvo bien») -que estos días generó revuelo en Página/12- no como una pretensión de explicar todas esos pliegues y complejidades del chavismo, sino como un gesto reactivo; como una queja en voz alta hacia una escenificación y un relato que, tras la muerte de Chávez, se volvió crecientemente agobiante en los espacios de izquierda. Al punto que, para apoyar al chavismo, terminamos teniendo que comprar una teoría de la conspiración (la posibilidad de magnicidio) que se resolvería con una comisión de expertos cuyo trabajo, intuyo desde la ignorancia, sería más fácil si se hiciera antes de embalsamar el cuerpo. Pero la que propuso Maduro parece seguir el timing electoral rumbo al 14 de abril.
Es cierto, también, que en muchos análisis antipopulistas, como ha señalado acertadamente la respuesta de Ernesto Semán («Muertos más, muertos menos») son tributarios de la Guerra Fría y que el secretismo no es monopolio de los socialismos reales o los populismos; EEUU y sus poderes conspirativos es un buen ejemplo de ello. Ahora bien, el problema es que el propio relato chavista -y de sus seguidores- no es menos tributario de las visiones «campistas», pasadas además por el filtro del socialismo nacionalista en su versión cubana (construido, si los hay, bajo el signo de la contienda entre los «dos mundos» e influyente ideológica y materialmente en Venezuela). El apoyo de Chávez a las dictaduras árabes contra las revoluciones populares es solo una expresión de eso. Pero hay más.
No hace falta apelar a las teorías del totalitarismo para plantear algunas prevenciones respecto a expresiones como «exijo lealtad absoluta, no soy un hombre soy un pueblo». Si Jorge Eliécer Gaitán se consideraba «un pueblo» en su lucha contra la oligarquía colombiana (por lo que fue asesinado), Chávez lo hace desde el poder (con mucho poder). Todo ello más allá del embalsamamiento -que ahora podría frustrarse-, las comparaciones con Lenin o Mao, y las aspiraciones a declarar a Chávez una suerte de «presidente eterno». Nadejda Kroupskaïa, esposa de Lenin, ya había prevenido sobre la inconveniencia de «la reverencia externa a su persona». Como sabemos, no fue escuchada.
Plantear algunas dudas sobre las tendencias organicistas y antipluralistas de lo gobiernos nacional-populares (y el de Chávez era un caso emblemático) no significa comprar la vulgata liberal ni el antipopulismo machacón de El País. Menos aún dejar de reconocer la revolución política y simbólica que Chávez llevó adelante en Venezuela. Es suficiente retomar el análisis sobre las ambivalencias entre lo nacional-popular y lo nacional-estatal que de Ípola y Portantiero plantearan ya en su clásico artículo de 1981 («Lo nacional-popular y los populismos realmente existentes»). También es necesario matizar: es cierto que «todos mienten», pero en este caso, hay que convenir, se trató de una situación extrema, en donde el presidente venezolano debió dejar de gobernar. Delante de toda la biblioteca que pone en cuestión las teorías del totalitarismo, podemos decir, no obstante, que no está mal cumplir, no ya con las viejas «Constituciones moribundas» sino con las aprobadas en esta nueva etapa, en Asambleas Constituyentes que fueron un buen ejemplo de la posibilidad de lograr transformaciones profundas con amplia participación popular.
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