Las guerras son parte de una normalidad capitalista que se enfrenta a sus límites estructurales prefigurando un futuro de control elitista de la escasez.
Un economista neoliberal, a preguntas de una periodista sobre las conexiones entre las tres grandes crisis del siglo XXI (la financiera, la pandemia y la guerra de Ucrania) contestó -sin despeinarse- que él no era supersticioso y que obviamente esas crisis no tienen nada que ver unas con otras. Se trataría entonces de una suma acumulada de mala suerte, una mala racha mundial y nada más. Una sucesión de cisnes negros, como llamó el libanés Nassim Taleb a casos atípicos fuera de las expectativas regulares, pero con un impacto extremo, como podían ser -según este autor- el atentado de las torres gemelas en Nueva York, o el asesinato del Archiduque de Austria en Sarajevo, que precipitó la primera guerra mundial.
Podría discutirse si la pandemia fue un suceso de este tipo, aunque ya había numerosos científicos del ramo que venían avisando; puede que la jugada de tahúr mafioso de Putin fuera poco predecible; incluso, podría decirse, que la explosión de la burbuja especulativa inmobiliaria en EEUU no fue prevista por la mayoría de economistas; aunque -seguramente- todo ello habla más bien de la ceguera e incompetencia de los economistas, las autoridades sanitarias o los líderes políticos que de la imprevisibilidad de estos acontecimientos. En todo caso, el hecho de que hayan sucedido de forma tan seguida, sin darnos respiro, ya debería hacernos sospechar de que algo no anda del todo bien en el mundo y que seguramente alguna relación habrá entre tanta catástrofe junta.
“Envuelto en profundas crisis, la resiliencia del sistema es tan baja que permite -cuando no provoca- situaciones agudas de inestabilidad cada vez más frecuente”
Dicho de otro modo, cuando en un estanque todos los nuevos cisnes nacen negros, son los blancos quienes se van convirtiendo en rara avis. En ese sentido, parece bastante obvio, que aun siendo acontecimientos muy diferentes, lo que los hace similares es el marco en el que se producen: un mundo envuelto en profundas crisis, donde la resiliencia del sistema es tan baja que permite -cuando no provoca- situaciones agudas de inestabilidad de distinto tipo cada vez más frecuentes. Hay que ser muy miope para no ver esto, o bien ser un teólogo de la economía de mercado y la globalización neoliberal, que no ve más allá de sus números y cuentas (sólo sumas y multiplicaciones por cierto) confundido por su fe ciega en el poder mágico de la mano invisible y el crecimiento económico infinito.
En todo caso, a pesar de lo que podría parecer, la pregunta sobre cisnes blancos o negros, lejos de ser baladí es clave; yo diría incluso que es “la pregunta”. Si estamos ante ocasionales cisnes negros bastará con actuar de la manera habitual en estos casos: cambios de los tipos de interés, vacunas y misiles stinger. Si por el contrario el problema es un estanque contaminado, casi seco, y superpoblado de cisnes tiznados y furiosos luchando por las escasas migajas de pan, las soluciones tendrán que ser otras. Si es así -y todo parece indicar que lo es- no habrá más remedio que drenar y sanear el estanque, pues en nuestro caso la posibilidad de volar a lugares menos inhóspitos no existe más allá de locas fantasías delirantes de multimillonarios dementes.
“¿Estamos ante acontecimientos que preceden y aceleran el colapso global que anuncian cada vez más expertos e intelectuales críticos?”
Planteando la pregunta de otra manera ¿Estamos ante acontecimientos que preceden y aceleran el colapso global que anuncian cada vez más expertos e intelectuales críticos? ¿Vivimos en momentos pre y pro colapso? Carlos Taibo (y no es el único) intuye que estamos ya en las primeras fases del derrumbe global y relativamente rápido del sistema neoliberal globalizado, o Incluso del sistema capitalista tal y como lo conocemos.2
La disyuntiva entre decadencia o colapso, que plantea Taibo, podría estar dilucidándose ahora mismo a favor del segundo. Aunque, seguramente, la caída no será en todas partes igual, ni necesariamente al mismo tiempo en todas partes. Además, en la realidad, las dicotomías nunca son tan absolutas como sobre el papel, y una decadencia rápida o un colapso paulatino no se distinguen tanto al fin y al cabo. Esto se entiende mejor si estudiamos otros colapsos anteriores, como el ineludible del Imperio Romano, donde vemos -como ahora- estas diferencias de tiempos y lugares (oriente y occidente), pero también descubrimos que las nuevas relaciones sociales-económicas-políticas del futuro ya se prefiguraban durante los tiempos del colapso/decadencia.
Es difícil diagnosticar el huracán desde su ojo, pero cada vez más voces autorizadas avisan de que las fuerzas desatadas del colapso en marcha prefiguran un nuevo sistema, que sin saber muy bien cómo será, llamamos de forma preventiva ecofascismo, o gestión autoritaria de la escasez en beneficio de las élites, y esto tiene mucho que ver con las guerras que vivimos, también la de Ucrania.
“Cada vez más voces autorizadas avisan de que las fuerzas desatadas del colapso en marcha prefiguran un nuevo sistema ecofascista o de gestión autoritaria de la escasez en beneficio de las élites”
Para empezar, debemos entender que el estado-guerra es el estado natural del ecofascismo. Es decir, las guerras son funcionales a este sistema, que no podría existir sin ellas: sin un enemigo (externo o interno) contra el que combatir y al que culpar de todos los males. Sería entonces la forma política dominante de un capitalismo oligopólico, que algunos llaman neo-feudal, basado en el Estado-empresa, altamente financiarizado y digitalizado, que se alimenta del expolio de personas, pueblos y bienes comunes para continuar creciendo. Un sistema que está llegando a sus límites estructurales.
Las nuevas guerras del siglo XXI: periféricas, continuas, latentes, digitalizadas, interpuestas, privatizadas, hibridas… buscan el posicionamiento de las potencias globales y regionales -incluidas transnacionales y poderes corporativos- con alianzas a menudo cambiantes y agendas propias. Con el objetivo del control de los recursos escasos en sus zonas de producción y distribución, estableciendo para ello contratos y alianzas con agentes locales armados. Tal vez las guerras de hoy no sean más que el estado natural de las cosas en esta fase del capitalismo.
Algunos analistas han dicho que la guerra de Ucrania es una rara avis (un cisne negro) que nos retrotrae a las guerras del siglo XX, pero ese análisis no deja de ser muy superficial, basado en estudios de estrategia militar sin profundizar en su contexto. No hay más que ver sus características, como guerra interpuesta para dirimir conflictos de intereses de las grandes potencias globales, su fase de “latencia” desde 2014 hasta ahora, la utilización de milicias, mercenarios y nuevas armas robóticas…, la guerra financiera, estados policía sancionando a nacionales extranjeros, sanciones o sobornos a países implicados, la utilización de flujos migratorios como arma, el papel activo de grandes multinacionales en el conflicto, la exhibición comercial armamentística en el mercado mundial… para darse cuenta de que estamos en una guerra del siglo XXI.
“Tal vez sea la visión del gas y el petróleo ruso, surcando con normalidad el campo de batalla hasta llegar a los consumidores europeos, la imagen más gráfica de la esencia de la guerra de Ucrania”
Sin embargo, tal vez sea la visión del gas y el petróleo ruso, surcando con normalidad el campo de batalla hasta llegar a los consumidores europeos, la imagen más gráfica de la esencia de la guerra de Ucrania; es decir, entendida como parte de la economía-guerra posmoderna y no como economía de guerra, en la acepción tradicional del concepto, que supone siempre una cierta excepcionalidad frente a una normalidad de relativa paz. Desde luego, en el capitalismo se ha utilizado siempre la guerra como elemento regenerador de la economía, pero en esta fase de su desarrollo, la guerra: permanente, periférica y privatizada… tiende a constituirse como su estado natural, en un ecosistema propicio de estados fallidos y explosión del desorden social.
Obviamente, todo ello no descarta la posibilidad de una gran conflagración mundial, incluso nuclear, pues como bien dice el refrán quien juega con fuego al final se quema, y desde luego -como apunta Noam Chomsky- evitarlo debería ser ahora mismo nuestra máxima prioridad. Deberíamos hacerlo sin dejar de lado la construcción de las bases de una alternativa democrática, equitativa e igualitaria -es decir ecofeminista- frente al ecofascismo que viene, que debe ser combatido en todos los frentes: político, ideológico, cultural, económico…
Todo ello no puede obviar, sin embargo, la necesidad urgente de crear una corriente mundial antibelicista transversal, que se deje pelos en la gatera si es necesario, pero que consiga acumular la fuerza y la unidad de acción necesaria para oponernos a la deriva suicida de la humanidad, pues, como dijo Rosa Luxemburgo: la paz es la revolución del proletariado mundial.