Las actuales protestas y manifestaciones, no sólo en Francia sino en otros países, podrían indicar que se está llegando nuevamente a la convergencia de los años ’20 entre las condiciones objetivas de un sistema agotado, que ha puesto en evidencia sus contradicciones insuperables, y el hecho de que se está profundizando en la gente la […]
Las actuales protestas y manifestaciones, no sólo en Francia sino en otros países, podrían indicar que se está llegando nuevamente a la convergencia de los años ’20 entre las condiciones objetivas de un sistema agotado, que ha puesto en evidencia sus contradicciones insuperables, y el hecho de que se está profundizando en la gente la conciencia de la injusticia social inherente al sistema. Los biempensantes critican a los jóvenes porque participan en las protestas en Francia, pero éstos tienen buenas razones para inquietarse: con un mercado de trabajo restringido que genera desocupación, la propuesta gubernamental de retrasar la edad de la jubilación saturará más aún el mercado de trabajo e impedirá a buena parte de las nuevas generaciones obtener un primer empleo.
Memoria: vuelta a los años ’20
La primera revolución industrial (el maquinismo que permitió el paso del trabajo artesanal a la manufactura) produjo dos resultados fundamentales: el surgimiento del proletariado industrial y un enorme aumento de la productividad del trabajo. Primero no hubo límites en las jornadas laborales: hombres, mujeres y niños trabajaban 16 o 18 horas diarias, no había descanso semanal ni vacaciones y menos aún jubilaciones.
Pero el nuevo proletariado comenzó a resistir y exigir mejores condiciones de trabajo. Este movimiento culminó en el decenio de 1920 cuando las luchas de los trabajadores, ayudadas por el temor de los capitalistas al ejemplo de la Revolución de Octubre en Rusia, lograron la jornada semanal de 48 horas. Esto respondió a la convergencia de dos factores: el aumento de la productividad, que permitía satisfacer las demandas del mercado con menos tiempo de trabajo, y la lucha de los trabajadores para mejorar sus condiciones de trabajo. Con el fordismo aumentó la intensidad del trabajo, como muestra agudamente Chaplin en Tiempos Modernos.
Desde entonces la jornada de trabajo se mantuvo estable, aunque disminuyó la jornada anual como resultado de las vacaciones más prolongadas y en algunos países disminuyó también la jornada semanal. A esto se unió que, con la revolución científico-técnica, la productividad del trabajo aumentó vertiginosamente, lo que, por otra parte, dio lugar al toyotismo o just in time. Por ejemplo, según las estadísticas oficiales del Institut national de la statistique et des études économiques (INSEE) una hora de trabajo asalariado en Francia era en 2004 23 veces más productiva que en 1975.
La lógica que se impuso en los ’20 indica que, si para satisfacer la demanda del mercado consumidor (de «activos» y de «pasivos») hace falta menos tiempo de trabajo, corresponde disminuir éste: la jornada diaria, semanal y anual. Y también el tiempo total de la vida llamada activa, adelantando y no retrasando la edad de la jubilación. Porque, aunque los activos sean relativamente cada vez menos en proporción a los jubilados, la tarta a repartir crece más rápidamente. El argumento demográfico (la población envejece, aumenta la esperanza de vida) es entonces insostenible. La cuestión es cómo se reparte esa tarta.
Las élites político-económicas, con su cortejo de economistas, «politólogos» y otros «especialistas» presentan como inevitables políticas sociales injustas y económicamente irracionales. En realidad, no hacen otra cosa que defender encarnizadamente la tasa de ganancia (o tasa de explotación) de los patrones. El aspecto financiero es secundario o simplemente un pretexto. La raíz del problema es que el estado actual de desarrollo de las fuerzas productivas y el formidable incremento de la productividad del trabajo podrían permitir estar en el umbral de la sociedad que vislumbró Marx hace más de un siglo y medio: el ser humano liberado de la necesidad de buena parte de los trabajos físicos y del trabajo alienado, y disponiendo de más tiempo libre (durante su vida activa y jubilándose antes) para dedicarlo a su realización personal.
Pero la liberación del ser humano está en contradicción con la esencia misma del sistema capitalista, basado en la opresión y la explotación de los seres humanos. Por eso, cuando lo que habría que hacer en función del aumento de la productividad, sería disminuir el tiempo de trabajo (lo que permitiría crear nuevos empleos) y aumentar los salarios y las pensiones, los dueños del poder, con el pretexto de combatir la crisis y la desocupación y de «salvar» la Seguridad Social, congelan o disminuyen los salarios, aumentan la jornada de trabajo, introducen la «flexibilidad laboral», aumentan la edad de la jubilación y reducen las pensiones. Esta es la paradoja de la sociedad contemporánea, en la que, mientras una ínfima minoría mantiene confiscado el poder y acumula riquezas hasta la obscenidad (inclusive y aún más en tiempos de crisis) las necesidades mínimas de buena parte de la población mundial permanecen insatisfechas y les resultan inalcanzables sus legítimas aspiraciones materiales y espirituales.
TRABAJAR MÁS PARA VIVIR PEOR
Productividad
En los últimos años, pese a que ha aumentado la productividad, también ha aumentado la intensidad del trabajo con el «toyotismo» (o just in time: producción de lo necesario en función de la demanda de cada momento evitando la acumulación de stocks de mercancías) y con la flexibilidad laboral. Esta tendencia al aumento de la jornada de trabajo se acentúa a causa de la necesidad que tiene mucha gente de trabajar más tiempo a fin de ganar lo mínimo necesario para sobrevivir.
Privatización
El FMI aconseja la privatización para resolver los problemas financieros de la Seguridad Social. Pero esa privatización margina a los trabajadores con menores ingresos, es decir, a los más necesitados, a causa de que las cotizaciones son muy elevadas. Esto es más notorio en los países donde los salarios son de por sí bajos. Además, el porvenir de los sistemas privados es incierto y los trabajadores que pertenecen a ellos corren el riesgo de encontrarse en el futuro sin protección.