Poco más de un mes ha transcurrido desde que el pasado 29 de agosto retumbara en Colombia el anuncio del retorno a las armas por parte de varios comandantes desmovilizados de la antigua FARC- EP, hasta ese momento integrantes del partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (Farc), expresión política en la que devino la organización […]
Poco más de un mes ha transcurrido desde que el pasado 29 de agosto retumbara en Colombia el anuncio del retorno a las armas por parte de varios comandantes desmovilizados de la antigua FARC- EP, hasta ese momento integrantes del partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (Farc), expresión política en la que devino la organización guerrillera como resultado del cumplimiento de uno de los más importantes compromisos contraídos con la firma del Acuerdo de Paz con el gobierno colombiano, en septiembre de 2016 (la Habana, Cuba): la desmovilización plena y la entrega total de las armas. A partir de entonces, un camino de 15 largos años quedo asentado como el plazo a recorrer para arribar definitivamente a la tan esperada «paz con justicia social» que la aplicación integral del Acuerdo entraña.
Luego de tres años de aquel histórico paso, «la traición del Estado colombiano al Acuerdo de Paz», vale decir, la modificación unilateral del texto del Acuerdo, el incumplimiento de compromisos tales como: garantía a la seguridad jurídica y personal de los combatientes desmovilizados, reforma política del Estado, aplicación de las jurisdicciones electorales especiales de paz (concebida para que las víctimas de las regiones más afectadas por el conflicto armado tuviesen voz en el Congreso de la República de Colombia), por citar solo algunas, devino la causa determinante esgrimida de aquel anuncio con el que se proclamó, también, «el comienzo de una nueva etapa de la lucha armada» en Colombia. A raíz de esto, se consumaría, «oficialmente», la división del partido (Farc), en estado de latencia desde que, en 2018, Iván Márquez (numero 2 de la Farc) manifestara en carta pública que había sido «un error la entrega de las armas a un Estado tramposo, confiados en la buena fe de la contraparte».
Por otro lado, el gobierno colombiano, en correspondencia con su papel de punta de lanza de la estrategia de EEUU contra Venezuela, dio rienda suelta por el camino del escalamiento del conflicto contra el vecino país, instrumentando todo un dispositivo continental agresivo basándose en el ardid de que los comandantes disidentes de las Farc no son una nueva guerrilla sino una organización narcoterrorista que recibe albergue y respaldo de la Dictadura de Nicolás Maduro. Desde entonces, tal es la conseja de los Guaidó y compañía del cartel de Lima, con la que articulistas y demás especies a sueldo, inundan los espacios de opinión de la gran prensa en la región, alentando violencia y crímenes de todo tipo.
Excede los alcances de estas líneas el desarrollo de un balance pormenorizado de lo acontecido a lo largo y ancho de estos poco más de treinta días, no obstante, cabe hacer mención de algunas de sus derivaciones o consecuencias que, a nuestro juicio, han quedado gravitando sobre el escenario de los acontecimientos:
1) Se ha derrumbado la propaganda que superponía al problema de la aplicación y alcances concretos del Acuerdo de Paz las súper expectativas y grandes bondades de una paz abstracta, genérica, difusa, desnudando las profundas raíces sociales que la condicionan de modo terminante: profunda desigualdad social expresada en altísima concentración de la riqueza y de la propiedad de la tierra, violencia mediante, en manos de pocos terratenientes; fractura regional interna con la consiguiente impronta rural del conflicto; pobreza en el campo que cuadruplica los niveles urbanos; estructura política y económica nacional gobernada por 50 familias «negadas a las reformas estructurales y los cambios profundos» , y sobre esta base, el salto, en apenas una década, de 48 mil a más de 200 mil hectáreas sembradas de coca bajo el control del narcotráfico. De ahí que, más empujados por las evidencias que por las convicciones, actores políticos y analistas ligados a la gran prensa, dentro y fuera de Colombia, a los que no se puede catalogar de «revolucionarios», hayan terminado coincidiendo en sostener que fenómenos tales son los enemigos más letales que tiene la paz en Colombia, y que «por mucho que las FARC-EP iniciasen un proceso de desarme, el caldo de cultivo para la violencia se ha mantenido fértil»;
2) la «resurrección» del tema de la lucha armada, precisamente cuando todo indicaba que no era más que un cadáver mal oliente al que solo restaban pocos días para su definitiva sepultura, reinstalando o, mejor dicho, poniendo a la orden del día la posibilidad de que tal tema vuelva a reinstalarse no solo en las condiciones de la Colombia de hoy, sino de toda la región, reactualizando «antiguos» problemas y perspectivas dentro de las fuerzas sociales emergentes y la izquierda en sus diversas vertientes;
3) La evidencia, a raíz de la activación del TIAR por parte del gobierno colombiano y la pandilla de gánsteres que lo secundan en Venezuela y demás países del Cartel de Lima, de que los problemas de la paz en Colombia no solo exceden las fronteras nacionales de esa nación, sino que la causa determinante de esa condición transfronteriza reside en el carácter de clases que está en la base del conflicto que cruza a la región, y que la crisis del capitalismo (mal llamado neoliberalismo) no hace más que exacerbar; de ahí que sea un signo distintivo en los análisis de los articulistas de derecha no pensar exclusivamente en términos locales sino regionales a la hora de valorar la situación venezolana y del resto de Latinoamérica, destacándose entre ellos los que ya conceptúan como «guerra internacional» la lucha política que tiene lugar en Venezuela, pero también los que denuncian como una «mezcla explosiva peligrosa para la región» esa combinación de «grupos irregulares», lucha armada y crisis venezolana. De ahí que tengan en común, todos, el quedarse calladitos frente a los ejercicios militares entre EEUU y Colombia (realizados entre el 30 de septiembre y el 05 de octubre pasado) bajo el falaz concepto de «misiones humanitarias», en clara amenaza contra Venezuela, pero también contra el resto de países en los cuales madura y se agravan los conflictos políticos y sociales al calor del deterioro de la economía mundial;
4) De ahí, a nuestro juicio, el temor mal disimulado en las clases dominantes de que, más allá de la evolución inmediata de la «nueva etapa de la lucha armada en Colombia», pueda terminar generalizándose, al compas de tensiones y conflictos, la emergencia de una perspectiva neta de lucha continental contra el imperialismo y las burguesías nativas, de una u otra forma emparentada con antecedentes profundos, no tan remotos además, como la planteada por el Che Guevara en su «mensaje a los pueblo del mundo», cuando sostuvo que: «En definitiva, hay que tener en cuenta que el imperialismo es un sistema mundial, última etapa del capitalismo, y que hay que batirlo en una gran confrontación mundial. La finalidad estratégica de esa lucha debe ser la destrucción del imperialismo. La participación que nos toca a nosotros (…) es la de eliminar las bases de sustentación del imperialismo: nuestros pueblos oprimidos (…) El elemento fundamental de esa finalidad estratégica será, entonces, la liberación real de los pueblos (…) que tendrá (…) casi indefectiblemente, la propiedad de convertirse en una revolución socialista.»
Omisiones y perspectivas
Pero si un balance pormenorizado de los acontecimientos excede los propósitos de estas líneas, no sucede así, sin embargo, respecto a la consideración de un hecho asociado a ellos que ha venido a quedar expuesto a lo largo de todos estos días en nuestro país, específicamente en espacios de opinión y análisis (digitales o impreso) y medios alternativos (partidarios o no y en todo caso de izquierda) afines a la defensa del proceso bolivariano y su gobierno legitimo, a saber: la escasísima atención, por no decir, la virtual omisión al tema relacionado con el replanteo de la lucha armada en Colombia, a la luz del contexto político actual.
Solo el Partido Comunista de Venezuela (PCV) ha constituido una especie de semi excepción en ese sentido, y decimos semi excepción solo en el sentido de destacar que, si bien de manera oficial declaró públicamente (y ha sido el único en hacerlo clara y decididamente) su solidaridad política y militante con los comandantes guerrilleros que decidieron volver a las armas en el marco del derecho universal de los pueblos a la rebelión armada, al tiempo que extendía idéntica manifestación hacía las demás organizaciones que desde el campo legal están desarrollando (en Colombia) también una lucha en muy difíciles condiciones (en clara alusión al partido Farc), sin embargo, hasta la fecha actual, no ha completado esa declaración, si se quiere diplomática, con una exposición razonada de los fundamentos conceptuales en los que basa su posición, tomando en cuenta que se trata, además, de un partido que cuenta dentro de su haber con una experiencia de lucha armada en Venezuela, y algo puede y debe decir que contribuya a orientar a las fuerzas revolucionarias, y al conjunto de las bases sociales del proceso bolivariano.
El problema ha sido puesto en discusión por los hechos mismos, y tal vez quepa al principal dirigente de la Farc, Rodrigo Londoño (Timochenko), el honor de haber sido su catalizador al sentenciar, con términos tan precisos como controvertidos, los alcances de su significación, del modo siguiente: «la lucha armada en la Colombia de hoy constituye una equivocación delirante», «desfasada en el tiempo y el espacio», cuya sola proclamación implica «ir contra la historia, contra la corriente».
No se trata de hacer juicios de valor respecto de individualidades que se han jugado la existencia por una causa a la que han servido toda una vida, apelando al viejísimo expediente de reducir el asunto a una cuestión de traidores y traiciones, pero sin tomarse la molestia de avanzar, cuando menos, una idea que implique reflexión crítica sobre el contenido y alcances del problema que se pone en discusión con esas palabras, en un contexto en el que nuevos contingentes de jóvenes irrumpen en la escena de la resistencia popular que las medidas anti- crisis, que las burguesías se ven obligadas a adoptar para tratar de sanear el sistema en descomposición, a costa de los intereses del pueblo trabajador, ponen a la orden del día.
Vale apuntar una cosa más: las palabras del principal dirigente del partido Farc son consecuentes, por un lado, con la naturaleza del compromiso pactado con el Acuerdo de Paz de La Habana, cuyo plazo de cumplimiento integral convenido ha sido de 15 años (de los cuales van solo 3), y por el otro, con su convicción, reiteradamente expuesta, de que la vía democrática, legal, de movilización de masas, es la única indicada para conseguir la aplicación integral de lo pactado con el Estado: «firmar el Acuerdo no garantizaba que se iba a cumplir todo lo que estaba en el papel. No era un punto de llegada sino un punto de partida para iniciar una lucha mucho más compleja y difícil, en la cual necesitamos hacernos acompañar de amplios sectores de la sociedad colombiana e incluso de las clases dirigentes», ha sostenido Rodrigo Londoño, antes y después del 29 de agosto, llegando, incluso, a equiparar el Acuerdo de la Habana con una plataforma programática en torno a la cual unir a los sectores a los que hace referencia.
Es una convicción que también comparten congresistas y organizaciones de izquierda, así como políticos provenientes de «las clases dirigentes», los cuales, precisamente en aras de impulsar el cumplimiento del mentado Acuerdo, alumbraron a comienzos de este 2019 el movimiento Defendamos la Paz. Iván Cepeda, congresista y uno de sus artífices, ha sostenido: «Queremos la paz total. No solo con uno u otro grupo (…) Hablamos sobre algo que va más allá del desarmamiento, hablamos de transformaciones profundas, indicadas en el pacto aprobado hace tres años. Ese es el deseo que crece y adquiere mayoría entre los colombianos. Los sectores conservadores, los enemigos de la paz, pueden ser derrotados. Es por eso que se muestran cada vez más agresivos e irracionales. Las dificultades son enormes, pero estamos más cerca de darle la vuelta a una página de la historia.»
Una última cosa a este respecto: no ha sido por un desacuerdo en relación al Acuerdo de Paz como tal, sino por cuestiones relativas a su cabal cumplimiento por parte del Estado, lo que terminó conduciendo a la división de la organización política Farc, por un lado, y a la reactivación de la FARC-EP, por el otro. Mientras, la protesta social toma aspectos «de cuidado» en Colombia, pero no solo por la paz, sino por cuestiones más contingentes como la carestía de la vida, reivindicaciones sociales, económicos, etc., etc.
A todas estas, lo que resulta, a nuestro entender, significativo, y a su vez aleccionador, es la menguadísima existencia de ideas, conceptos, planteamientos, que ha privado en el pensamiento de las diversas expresiones políticas, intelectuales, etc., que hacen al movimiento revolucionario bolivariano, en relación a un tema (lucha armada) que, puesto en este contexto, concita una seria reflexión para el activo militante y las masas revolucionarias; entre otras razones, por implicar problemáticas (como el de la conversión de las vías pacificas en armadas) que no ha dejado de estar latente en nuestro país a lo largo del proceso de la Revolución Bolivariana, claro está, bajo las formas especificas de su desarrollo, pero (como el Colombia) siempre determinados por factores sociales y de clases que operan como problemas «estructurales» de la paz, en uno y otro lado de las fronteras.
Cuando el Comandante Chávez denunció al Estado colombiano, entonces bajo jefatura de Álvaro Uribe, como «el Israel de América», lo hacía para identificar estratégicamente, en los marcos de la lucha contra las provocaciones urdidas contra Venezuela, la condición de plataforma militar del imperialismo yanqui a la que había sido reducida Colombia por su oligarquía, para destruir a la Revolución Bolivariana y la perspectiva de unión latinoamericana que esta impulsaba en la región. De igual manera procedió el Comandante cuando la catalogó como «el Ayacucho del siglo XXI», buscando significar con este símil de la histórica batalla que sello la derrota del imperio español en el año 1824, el lugar en el que, 200 años después de aquel acontecimiento, los pueblos de América (incluyendo el colombiano) libraran su batalla decisiva contra el neocolonialismo del imperialismo yanqui. Y, en ambos casos, siempre se esforzó por tender puentes de unidad con los sectores del pueblo colombiano sojuzgados bajo el férreo yugo de su Oligarquía.
Aquellos conceptos han permanecido intactos. Los hechos no han hecho más que ratificarlos. Pero, lo que sí ha cambiado es la disposición de las fuerzas respectivas sobre el campo de batalla: reducida a posiciones defensivas tales dentro de sus fronteras nacionales, la revolución bolivariana pugna por su supervivencia, al tiempo que las instancias representativas de la unidad regional alcanzada en la primera década del siglo XXI (Unasur, Celac, Alba), sufre los estragos provocados por los golpes del imperio estadounidense y sus gobiernos satélites en América Latina; a la par de una estabilidad regional cada vez más cuesta arriba en cada país de aquellos, amenazados por los cimbronazos del descontento social que crece y las alarmas de terremotos políticos que la crisis hace disparar.
En ese sentido, el virtual silencio teórico en las distintas expresiones políticas afines al proceso revolucionario bolivariano (con el Psuv a la cabeza), respecto de problemas cuya evolución pueden alcanzar a tener implicaciones estratégicas para los pueblos oprimidos por el imperialismo, precisamente en un momento en el que el reloj de la historia pareciera marchar en cuenta regresiva hacia desenlaces de fuerza, nos pone frente a la existencia de un pensamiento que, puesto a prueba por las graves circunstancias en la que se halla entrampada la revolución hoy, tanto por efecto del ataque múltiple y sistemático de las fuerzas coaligadas del capital y la burguesía continental, como por las tendencias disolventes que anidan al interior de sus propias filas, no traspone, o no puede trasponer, los límites de lo posible y deseable para una revolución dentro de nuestra complicada realidad. Pero como las ideas también son parte de la lucha (en tanto y en cuanto tienden a expresar un choque de fuerzas históricas en curso), el silencio en torno a ellas tiende, de alguna forma, a develar hechos en los que se delatan aspectos relativos al contenido y alcances de las perspectivas por las que se lucha en medio de un contexto histórico en el que cada día es más visible la nulidad de las soluciones intermedias, eclécticas, planteándose, en su defecto, el duro dilema: «o revolución socialista o caricatura de revolución» (en palabras del Che Guevara), o si se prefiere: Socialismo o barbarie (a decir de la gran revolucionaria Rosa Luxemburgo), como las únicas alternativas posibles.
¿Qué hechos serán esos que delatan aspectos relativos al contenido y alcance de «nuestras» perspectivas en medio de la batalla política actual?
Podemos apreciar los siguientes:
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Directa o indirectamente, se está dejando exclusivamente en manos de los políticos, opinadores, intelectuales, etc., al servicio de los laboratorios de propaganda y manipulación masiva del gran capital imperialista y las burguesías asociadas, el tratamiento y definición de conceptos relacionados con categorías políticas, fenómenos sociales (por ejemplo, lucha armada), etc., cuyo contenido está destinado a «ilustrar», desde la perspectiva de esos intereses, a la «opinión pública» en general, para que se forme «su propia opinión» respecto de tal o cual problema importante, y respalde la solución que mejor corresponda con los intereses del «bien común» de la sociedad (burguesa); tal es el caso de la calificación de los comandantes disidentes de las Farc como «narcoterroristas», negándoseles por este conducto la condición política de «nueva guerrilla» al movimiento que encabezan, y la acusación del gobierno venezolano de Dictadura protectora de narcoterroristas. No por acaso, a propósito de las recientes protestas en Ecuador, el mandatario ecuatoriano ha «denunciado» que: «fuerzas oscuras vinculadas a la delincuencia organizada y dirigidas por Correa y Maduro, en complicidad con el narcoterrorismo(…) causaron zozobra, violencia, nunca antes vista» ;
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La ausencia de reflexión crítica respecto al problema de la lucha armada (ajena a todo culto ultrista), objetivamente, tiende a alimentar una operación discursiva (a la que se suma, indirectamente, su descalificación y condena a raja tabla) basada en la elaboración de conceptos tergiversados, manipulados, cuyo fin no puede ser otro que criminalizar ideas y perspectivas, ocultando sus determinaciones históricas y sociales, para liquidar movimientos sociales y políticos contrapuestos a los intereses de clases dominantes; por eso, no resulta extraño que, desde la «gran prensa» local, bajo el rimbombante titulo «Injerencia y desestabilización regional e internacional» se digan cosas como estas: «La acción internacional es indispensable en estos momentos. En el plano regional, una reunión urgente de cancilleres debería ser convocada para tratar la injerencia de la tiranía venezolana en los asuntos internos de Ecuador. El TIAR podía también ser invocados (…) la acción urgente del Consejo de Seguridad para impedir la ruptura de la paz y del orden en la región y el mundo, pues hoy es evidente que las relaciones del régimen tiránico con grupos terroristas y subversivos extrarregionales ponen en peligro la estabilidad…»;
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Pero, esa ausencia de reflexión crítica, a su vez, opera como factor que alimenta la desatención de un aspecto clave tras esa operación ideológica y política del gran capital mundial: el temor en las clases dominantes (y sus aliados directos e indirectos) de que el hastió de las masas depauperadas se entronque, o llegue a entroncar, con ideas y conceptos políticos cuya afirmación, a la luz de las condiciones actuales, suponga una recomposición ideológica, política y organizativa de las clases oprimidas y explotadas del pueblo, que las enfile a la consecución de objetivos revolucionarios, tales como: el derrocamiento de las oligarquías burguesas cipayas. Visto así, suena hasta baladí acusar a la Burguesía de «traidora», mentirosa e inmoral, por el hecho de evitar que perspectiva semejante se consume, cuando de los que se trata es de combatirla de modo más consecuente y radical;
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Se está dejando en un plano subalterno la promoción del debate político en torno a los problemas de la liberación social y nacional, fundamentalmente el relativo a su dimensión internacional, regional, puestos de mil modos distintos a la luz, tan importante para poder afirmar, teórica y prácticamente, la única perspectiva consecuente con los intereses de los pueblos oprimidos frente al avasallante empuje guerrerista del imperialismo y las burguesías nativas: el socialismo; en su defecto, la atención ha tendido a concentrarse en la resolución de problemas cruciales para el gobierno y el país (producción, seguridad y defensa, etc. ), pero bajo una concepción de Estado que estable fuertes barreras condicionantes al debate político de bases respecto a cuestiones como: las relaciones de tales o cuales políticas o medidas oficiales con los intereses de tales o cuales clases sociales concretas; la forma en lo que ello influye, o puede terminar influyendo, sobre la orientación, la marcha y los grandes objetivos estratégicos de una revolución acosada por los cuatro costados, como la bolivariana: ¿Puede alguien asegurar que el conflicto de intereses de clases existente en los marcos de la revolución (y que la propia revolución exacerbó), se ha decantado a favor de las clases oprimidas, con el consiguiente derrocamiento de las bases burguesas sobre las que descansa la maquinaria del Estado aún? ¿formará parte esta cuestión de los problemas de la liberación nacional y social que el socialismo pone a la orden del día?;
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Entre esos problemas de Estado, el de la defensa nacional juega un papel de primer orden. En ese sentido, cabe preguntar: ¿Existirán relaciones de continuidad y discontinuidad, o incluso de fricciones, entre los conceptos estratégicos de defensa nacional (unidad cívico-militar, guerra prolongada de todo el pueblo) que orientan y definen la acción del Estado venezolano frente a los peligros de agresión (armada, no armada y mixtas) que el gobierno yanqui promueve junto a sus socios en la región, por un lado, y el concepto de lucha armada, entendido como medio de lucha «popular» contra la opresión nacional y social, por el otro? ¿No debería abordarse el análisis de esas relaciones, en el marco de la reflexión política revolucionaria, habida cuenta de tratarse de una de las cuestiones en la que, tal vez, se concentren lecciones y enseñanzas de gran intereses respecto al problema de la vigencia o no de la lucha armada o, más exactamente, la forma en la que tal medio puede concebirse o cambiar en el marco de circunstancias históricas determinadas por la lucha de clases? ¿se planteará el problema de igual modo en un país donde la clase obrera esté diluida social y políticamente en ese rio diverso llamado pueblo, que en uno donde los trabajadores estén política y socialmente organizados como clase revolucionaria, junto a los demás sectores sociales oprimidos del pueblo? ;
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Por último, y no menos importante, frente al tema que nos ocupa, se está poniendo de lado la propia experiencia histórica: ocho años antes de que la FARC-EP entregara las armas, este delicado asunto lo puso en discusión en 2008 el propio Comandante Chávez, cuando, apostando como siempre apostó a la paz en Colombia (y basándose en la experiencia de la guerrilla venezolana de los años 60, las rebeliones militares del año 1992 y el desarrollo de la propia revolución bolivariana), exhortó a la dirección de la FARC-EP a «entregar las armas porque ese tipo de lucha ya no tenía sentido»; pocos días después, el comandante Fidel Castro, en una Reflexión titulada «La Paz Romana» (de la que poco o nada se ha comentado por estos días, sorprendentemente) expresó su opinión al respecto, diciendo, entre otras cosas, lo siguiente: «Expresé con claridad nuestra posición en favor de la paz en Colombia, pero no estamos a favor de la intervención militar extranjera ni con la política de fuerza que Estados Unidos pretende imponer a toda costa y a cualquier precio a ese sufrido y laborioso pueblo.
«Critiqué con energía y franqueza los métodos objetivamente crueles del secuestro y la retención de prisioneros en las condiciones de la selva. Pero no estoy sugiriendo a nadie que deponga las armas, si en los últimos 50 años los que lo hicieron no sobrevivieron a la paz. Si algo me atrevo a sugerir a los guerrilleros de las FARC es simplemente que declaren por cualquier vía a la Cruz Roja Internacional la disposición de poner en libertad a los secuestrados y prisioneros que aún estén en su poder, sin condición alguna (…) Nunca apoyaré la paz romana que el imperio pretende imponer en América Latina«. Poco después, en su libro La Paz en Colombia (2008), ratificaría tales conceptos del modo siguiente: «La idea de rendirse nunca pasó por la mente de ninguno de los que desarrollamos la lucha guerrillera en nuestra patria. Por eso declaré en una Reflexión que jamás un luchador verdaderamente revolucionario debía deponer las armas. Así pensaba hace más de 55 años. Así pienso hoy». Ponía por delante Fidel en estas palabras, al ejemplo de Marulanda (recientemente fallecido entonces) «de luchar hasta la última gota de sangre». Chávez nunca discrepo de estos planteamientos (por lo menos, no públicamente).
A manera de conclusión.
Como se apreciará, no se trata de rendir culto mesiánico a la lucha armada, ni de limitarse, simple y llanamente, a su reconocimiento como derecho universal de los pueblos, sino de exponer ideas y conceptos que, al calor de la dinámica social y política en curso, contribuyan a afirmar perspectivas no estatistas de la revolución, vale decir, que contribuyan a recargarla con la energía de sus fuerzas de clase «naturales», e impidan que quede circunscrita en los límites de la institucionalidad de un Estado que, aún, está lejos de ser el Estado revolucionario que las clases explotadas necesitan.
Cualquiera sea la evolución inmediata de «la nueva etapa de la lucha armada» en Colombia, y la del propio proceso de aplicación del Acuerdo de Paz, los hechos no hacen más que obligar a poner en discusión sus respectivas implicaciones, internas y externas, por lo pronto, el próximo 27 de octubre tendrá lugar las elecciones regionales en todo el territorio colombiano; serán las primeras de ese tipo en las que participa la Farc, y a esta altura resultan ser más violenta que las ultimas celebradas en 2015: el campo colombiano es zona de guerra.
Hacia donde se enrumba en la región la maquinaria imperialista que el gobierno yanky conduce, y los gobiernos lacayos de «su patio trasero» arrastran como bueyes, no resulta nada difícil de adivinar. Resta dilucidar el rumbo y las perspectivas de las masas populares, sus organizaciones revolucionarias y gobiernos afines, en momentos en que el capitalismo conduce a la barbarie y al fascismo.
Si para algo han de servir las ideas es para debatir, y eso, concretamente hablando, no significa otra cosa que no conformarnos con aceptar que el tratamiento de los problemas sensibles dentro de las luchas de los pueblos oprimidos, cuyas implicaciones tan vivamente se ponen a la luz del día hoy en Colombia, como en Ecuador, Venezuela etc., queden, o terminen quedando atrapados, dentro de la telaraña conceptual elaborada, desde de los órganos de propaganda de las viejas oligarquías burguesas, con el fin de confundir, desacreditar ideas, estigmatizar propuestas y criminalizar toda manifestación de descontento social contra la opresión y la explotación impuesta por el gran capital imperialista. Pero, también significa no conformarnos con restringir las miras políticas y la reflexión a los límites marcados por los cánones oficiales de nuestro gobierno bolivariano, ni al de partidos paraestatales, cuyos alcances tienden a estar condicionados por factores de «equilibrio» que le impiden ahondar temas, precisamente, ahí donde comienzan a plantearse con más rigor los problemas de la revolución social.
Equilibrio tal que da cuenta de una especie de concepción basada en la contemporización de intereses de clases y perspectivas contrapuestas, bajo fórmulas que solo pueden sostenerse a través de una falsa unanimidad, vale decir: a través de un unanimismo estrecho y burocrático que cierra el paso a cualquier debate o reflexión crítica que pueda terminar poniendo en tela de juicio tal o cual concepción de construcción del socialismo.
Dicho de otra manera: la unanimidad, por ejemplo, en torno la defensa de la autodeterminación nacional y contra el imperialismo (justa, legitima y absolutamente reivindicable) no supone, per se, que en el seno de las fuerza sociales y políticas exista idéntica unanimidad respecto a perspectivas, practicas y orientaciones, por ejemplo, en el campo económico. La imposición de tal concepción, así como su asunción «disciplinada», conlleva, entre otras consecuencias, a que la simulación y la hipocresía se terminen convirtiendo en prácticas habituales bajo los símbolos y las consignas de la revolución; de tal suerte, entonces, que no resulte del todo extraño ver dirigentes del partido oficial, constituyentes incluso, más proclives a cantar el himno de La Internacional que a discutir los problemas concretos de la revolución (que en definitiva son también los de las clases trabajadoras) de caras al país.
¿Habrá lugar en el mundo de hoy para el desarrollo de un capitalismo nacional tardío, en paz y en armonía «multipolar»?
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