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Comanchería

Fuentes: El diario

– La pobreza es una enfermedad que pasa de padres a hijos sin remedio ni curación – En los años dulces de la socialdemocracia, en el siglo pasado, el Estado de Bienestar introdujo una pequeña batería de medidas compensatorias… pero en las últimas décadas, el retroceso ha sido y sigue siendo brutal ´El sistema se […]

– La pobreza es una enfermedad que pasa de padres a hijos sin remedio ni curación

– En los años dulces de la socialdemocracia, en el siglo pasado, el Estado de Bienestar introdujo una pequeña batería de medidas compensatorias… pero en las últimas décadas, el retroceso ha sido y sigue siendo brutal

´El sistema se ha quitado la careta y, en ese proceso, el sistema financiero ha asumido sin recato el papel protagonista

– Necesitamos, al menos, un poco de banca pública que dé un ejemplo de ética, de gestión social y de compromiso con las necesidades de la ciudadanía, no de unos pocos.

Imagen del western Comanchería. EFE

A veces un par de frases en una película golpean más que sesudos discursos, cuadros de datos o gráficos ilustrativos. La interesante película citada en el título proporciona algunas de ellas.

No es mi intención caer en eso que antes llamábamos «destripar» y ahora hacer un spoiler. (Como escribía Alex Grijelmo hace meses, «sorprende que el anglicismo llegue ahora, después de tantos años en los que siempre hubo idiotas que nos contaban el final»). Pero me perdonarán que destaque un par de aspectos que no creo que resten ningún interés para aquellos que quizás no han visto todavía la película.

El primero es una frase demoledora (cito de memoria por lo que me perdonarán los guionistas la falta de literalidad): «He vivido pobre toda mi vida. Igual que mis padres y los padres de mis padres. La pobreza es una enfermedad que pasa de padres a hijos sin remedio ni curación». Un puñetazo directo a los cerebros biempensantes, a los estómagos satisfechos. Y una realidad irrefutable.

A veces he comparado el sistema capitalista con el juego del Monopoly. Pero, coincidiendo con la cita anterior, de forma que cada jugador empieza la partida como terminó su padre la anterior. Irremediablemente, quienes ganaron al principio ganarán cada vez más; quienes perdieron inicialmente están condenados a pagar y pagar sin esperanza, sin ilusión alguna.

Una vez entre un millón, quizás una buena suerte excepcional sonría a un jugador o la mala acompañe gravemente a otro. Los «monopolistas» se apresurarán a destacar el primer caso como una demostración de que cualquier persona puede llegar donde se proponga, que el sistema premia a los trabajadores con iniciativa. Y se reafirmarán en que los pobres lo son por ser vagos carentes de empuje.

Todos sabemos que, desgraciadamente, la realidad es cada vez más próxima a la comanchería que a la que nos quieren vender los «monopolistas». El sistema está montado de forma que los ricos sean cada vez más ricos, los pobres cada vez más pobres.

En los años dulces de la socialdemocracia, en el siglo pasado, el Estado de Bienestar introdujo una pequeña batería de medidas compensatorias que favorecían algo a los débiles y penalizaban un poquito a los más adinerados. Por ejemplo, la educación universal, pública y gratuita era un potente instrumento en favor de la igualdad.

La educación universitaria pasó de ser un privilegio de las clases dominantes a un nivel accesible para amplias capas de la población. Como escribía hace poco mi colega en la UNED, Miguel Requena, «todo esto no quiere decir que ya no exista desigualdad de oportunidades educativas vinculada a la clase de la que se procede, pues un 63 % de los hijos de profesionales o directivos lograron un título universitario frente a solo un 26 % de los hijos de trabajadores. Ni tampoco que las perspectivas de movilidad se hayan desvinculado del origen social, ya que en igualdad de condiciones educativas los hijos de los profesionales y directivos tienen 2,8 veces más probabilidades de llegar a ser profesionales y directivos que los hijos de trabajadores y 1,4 veces más que los hijos de las clases intermedias».

Por otra parte, quienes más ganaban tributaban a elevados tipos marginales en el IRPF y los patrimonios más elevados también tenían su impuesto. Y el gravamen de las herencias reducía esa desigualdad al principio de cada partida que antes se reflejaba.

En las últimas décadas el retroceso ha sido y sigue siendo brutal. Los impuestos sobre el patrimonio y sobre sucesiones desaparecen. Los marginales de la imposición sobre la renta se reducen y, sobre todo, las rentas y patrimonios financieros quedan libres de impuestos. El Estado de Bienestar se desmantela paulatinamente y los gestores públicos neoliberales (¡¿cómo consiguieron hacer creer que gestionan mejor?!) propician su deterioro creciente. El trasvase de fondos públicos hacia el negocio privado en educación, en sanidad y en los servicios públicos en general es de los mayores escándalos de los últimos tiempos… que parece poder realizarse con total impunidad y el beneplácito de muchos electores.

El sistema se ha quitado la careta. Acabo de leer a El Roto: «Cuando las elecciones fueron una cuestión de dinero, los millonarios tomaron el poder». Y ha sido muy citada aquella afirmación del millonario Warren Buffet: «La lucha de clases sigue existiendo, pero la mía va ganando».

Y en ese proceso, el sistema financiero ha asumido sin recato el papel protagonista. Ya he escrito más veces en estas páginas escandalizado por los descarados expolios a través artimañas como las primas de riesgo y las agencias de calificación, la opacidad financiera y los paraísos fiscales, la inmunidad fiscal del capital financiero, la sumisión de los poderes democráticos a las imposiciones de los grandes conglomerados, el mito de la independencia de los Bancos Centrales que solo pueden prestar a los gobiernos a través del peaje de la banca privada…

Comanchería es un alegato descarnado en esa misma dirección. Toda la ciudadanía de la América profunda, sí, esa que vota a Trump, vive atrapada en las deudas a los bancos que se convierten en la losa que hace todavía más irremediable la cita que se recogía más arriba. Y esa ciudadanía es consciente de ello y lo vive con la resignación que da la conciencia de la impotencia. Por eso, los Robin Hood (aprovecho la referencia para reivindicar de nuevo que implantemos de una vez el impuesto sobre transacciones financieras) han tenido siempre simpatías a lo largo de la historia. Por eso el refranero (y una reciente película española, ya que vamos hoy de cinéfilos) otorga cien años de perdón a quien roba al ladrón.

Podría citar un par de detalles de la película para subrayar lo que acaba de escribirse. Pero no caeré en la tentación, no vaya a ser que destripe más de la cuenta.

Por ello, necesitamos una banca pública. Al menos un poco de banca pública. Y tenemos una ocasión inmejorable con Bankia y BMN. Ya hemos puesto 31.000 millones de fondos colectivos en ellas, ya están nacionalizadas. Es el momento de evitar su privatización. No podemos regalárselas al sistema privado. Bastante han recibido ya de rescates y avales. Paremos la venta de Bankia y BMN.

Es la ocasión de disponer de una banca pública que de un ejemplo de ética, de gestión social y de compromiso con las necesidades de la ciudadanía, no de unos pocos.

No defenderé, en plan «comanchero», que robemos a los bancos. Pero no podemos seguir tolerando que nos roben a todos nosotros. Condición necesaria, aunque no suficiente, para erradicar esa gravísima enfermedad de nuestra sociedad que es la pobreza.

Juan A. Gimeno, Economistas sin fronteras.

Fuente: http://www.eldiario.es/zonacritica/Comancheria_6_611098917.html